Canguelo

Creo que estoy obsesionada porque ayer vi pegado en una farola un anuncio de Reformas en general y visioné de la misma a Rajoy. Con un pañuelito de cuatro nudos, un lápiz mordisqueado en la oreja y la prima de riesgo asomándole por la parte trasera del pantalón. Me perseguía con un puro en la comisura de los labios y la intención de alicatarme el sueldo. Rápido y muy económico, rezaba el texto. En lo primero no le faltaba razón, porque el tío va a ñapa por semana. Pero lo segundo sonaba a recochineo.

La culpa de mis alucinaciones la tiene mi compañera, que se pasa el día metiéndome miedo. Ahora le ha dado por sacar sus ahorros del banco a poquitos para no levantar sospechas. Los almacena debajo de la cama, en tupperwares. Y no es la única que teme por su capital. El padre de mis criaturas, ante la ineficacia del hombre del saco, las asusta con que si no se portan bien, van a decretar un corralito. El de seis meses le mira y se parte de risa. Es lo bueno que tiene ser un inconsciente. Pero la de seis años corre a lavarse los dientes con cara de pánico. Debe pensar que nos van a atacar mil gallinas ponedoras, porque no me lo explico. Será que el canguelo se transmite de padres a hijos.

La situación no es para menos y se refleja hasta en los chistes: Ayer hice un trío en el trabajo. Ah, pero ¿tienes trabajo? No tiene ni pizca de gracia, pero es sintomático. Llegando a casa vi otro cartel: Se dan clases particulares. Me acordé de otro dirigente, pero a estas alturas del curso, es imposible que apruebe en junio.

Vuelve, cari

Por el respeto que les tengo, pero he estado a un tris de no escribir esta columna. Total, ¿para qué? En pleno resacón futbolero -a los hinchas del viaje relámpago a Bucarest les deben de doler hasta las pestañas- me pregunto si hay vida después del partido. Y si es así, si en concreto hay alguien al otro lado de este post. No me mientan por compasión. Entenderé que hayan sido abducidos por las noticias rojiblancas. Tal es así que con su permiso -el suyo, querido lector incombustible, y el de mis incondicionales padres- voy a aprovechar estas líneas para hacer un llamamiento personal: Vuelve, cari. Se lo digo al padre de mis criaturas, que el miércoles se fue a ver el encuentro en las pantallas gigantes de San Mamés y está desaparecido en combate.

Teniendo en cuenta que lo más tarde que ha llegado a casa en los últimos años fue un día que se quedó a ver con los niños los fuegos artificiales, estoy empezando a preocuparme. Más que nada porque se despidió diciendo que si ganaba el Athletic, iba a hacer el Camino de Santiago en goitibehera y si perdía, con más razón, para suplicar que ganara la otra final. Y este es capaz.

En el 84 ya se tiró cuesta abajo y sin frenos desde la Basílica de Begoña y no vean qué pedazo de cicatriz. De lado a lado del cráneo. Pena que no se abra, cual cremallera, para reiniciarle el seso. En su último sms, previo al partido, decía que había alquilado un banana boat para surcar la Ría detrás de la gabarra. Vuelve, cari, y llama a tu madre, que quiere saber si vas a ir a comer el domingo.

Patas de gallo

Menos mal que no soy famosa, porque tiene que dar mucha pereza tener que alisarse, además de la melena, las patas de gallo. Total, para que luego te pillen en un renuncio y termines encabezando el ranking de las diez celebrities con más pellejo colgando del antebrazo. Porque la cara se estira, pero las manos las delatan. Tanto que a veces parece que se han trasplantado los pliegues de una septuagenaria. Además, internet lo ve todo y alberga infinitos listados: famosas antes y después de operarse, de maquillarse, de engordar… Hasta hay un ranking de pilladas sin bragas. Que la cosa está chunga, pero se me ocurren maneras más dignas de ahorrar.

