¿Qué pinta el PP?

Les hablaba ayer aquí mismo del dilema del soberanismo catalán, y particularmente de ERC, compelida a elegir entre lo malo y lo peor o, como poco, entre dos opciones escasamente gratas. No son los republicanos, sin embargo, los únicos que tras las elecciones del domingo se han encontrado en una encrucijada de difícil salida. Miren, por ejemplo, al otro lado del espectro ideológico, la papeleta que tiene el Partido Popular.

Es verdad que a primera vista los 89 escaños —contando ya el de la propina de los caprichosos restos de Bizkaia que voló del zurrón jeltzale— parecen un resultado razonablemente satisfactorio. Implican, desde luego, una mejoría significativa (aunque tampoco para echar cohetes) respecto a la bofetada de abril y, junto al desguace autoinfligido de Ciudadanos, le sitúan con nitidez al frente de la oposición. Y ahí se acaba lo positivo, que es todo meramente ornamental.

Si nos fijamos en lo que importa, tenemos ahora mismo una formación a la que los números no le dan para nada. De saque, no suma ni de lejos para ser alternativa, y tras el pacto del insomnio superado entre Sánchez e Iglesias, ni siquiera le queda amagar con la Gran Coalición, aunque fuera en la versión light que les describí en estas líneas. Claro que la cuita mayor para Pablo Casado es la que le viene —¡Quién se lo iba a decir!— por su diestra. En dos vueltas de tuerca electoral, Vox ha pasado de molesto pero llevadero golondrino a tumor con todas las de la ley. Está en juego la hegemonía de la derecha española. El PP debe decidir si luchar por ella distanciándose de los Abascálidos o compitiendo en tosquedad. Témanse lo peor.

Un dilema soberano

¿Facilitar o no facilitar la investidura de un gobierno con Pedro Sánchez como presidente y Pablo Iglesias como vicepresidente? He ahí el dilema del soberanismo catalán que —dejémonos de bobadas— es quien tiene los votos necesarios, incluso en forma de abstención, para que el pacto de los Picapiedra pase del par de folios con la firma de los susodichos a la realidad. Fíjense que lo que tras el 28 de abril parecía empresa factible ahora se ha puesto muy cuesta arriba. Y no será porque no se advirtió hasta la náusea durante el flirteo impostado del verano de que tras la sentencia del Procés el asunto se tornaría endiablado.

Por si eso no hubiera sido suficiente por sí solo, el Sánchez de la campaña electoral prometiendo trullo para los convocantes de referendos o presumiendo de que a un chasquido de sus dedos la fiscalía traería a Puigdemont engrillado ha elevado el precio del trato. Como poco, cabría exigir que el aspirante a dejar de estar en funciones se retractara de sus bravatas. No parece que vaya a ocurrir y aunque así fuera, tampoco se puede asegurar que serviría de algo cuando llevamos cuatro semanas de bronca sin tregua en las calles.

Ahí es donde Esquerra tiene que tomar aire y andar con pies de plomo. Será muy complicado explicar a los que llevan en el costillar una buena colección de porrazos que se va a permitir un ejecutivo liderado por el que ordenó a los uniformados actuar sin miramientos. Ya hemos visto a Rufián tratado de traidor y abandonando con la testuz gacha una movilización a la que acudió pensando que lo pasearían a hombros. No va a ser nada sencillo escoger entre lo malo y lo peor.

Que pidan perdón

Me van a permitir que yo me alegre mañana o pasado. No dudo de que habrá motivo para el alborozo, pero en el primer bote está la bilis hirviente por la colosal tomadura de pelo de la que hemos sido víctimas. Y ojalá fuera solo eso, la sensación de haber sido tratados una vez más como puñeteros secundarios de esta película de serie Z. Más graves son las consecuencias. Seis meses tirados a la basura, un pastizal gastado y otro mayor dejado de ganar por culpa de la provisionalidad, la paralización de mil y una cuestiones urgentes y, como remate que habremos de pagar muy caro, la caspa ultramontana convertida en tercera fuerza en el Congreso de los Diputados.

