Sostiene Denis Itxaso

Miren que uno lo ha escuchado casi todo en labios de la mediocre fauna política que padecemos. Y aun así, no pude evitar que me invadiera una mezcla de incredulidad, escándalo e indignación ante las palabras del delegado del Gobierno español en la CAV sobre la obcecación de Moncloa en sepultar en el olvido el Caso Zabalza. Sin medio temblor de voz, Denis Itxaso escupió dos demasías consecutivas que no sé si lo inhabilitan para el desempeño de su puesto, pero que, desde luego, muestran una falta de escrúpulos que, francamente, yo jamás habría esperado.

Sostiene Itxaso —primera de las bajezas— que no hay pruebas nuevas para que se reabra el sumario judicial. Según él, los bárbaros audios en que se certifica su muerte en la sala de tortura no aportan nada que no se supiera. Claro que peor fue una afirmación —segunda infamia— que contenía una velada denuncia. “La pelota sigue estando en el tejado del PNV”, porfió el militante del partido que gobernaba cuando Zabalza fue asesinado y arrojado al Bidasoa. Varios de los miembros de aquel Ejecutivo de Felipe González fueron condenados por atrocidades parecidas al caso que se pretende enterrar. Desconozco si técnicamente es posible, pero Itxaso debería comparecer en el Cogreso para explicar exactamente qué clave tiene el PNV para esclarecer el Caso Zabalza.

Cogobernanza o así

Mi animal mitológico favorito es la cogobernanza. Más concretamente, al estilo Pedro Sánchez y en enunciado de su alucinógena vicepresidenta primera (si no me lío con el orden del camarote monclovita), Carmen Calvo. La cosa se viene a resumir en la martingala para timar a pardillos que empleaba un jeta de mi barrio: cara, gano yo; cruz, pierdes, tú. O, aplicado a la gestión de la pandemia, que es el caso que nos ocupa, el Ejecutivo central dicta las normas y las comunidades las acatan, las ejecutan y, por supuesto, se comen los marrones que acarreen, que son un quintal. Vamos, que todo lo que salga mal o disguste a los ciudadanos es culpa de los gobiernos locales. Los éxitos, faltaría más, se atribuyen automáticamente a la fastuosa labor del pastor central.

Semejante principio (o sea, falta de principios) está tan rodado, que hasta ha dejado de ser necesario el estado de alarma. Dice Calvo que en el momento en que el decreto caduque, allá por el 9 de mayo, “se podrían utilizar acciones coordinadas de todas las comunidades cuando se estimen necesarias y que tendrían que ser cumplidas por todos obligatoriamente”. Lo de “acciones coordinadas”, como bien sabemos porque seguimos sufriéndolas, es el viejo artículo 33. Madrid ordena y manda y la periferia obedece, pero eso sí, todo de muy buen rollito.

Desmemoriados vocacionales

Con toda la razón del mundo, llevamos agarrados dos o tres cabreos siderales con el ministro Grande-Marlaska y sus ganas de echar pelillos a la mar en el caso de Mikel Zabalza. Que bueno, que sí, que qué pena, pero que en un Estado de Derecho hay que confiar en las instituciones y no buscar el rédito político de unos hechos desgraciados, viene a decir el juez en excedencia para encorajinarnos más. No es muy diferente de la respuesta de manual del PP cuando se le pide que reprueben los crímenes del franquismo y el postfranquismo, da igual los paseíllos con empujón a fosa común que los asesinatos del 3 de marzo en Gasteiz. Inevitablemente, la reacción es torcer el morro y acusar a quien le insta a algo tan básico de guerracivilismo, de negarse a cerrar heridas y, cómo no, de búsqueda de rédito político.

Y miren por dónde, que exactamente ese es el comodín que emplea EH Bildu para anunciar que votará en contra de las mociones que PNV y PSE presentarán en los ayuntamientos vascos para pedir que se evite recibir como héroes a asesinos o cómplices de asesinatos. Que esa es la agenda de Vox y del PP, sostienen quienes ya nos dijeron que matar estaba bien o mal según el relato. Félix González, sustituto de Miren Larrion en el ayuntamiento de Gasteiz se estrenará mañana defendiendo eso. Curioso.

Semana Santa alemana

En Alemania, un país donde el personal se mete al sobre a las ocho de la tarde, la canciller, Angela Merkel, compareció ayer a las tres de la madrugada. No fue un capricho ni una excentricidad. Tenía un buen motivo. Después de once horas de reunión con los responsables de los estados federados, era urgente anunciar la dura decisión que se había tomado. Frenazo en seco a la tenue desescalada empezada hace apenas catorce días y confinamiento severo durante toda la Semana Santa. Hablamos, ojo, de paralizar totalmente el país, con la única excepción de las tiendas de alimentación, que podrán abrir exclusivamente el sábado, 3 de abril. Obviamente, como ocurre desde noviembre, se mantienen abajo las persianas de la hostelería, los cines, los teatros, los museos y los gimnasios. Por añadidura, todos los viajeros, incluidos los propios alemanes que regresen, deberán acreditar una PCR negativa.

