Revisión de la caldera, que no de la cadera, pese a lo que pudiera parecer por el precio. Llega un tipo –perdón, un técnico inspector reparador–, se te cuela hasta la cocina, se oye un clink–clonk, un «¡Señoraaaaa!» y, aunque miras para otro lado sin darte por aludida mientras maldices la crema antiedad, te pega un toquecito en el hombro y aprovecha que te giras para cascarte una factura de ciento y pico euros. En un ejercicio de fe, similar al que haces cuando llevas el coche al taller o el ordenador a un local informático, largas la pasta dándola por bien empleada. Todo sea por no estallar por los aires, te consuelas. Porque no fallen los frenos y te empotres contra una farola, te autoconvences. Por poder seguir jugando al Candy Crush, chateando con tu hija ingeniera exiliada en Alemania o haciendo la compra por internet. Aunque esos pagos hieren en lo más profundo del monedero, al menos les encuentra uno justificación. No como otros, pongamos por caso esa porción de los impuestos que se embolsan ciertos representantes públicos de función desconocida. Mención especial merece, en este apartado, el pedacito de sueldo que todo hijo de vecino apoquina al presidente del Gobierno español por ese «gran liderazgo» que solo Obama, sin duda obnubilado por la biografía de Vasco Núñez de Balboa, es capaz de ver. Si tanto talento cree que tiene, se lo podría quedar de becario. Nosotros se lo enviamos con todos los gastos pagados, pero sin ‘v’ de vuelta.
Que se vayan a tomar por donde dice Extremoduro
Lo mismo que en un capítulo de Bob Esponja celebran el Día de los tontos –ahí lo dejo como idea para sustituir al festivo made in López-, anteayer me dispuse a conmemorar, a falta de coach que me motive, el Día de la ingenua feliz. Así que me levanté de la cama y, tras el rutinario cambio de pañal del inconsciente, le solté al padre de las criaturas: «¡Qué suerte tenemos de vivir en una democracia!». Atragantado con el café, no sé muy bien si por el susto o de la risa, me señaló una foto de Juan Carlos, el rey de las camillas, en el iPad. «Vale que alguno ha sido puesto a dedo, pero… ¡Qué bien que los políticos defiendan nuestros intereses!», insistí. Sin poder recuperar el habla, con el rostro progresando gradualmente del blanco roto mañanero al bermellón, me mostró en la tableta que el PP ya tiene cien imputados por corrupción y subiendo solo en la comunidad valenciana. «Siempre nos quedarán los sindicatos», musité, en plan Humphrey Bogart, sin intención de darme tan fácilmente por vencida. Y el despiporre, teniendo en cuenta que los tabiques son de papel de fumar, fue total. Se oían hasta las carcajadas de los vecinos del primero. El padre de las criaturas, con la tez ya en tonos verdosos azulados, suplicaba que parara para recuperar el aliento, al tiempo que me enseñaba la noticia de los maletines de UGT. ¿Saben qué les digo? Que vivan el Banco de Alimentos y similares y que el resto se vayan todos a tomar por donde dice Extremoduro. Pero sin acritud, ¿eh?
Papa Frandisco y Kiko DJ
Más de uno está que lo flipa con los antecedentes papales. Ahora resulta que Francisco, además de limpiar suelos en una floristería y currar en un laboratorio químico, fue portero de discoteca. En plan San Pedro, pero sustituyendo las llaves del cielo por las de kárate. Me pregunto qué les decía a los borrachos al desalojarlos del local: ¿»Podéis ir en paz» o «Si no os vais en paz, voy a empezar a repartir obleas como panes»? ¿Regalaba también estampitas o era él quien estampaba? ¿Se atrevía a decir eso de «los últimos serán los primeros» frente a la cola? ¿Hacía sus pinitos en la mesa de mezclas con los grandes hits de los monjes benedictinos?