Como decía, qué suerte ser anónima para poder envejecer a gusto, sin necesidad de tunearse las tetas o asalchicharse los labios. Porque hay retoques que causan estragos. El otro día vi a Ana Torroja en la tele y se daba un aire a Sylvester Stallone. Si se planta en mi fiesta con esa jeta, me da algo. De seguir así, va a conseguir que Millán, cuando la imitaba en Martes y Trece, se parezca más a la original.

Ahora que ya han regulado los transgénicos, podrían sacar una normativa para que las recauchutadas adviertan en sus currículos de que contienen aditivos y conservantes. Más que nada para hacer un plan de prevención de riesgos laborales, por si algún día les explota algo. Y por aquello de predicar con el ejemplo, columnistas del mundo, a ver si nos animamos y vamos renovando las fotos, que algunos mantienen el retrato de cuando eran becari@s.

Vivir en el curro

Se les ha ocurrido a algunos empresarios -me imagino que después de organizar un think tank con dueños de fábricas clandestinas de chinos– que para salir de la crisis tenemos que currar más horas. No se sabe si diurnas o nocturnas, porque los padres de niños pequeños somos capaces de trabajar incluso dormidos. Tampoco han concretado si la jornada se extenderá tanto que no compensará regresar a casa. Si fuera así, podrían facilitarnos sillas de oficina abatibles, con opción a sonda, para poder echar una cabezadita y orinar sin necesidad de abandonar el puesto. A priori puede resultar claustrofóbico, pero más apretadas están las gallinas y no dicen ni pío. Tampoco estaría de más que nos proporcionaran trajes-pijama reversibles, de ejecutivo por fuera y franela por dentro.

Vivir en el trabajo, además de solucionar la papeleta a algún desahuciado, reduciría el número de divorcios por falta de tiempo para discutir. Aunque siempre se podría cortar por Twitter: «Que he pensado que te den. Y que bajes la basura». Yo, sin ir más lejos, me he adelantado a los acontecimientos y le he anunciado al padre de mis criaturas un Expediente de Regulación de Esposo, por lo que pasaremos a vernos solo los fines de semana, como cuando éramos jóvenes y descerebrados. Él se queda la cría y la tortuga. Yo, el lactante y el ficus. Si pudiera meter la minicuna y el tiesto en el despacho del superjefe, pelín infrautilizado, sería perfecto. Esto nos pasa por encomendarnos a San José Obrero. Con lo mal que está la construcción…

Basurto resort

Será fruto del aburrimiento, pero cada vez que echo raíces como acompañante en Urgencias me da por hacer paralelismos entre ir de vacaciones e ingresar en un hospital. Para empezar, en ambos casos puede haber overbooking y la cara de pasmao que se te queda es la misma cuando te dicen que no tienes asiento en el avión o cama en planta. El equipaje de mano, al igual que en el aeropuerto, debe ser de tamaño reducido, porque los armarios de las habitaciones de Basurto, con todos mis respetos, son más bien escoberos. Como te pille la apendicitis en invierno y tengas que meter un abrigo, date por perdido: no te quedará hueco ni para el neceser. Quizás tendría éxito, ahora que hay que reinventarse con la crisis, un negocio de envasado de pijamas, camisones y batines al vacío. Todo es ponerse.

Una vez que eres admitido, te plantan la pulserita del todo incluido y ya puedes comerte unas lentejas, meterte un chute de oxígeno o hacerte una ecografía que todo te sale gratis total. En cuanto a la vestimenta, no te dan albornoces como en los cinco estrellas, pero sí unos camisones muy cucos con ventilación trasera. La pena es que no puedas colgar de la manilla el cartelito de No molestar y que con el trasiego que hay por las mañanas no hay quien pegue ojo a gusto. Es como un servicio de habitaciones fragmentado hasta el infinito. Una persona se lleva la jarra de agua, otra friega el suelo, otra te pone el termómetro, otra te trae un café, otra el azucarillo… Lo bueno es que conoces gente. Y siempre hace calor.