Ahora es cuando les cuento, por si se lo estaban preguntando, que estas medidas se toman con una incidencia acumulada de 108 casos por cada 100.000 habitantes en siete días. Ni en Euskal Herria ni en el conjunto del Estado estamos muy lejos de esos números. Recuerden las imágenes del reciente puente de San José y decidan si es lógico o no que vuelvan a darse, corregidas y aumentadas, en la inminente Semana Santa.

AstraZeneca: incomprensible

Se diría que las autoridades sanitarias españolas han renunciando a la batalla de la comunicación. Lo que no tengo claro es si el motivo es que la dan por perdida o, directamente, que no les parece importante gastar tiempo informando a la ciudadanía de algo que es difícil de explicar. Y así, han optado por imponernos sus decisiones como en tiempos se hacía con el ricino, es decir, por las bravas. Y sin entrar en las ilógicas restricciones actuales —comunidades cerradas y fronteras abiertas para que los turistas exteriores tengan vía libre— el penúltimo episodio más representativo de lo que hablo es lo ocurrido con la vacuna de Astrazeneca.

Para empezar, se frena en seco la inoculación sin dejar claros los motivos; ni siquiera los expertos habituales eran capaces de entenderlos. Luego, cuando la Agencia Europea del Medicamento dice que no hay causa para el exceso de celo, en lugar de reanudar los pinchazos inmediatamente, se espera hasta mañana. Y lo último es que ahora resulta que esa vacuna sobre la que había tantas dudas es también efectiva para la franja de edad entre los 55 y los 65 años. Seguramente, habrá razones basadas en la ciencia que amparen todas y cada una de las decisiones. Sin embargo, es muy complicado que el común de los mortales no sienta que algo que no se le cuenta.

El final de Ciudadanos

Ciudadanos ha entrado en fase terminal. Hay algo casi impúdico en su descomposición transmitida en riguroso directo. Cada poco, una deserción acompañada de palabras agrias. Son muy ilustrativos esos saltos del barco envueltos en decepción y rencor. Quizá no en todos los casos, pero sí en muchos, tal circunstancia tiene explicación en el tipo de personalidad que debía acreditarse para llegar a ser alguien en el partido naranja. El ejemplo perfecto es Toni Cantó, danzante de sigla a sigla que siempre era el más enfervorecido militante en las maduras y el más crítico en las duras. Suele pasar con los ególatras, que era una condición también muy repetida entre las cabezas visibles del chiringuito, empezando por su fundador y hundidor, Albert Rivera, y siguiendo por otros narcisos de manual como Girauta, Arcadi Espada, De Quinto, Aguado… La lista es interminable.

La cuestión es que, cuando se termine de certificar su defunción, prácticamente nadie va a echar de menos a la que llegó a ser tercera fuerza en votos en España. Tal vez solo esa ingenua parte del electorado que creyó que era posible un espacio de centro. Una candidez a la altura de la miopía que implica no haber visto que, como sufrimos en Euskal Herria, Ciudadanos defendía un esencialismo ultraespañol de trazo grueso. No se pierde nada.

Buen morir, por fin

Por fin, la ley que ha de permitir el buen morir. Es motivo de celebración, lo sé, pero no puedo evitar pensar en lo tarde que llega para centenares de personas a las que se condenó a la extinción más indecorosa. No se lo perdono a alguna fuerza pretendidamente progresista que, según le convino, provocó el retraso de una norma que no es más que un signo de humanidad entreverado de sentido común. Se retratan los que ladran que en adelante se podrá dar matarile a los viejos que molesten. Por un lado, son el ladrón —en este caso, el asesino— que piensa que todos son de su condición. Por otro, exhiben una crueldad de proporciones siderales. Se la bufa un kilo y medio que haya mujeres u hombres reducidos a la condición de vegetal en nombre de una superstición fanática que, en realidad, no es más que un barniz reaccionario.

Por lo demás, a ver si lo capta el ultramonte, no se trata de una imposición. Solo quienes lo hayan decidido libre y voluntariamente podrán acogerse a la ley. Y aun así, deberán pasar por numerosos filtros antes de que pueda llevarse a efecto su determinación. Si de algo peca esta ley —y no seré yo quien lo critique— es de garantismo. La vida es demasiado preciosa como para perderla por un mal momento, pero también como para vivirla por imperativo cuando simplemente ya no da más de sí.