Para recordar viejos tiempos, podría venirse en enero a Elgoibar a pinchar unos discos con su tocayo, Kiko Rivera, quien, dadas las fechas, si quiere conectar con el público euskaldun, debería versionar su Quítate el top con algo así como Quítate el forro polar, el buff y la camiseta térmica. Quizás esta extraña pareja haciendo bolos consiguiera incrementar algo el menguante porcentaje de jóvenes católicos. Ahora, eso sí, no valdría contar como adeptos a la causa a los que están en coma etílico. No vaya a pasar como con ese ciudadano polaco al que le dieron la extrema unción mientras estaba inconsciente en un hospital. El tipo, ateo, ha denunciado al centro. No me extraña. Abres un ojo y ves que ya te han dado pasaporte para el más allá. Si me da un soponcio, no se molesten, señores curas. Llegado el caso, en el juicio final ya pediré un abogado de oficio.
Mucha policía, poca diversión
Qué quieren que les diga. Ha sido echar un vistazo a la Ley de Seguridad Ciudadana que perpetra el Ministerio del Interior y ser poseída de la misma por el espíritu de Eskorbuto. Es lo que tiene madurar al ritmo de Mucha policía, poca diversión, entre algarada y algarada callejera. Que marca. Así que aquí me tienen, preparando el colacao a los críos y tarareando, en plan niña de El Exorcista: «¿Quién tiene el dinero? ¿Quién? ¿Quién tiene el poder? ¿Quién tiene el futuro? ¿Quién? ¿Quién lleva la ley?». Se lo preguntaba a mediados de los ochenta la mítica banda y bien podría contestarles ahora el Gobierno de Rajoy, vistas las nuevas infracciones que se ha sacado de la manga y que en la práctica suponen que uno se podrá manifestar, pero lejos, bajito y con educación. Tipo merendola de los boy scouts.
Vamos, que si uno ve a un antidisturbios velando por el mantenimiento del orden público a porrazo limpio y se le escapa un joputa, ya puede ir pidiendo un crédito para apoquinar los 30.000 euros del ala que le pueden caer. Y que ni se le ocurra acudir a la protesta con una capucha, aunque sea invierno y se le pelen las orejas de frío. A ver si se entera el personal, de una vez por todas, de que hay que cruzar contenedores a cara descubierta, con el pelo engominado y corbata, como delinquen los corruptos. Tampoco vale grabar a los agentes, no vaya a ser que de pronto pilles a media docena pateando presuntamente hasta la muerte a un ciudadano. Como sigan alimentando a la bicha que llevamos dentro, algún día se va a liar parda.
Ver asesinatos en horario de oficina
Pónganse en situación. Están ustedes en una fiesta de Halloween, disfrazados, pongamos por caso, de cadáver político o de fantasma del paro y, de repente, ven arder a uno de los invitados. Tienen dos opciones: intentar apagar las llamas o quedarse de brazos cruzados. Y esto último es lo que hicieron los asistentes a la tétrica party celebrada en Los Ángeles: contemplar al sujeto en combustión, convencidos de que se trataba de una broma. Para cuando se percataron de que aquello no tenía ni pizca de gracia, ya era demasiado tarde. Yo lo flipo. Un hombre echa humo en sentido literal y a nadie se le ocurre enchufarle, por si las moscas, con el extintor. ¿Que luego se cabrea porque les has pifiado los efectos especiales? Pues le dices que hubiera pedido muerte.
Es como los vídeos de niños chinos que tienen cierta tendencia a quedarse atascados entre dos paredes. Uno se pregunta quién demonios capta impasible las imágenes. Porque tú te encuentras a un crío envasado al vacío entre dos tabiques y no te da -espero- por sacar el móvil para grabarle. La peña está inmunizada. Visiona vídeos de asesinatos en horario de oficina, después de echar un vistazo al tiempo y leerse la crónica del Athletic. Luego ve a un indigente tirado en la calle y no le da por comprobar si respira, no vaya a ser que le pida un cigarrillo. O escucha unos gritos en el piso de al lado y sube el volumen de la tele. Si eso, ya dejará una tarjetita en la urna de la iglesia cuando se tope con la esquela en el portal.