Todo, como precio a no sé qué supuesta imposibilidad para llegar exactamente al acuerdo que hemos visto cerrar en menos de una jornada. De pronto, Sánchez, que decía que no dormiría tranquilo con Iglesias en su gobierno, mete al líder de Unidas Podemos en su cama y hasta se abraza con él como si fuera un osito de peluche. Una broma pesadísima de quienes se pueden permitir gastárselas así a la ciudadanía que los ha colocado donde están. Ellos son Tarzán y nosotros, Chita. Mucho ojo con quejarnos, porque la alternativa puede ser peor: otro bloqueo y terceras elecciones. Para chulos, sus pirulos.

“No es tiempo para reproches”, dice el probable vicepresidente que acaba de descubrir que los cielos no se toman al asalto sino que se llega a ellos por los caprichos de asesores políticos sin medio escrúpulo. Insisto en que será para bien si es que la suma acaba consumándose —yo todavía no lo tengo tan claro—, pero el mensaje es tremebundo. No les importamos un carajo.

Hasta nunca, Rivera

Miren por dónde, a los vascos jamás nos tocó el Cuponazo, pero sí nos acaba de caer un pellizco del sorteo del Once del Once de la ONCE en forma de dimisión del que inventó y difundió la maledicencia. Qué inspirador, por cierto, que el figurín figurón haya hincado la rodilla el día de San Martín, confirmando literalmente el refrán que ustedes saben, oink. “Albert Rivera abandona la política”, cuentan con tanta generosidad como falta de tino los titulares. De eso nada. Es la política la que abandona a Albert Rivera de una patada en el tafanario como no se recordaba en estos lares desde la desintegración de UCD.

No deja de tener su mérito, es decir, su demérito, el julijustri naranja, que en apenas seis meses se ha fundido 47 escaños de vellón. No me digan que no es la personificación del legendario Abundio, aquel que se echó una carrera a sí mismo y quedó el segundo. Como decía ayer en Euskadi Hoy de Onda Vasca el politólogo Rafa Leonisio, su caso de autodestrucción pertinaz y obtusa se estudiará en las facultades del ramo. Añado yo que en la misma unidad didáctica debe citarse a otros célebres ególatras inmolados en su propio jugo como Rosa de Sodupe y sus Maneirachis.

Casi es para concebir esperanzas de que en no muchas vueltas del calendario le aguarde una suerte similar al ahora exultante y siempre insultante Santiago Abascal. Tome nota el amurriotarra cid de pacotilla: cuanto más arriba se llega, más dura es la caída. Y para compensar otros sinsabores, no es la primera ni la segunda vez que la justicia poética nos depara el gustazo de ver morder el polvo a tipos que han hecho del odio su modo de vida.

Votar con rabia

Hoy habrá quienes depositen la papeleta en la urna y quienes la evacuen. Más nos vale que los primeros sean infinitamente más que los segundos. Es verdad, en todo caso, que lo que ocurra al final del recuento será el resultado de la voluntad de las personas que hayan votado. Lo anoto para que no cedamos a la tentación de calificar como ignorante al mismo pueblo que trataríamos como sabio si el reparto de escaños saliera a nuestro gusto. Como dicen esos guasaps que han circulado estos días, la manifestación contra el fascismo es entre las 9 y las 20 horas del domingo en los colegios electorales y no el lunes por la tarde frente a los ayuntamientos.

A partir de ahí, también creo que antes de ejercer el derecho a voto, merece la pena no perder de vista cómo hemos llegado a esta jornada. De entrada, ustedes y yo sabemos que esta enésima fiesta de la democracia desvaída no ha sido en absoluto necesaria. Fue aritmética y políticamente posible haber evitado la repetición. Su convocatoria obedeció a un grosero cálculo sumado a algo en lo que casi no hemos reparado: la prolongación de las noches dormidas en el famoso colchón de La Moncloa.

