Diógenes en bandolera

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UNA empieza a sospechar que ha llegado el momento de vaciar el bolso cuando se lo pasa a su pareja y este, al colgárselo del hombro, se inclina como la Torre de Pisa: “¿Pero qué demonios llevas aquí?”. “Cosas”, contestas, porque tampoco es cuestión de hacer un inventario. Testaruda, confirmas que el desescombro urge cuando te ves reflejada en un escaparate encorvada como el jorobado de El Jovencito Frankestein. Podrías enderezarte llevando en la otra mano una pesa de las que usan en el deporte rural o al crío a rastras en una de sus pataletas, pero lo descartas por salud mental. Así que no te queda otra que volcar el contenido y que sea lo que Dios quiera. Asomada al bolso sin fondo con una linterna frontal, localizas pegado en el subsuelo un caramelo de UCD -es lo que tienen las excavaciones tipo Atapuerca-, un duro y un paraguas que diste por perdido en los 80. En el siguiente estrato documentas unos apuntes de la Uni, una palmera fosilizada y una entrada de los cines Ideales. En la capa más superficial, medio bocadillo de Nocilla, una peonza, una grabadora con un kleenex sospechosamente adherido y una cartera, de 300 gramos en canal, a punto de vomitar tarjetas de fidelización de comercios. Entonces llega él con las manos en los bolsillos y saca un tarjetero extraplano con el carné de identidad y el de conducir, la tarjeta de crédito y la de Osakidetza y piensas que, de existir, lo tuyo es un claro caso de síndrome de Diógenes en bandolera.

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¿Seguro que maquillarse no es un trabajo?

SE levanta y se mete en la ducha. Se rasca el cuerpo con una esponja exfoliante. Se arranca el vello de piernas, ingles, axilas, cejas y labio superior. Se jabona y se hidrata con loción corporal. Se echa champú, mascarilla nutritiva y crema desenredante. Se alisa el pelo con el secador, se riza mechones alternos con la plancha y finalmente se despeina para conseguir un look casual. Se pone un sujetador que le comprime el pecho, unas bragas que le alzan las nalgas y unos pantis que le oprimen la barriga. 20152410174402

Se enfunda en un vestido que se adhiere como una segunda piel acentuando su kilo de más y su sentimiento de culpa. Se pone un abrigo muy mono con el que se pela de frío y un pañuelo ideal aunque pica. Busca pendientes, pulsera y collar conjuntados con las gafas, que no sean muy jipis ni muy serios. Vacía el bolso y traspasa el contenido a otro de la misma gama cromática que los complementos. No encuentra unos zapatos cómodos que peguen, así que se pone unos incómodos con un taconazo de dejarse los piños en un traspiés.

Antes se coloca pegatinas antirrozaduras y almohadillas antijuanetes. Subida a los zancos, se hace un selfi y le pide el visto bueno a su bloguera de cabecera. En lo que tarda en aplicarse maquillaje, antiojeras, polvo antibrillos, colorete, raya y sombra de ojos… su pareja se levanta, se ducha, se viste, desayuna, se va a la oficina y entonces, solo entonces, empieza a trabajar.

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El fin del bicorderismo

cena nochebuenaforgesDE toda la vida de Dios en las fiestas navideñas se ha comido carne o pescado en tu casa o en la mía, pero agárrense los machos porque, entre los resultados de las elecciones y los txakolis de Santo Tomás, algunos se han venido arriba. Talo con chorizo en alto, más de uno pronosticaba ayer el fin del bicorderismo y la necesidad de someter a escrutinio los menús de Nochebuena y Navidad para hacer valer la voluntad de los comensales. Hubo quienes se aferraron al tradicional cochinillo como a un salvavidas y un poco más y se ahogan y quienes sudaron la gota gorda para intentar retener a un besugo que se les escapaba de las manos. Otros, en cambio, se pusieron morados a porciones de quesito. La peña quería cambiar de platos, lo ha expresado en las urnas y ahora pretende trasladarlo al mantel. Al noviete de mi sobrina, la jipi, que piensa adosarse por primera vez a las celebraciones en su calidad de archivo adjunto, se le ha ido literalmente la olla. Dice que es “ineludible e inaplazable” garantizar por ley una renta de garantía de langostinos, así como un hueco digno para sestear en el sofá tras la papeada. Se le ha subido el afán justiciero por las rastas hasta tal punto que reclama reformar los estatutos familiares para que su opinión tenga el mismo valor que la nuestra, que llevamos años fichando. Los entremeses pintan duros de roer. Esperemos alcanzar un pacto antes de que nos den las uvas.

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Muñecos de trapo

LA campaña está causando estragos. Catálogo de juguetes en mano, me he sorprendido pensando si no tendría éxito un kit de debate de la señorita Pepis para dos o cuatro jugadores. O un tragabolas electorales, con cuatro ciudadanos boquiabiertos, en vez de hipopótamos, dispuestos a comulgar con ruedas de molino culo en pompa. He vuelto en mí al ver las Nancys. Llámenme gore, pero añoro aquellas tardes en las que rodaban sus cabezas por la moqueta. Entonces las muñecas no se tiraban por una simple decapitación. Si perdían la sesera, se volvía a sujetar con una goma al muelle y tira millas. Una vez desmochadas e injertadas, peinarlas sin volverte a quedar con el tronco, a modo de antorcha, en la mano era todo un reto. Las había dislocadas, con collarín de esparadrapo, mancas, cojas y tuertas, con el pelo trasquilado y la cara tatuada con rotulador. En los hogares más modestos solo se tiraban cuando estaban completamente descuartizadas. En otros se conservaban expuestas dentro de sus cajas como el primer día para que no se estropearan. Como si tuviera algún sentido mostrar a un niño o niña una muñeca y no dejarle tocarla. Hoy apenas nadie las repara. Tampoco les da tiempo a romperse porque, antes de siquiera despeinarse, ya son reemplazadas. Cosas del consumismo, del absurdo de sepultar en regalos a quienes nadan en la abundancia, mientras otros se ahogan como muñecos de trapo en el mar.

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Conciliar y seguir vivo

UN juez ha reconocido el derecho de un padre a flexibilizar su horario de entrada para llevar a la guardería a su hijo. Eso va a ser eso tan raro que llaman concinosequé. A ver qué dice la Real Academia de la Lengua… Conciliar: hacer compatibles dos o más cosas. No aclara si se refiere a compaginar, por ejemplo, una nómina de diputado con un sobresueldo o

dos trabajos de birria para llegar a fin de mes. Me temo que muchos nos sentiríamos más identificados si añadieran la coletilla Y no morir en el intento. Porque conciliar, en la práctica, es cubrirse las ojeras con esmalte color vainilla para exteriores para no asustar a los clientes cuando enlazas tos con pesadillas. O llamar a tus padres para que lleven al crío al pediatra porque te han puesto una reunión a las cinco, quizás para que otro concilie la siesta con su jornada laboral. Es comerte un pincho frío para llegar antes de que acabe la función navideña del colegio. Es salir de la oficina y pasar cinco horas con tu madre en el hospital. Es trabajar a turnos y coincidir con tu pareja solo en el descansillo. Es tener que contratar a una persona para que lleve a la niña al autobús porque no te dejan llegar media hora más tarde a trabajar. Habrá que ver si eres tan imprescindible cuando vayan a recortar personal. Es guardar días de vacaciones para cubrir los virus y las fiestas escolares. Es que la cuidadora te cuente, mientras metes horas extras, la vida de tus hijos por WhatsApp.

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