Manda muchos bemoles que, llegado el momento de hacer el bis electoral, casi lo mejor a lo que podemos aspirar sea a que el escrutinio depare lo mismo que el 28 de abril. Ese sería el mal menor frente a la otra suma que nos hace temblar las rodillas. Ojalá lo único que tengamos que lamentar sea la certificación de que para este viaje no hacían falta semejantes alforjas. Pero solo pensar que existe el riesgo de revolcón azul verdoso o verde azulado a mi me hará votar con mucha rabia.

Pánico a Vox

Cuando se anunció la repetición de las elecciones generales, muchos pensamos que lo único bueno de la vuelta a las urnas era el previsible trompazo de Ciudadanos y la bajada de humos de Vox. En lo primero, salvo sorpresa morrocotuda, parece que vamos a andar atinados; ojalá. Lo segundo, sin embargo, tiene toda la pinta de que no va a ser así. Aunque me cuesta creer —quizá es solo que no quiero hacerlo— que los neotrogloditas vayan a acercarse a la sesentena de escaños que les vaticinan algunas encuestas, no me sorprendería que tras el 10-N nos los encontremos como tercera fuerza en el Congreso de los Diputados. Bien es cierto que podemos aferrarnos al recuerdo del 28 de abril, cuando las predicciones fatídicas de hasta 40 asientos se quedaron en 24 reales, que siguen siendo un congo, pero asustan menos.

Ocurra lo que ocurra, merece la pena gastar unas neuronas discurriendo por qué los abascálidos han remontado lo que la intuición y la lógica señalaban. En el primer bote, habrá que mirar a quienes los han vuelto a poner en el centro de los focos porque necesitan un monstruo peludo que acongoje otra vez al personal hastiado y asqueado que barrunta pasar de acercarse al colegio electoral el domingo. Y si somos intelectualmente honrados, por repugnancia y miedo que nos provoquen los ultramontanos, habrá que reconocer que la parte de la campaña que no les regalan los demás la han ejecutado con gran habilidad. Sus mensajes son directos y eficaces. Lo inquietante es que esos lemas a quemarropa no han salido de un grupo de luminarias de la comunicación política. Se han tomado directamente de la calle. Ojo con eso.

Gran coalición light

Desde el primer acto de esta campaña express interminable, Pedro Sánchez anda prometiendo desayuno, comida, merienda y cena que no habrá Gran coalición. Para los que andamos bien de fósforo y estamos avecindados en la demarcación autonómica vasca, es imposible que no nos acuda a la mente el recuerdo de Patxi López hace diez años y pico jurando (o sea, perjurando) que no pactaría con el PP.

Y bien, tampoco exageremos. Aunque en la política lo hemos visto ya casi todo, en el instante actual resulta altamente improbable que se acabe consumando un gobierno formado a pachas o semipachas por las dos siglas que siguen siendo puntales del bipartidismo. De saque, porque ni a ferracenses ni a genoveses les conviene una coyunda pública de semejante envergadura. Pero es que, además, seguramente no va a ser necesario embarcarse en la aventura de compartir gabinete. Bastaría con una abstención patriótica que evitara un nuevo bloqueo.

Quizá es que nos estamos volviendo todos conspiranoicos, pero esa eventualidad explicaría la repetición electoral como el paso imprescindible para crear el contexto en que pudiera resultar entendible un acuerdo que se vendería en nombre del bien común, la responsabilidad y blablablá. El PP de un Casado al que todavía le falta medio hervor para aspirar a dormir en La Moncloa ganaría puntos por su sentido del Estado y, a poco hábil que estuviera, se aseguraría atar por los pelendegues al PSOE en el correspondiente contrato prenupcial. Claro que, conociendo al gurú de cabecera de Sánchez, tampoco es descartable que todo sea una pantomima para terminar haciendo hincar la rodilla a Pablo Iglesias.