¿Y una huelga indefinida?

Leo y releo el titular de la edición digital de una de las cabeceras en las que escribo: “Miles de personas piden un retorno seguro a las aulas en Euskadi”. Mi estupor no es menos que si se contara que el objeto de la movilización era la felicidad universal. Se diría que exactamente seis meses después del (tardío) Decreto de alarma que nos tuvo nueve semanas en casa y de 50.000 muertos en el Estado, hay quien sigue sin darse por enterado de la gravedad de la situación. Por más que a los eternos infantes que son algunos no les entre en la cabeza, absolutamente nadie está en condiciones de garantizar que el puñetero virus no hará presa en nosotros en un pupitre, en la caja del súper, en la barra del bar, en el andamio, en un estudio de radio o en la butaca de un cine.

Y sí, faltaría más, el derecho a la huelga es indiscutible… sobre todo, si se pertenece a un colectivo que puede permitírselo, pero una vez pasada la primera jornada, cabe preguntarse por el siguiente paso. Si ayer los centros educativos eran peligrosísimos focos de contagio, deduciremos que hoy lo siguen siendo. En pura lógica, procedería haber extendido los paros hasta tener la certeza de que ni nuestros churumbeles ni sus desasnadores van a pillar el bicho en cumplimiento del deber educativo. Ya puestos, ¿por qué no una huelga indefinida?

Diario de la segunda ola (4)

Menudo papelón, el del presidente Sánchez, el ministro Illa y el bienquerido e intocable doctor Simón. El lunes prometían a todo trapo que para diciembre llegarían a Hispanistán tres millones de dosis de la vacuna de Oxford, y ni 24 horas después, los responsables de la investigación anunciaban la suspensión temporal de los trabajos ante un serio contratiempo: uno de los voluntarios había desarrollado una grave enfermedad que los científicos no sabían explicar. En ese punto, los titulares de aluvión proclamaban con estruendo la catástrofe y los mismos todólogos que el día anterior celebraron con vítores en mil y una tertulias el anuncio de los temerarios mandarines españoles corrieron a pontificar el tremendo desastre.

Por fortuna, no tardaron en aparecer quienes de verdad distinguen una probeta de una pastilla de Starlux para contarnos que lo ocurrido no era ningún drama. De hecho, según añadían la mayoría de los auténticos expertos, lo que podía resultar mosqueante es que hasta la fecha todo pareciera ir tan maravillosamente bien. Lo habitual en este tipo de investigaciones es que el camino esté trufado de adversidades, cuya paciente resolución será la garantía del funcionamiento deseado del producto final. La lección es bien sencilla: sobran las prisas y las ganas de colgarse medallas.

Diario de la segunda ola (3)

Grandes retratos de la segunda ola. Mientras un disciplinado ejército de alevines avanzaba hacia sus pupitres-burbuja cumpliendo escrupulosamente con las medidas de prevención, sus progenitores contemplaban el espectáculo apiñados a la puerta del centro educativo en cuestión. Alguno, hasta cigarrillo en mano. Y mientras, los plumíferos agotábamos los tópicos sobre el incierto regreso, sabiendo en nuestro fuero interno que, casi como desde la irrupción del bicho allá por el pasado invierno, nuestras palabras pueden quedar desmentidas por los hechos medio minuto después de ser pronunciadas.

Lo único seguro es que no hay nada seguro. Otra cosa es que asumirlo provoque tal zozobra que salga a cuenta no darse por enterado. Total, la frágil memoria juega a favor de los contumaces anunciadores del fin del mundo. Como me sopló alguien por el pinganillo ayer, de haber hecho caso a ciertos doctores Tragacanto, en la demarcación autonómica ahora mismo estaríamos a las puertas de una campaña electoral. “¿Por qué en julio y no en septiembre?”, preguntaban con los ojos fuera de las órbitas. Pero casi mejor que ni se les ocurra recordárselo, porque aun les porfiaran, como hizo hace poco un aguerrido padre de la patria, que aquellos comicios son el origen de la situación actual. Le faltó tararear Amante bandido.

Diario de la segunda ola (2)

Asisto con una ceja enarcada y aprovisionado de quintales de resignación al (falso) debate sobre cómo debe ser la inminente vuelta a las aulas. Voy avisando de que los esfuerzos estériles conducen a la melancolía, o sea, a la frustración o, si conocemos el paño, al aumento de la bronca. Se adopte la solución que se adopte, será mala. Todos sabemos que acá, allá o acullá habrá uno, dos o quince contagios, y tendremos al ejército cuantopeormejorista echándose las manos a la cabeza y dirigiendo su ventajista dedo acusador a la autoridad correspondiente, ya se llame Urkullu, Chivite, Sánchez o Ayuso. Con suerte, se librará Torra; no son nadie los procesistas de salón haciéndose los orejas.

Desengañémonos: esta vez los que llevan no dando una en sus vaticinios apocalípticos (para esta hora no debería quedar vivo un currela del metal ni un votante del 12 de julio) tienen todos los boletos para que su siniestra profecía se autocumpla. Otra cosa es que sea en los pupitres donde se transmita el bicho. Si fuéramos una gota menos fariseos o pardillos, repararíamos en una realidad apabullante: desde el final del confinamiento, la chavalería anda por ahí en apiñado y despreocupado rebaño. ¿De qué sirve convertir en burbujas los centros educativos si el verdadero comportamiento de riesgo no va a cesar?

Diario de la segunda ola

¿Exagero al inaugurar esta nueva serie? Ojalá. Incluso me consta que técnicamente es discutible que estemos en una segunda oleada. Pero tengo muy fresco —demasiado— el recuerdo del estreno del primer diario del covid-19 (entonces solo se decía en masculino) el 11 de marzo de este mismo año. Se me tachó de alarmista, cenizo y apocalíptico. Cuatro días después decretaron el eterno confinamiento que pasamos mientras miles de nuestros congéneres iban muriendo casi literalmente como chinches y otros miles pasaban semanas infernales en la UCI de hospitales siempre al límite o más allá. Impotentes ante la sangría que amenazaba con llevársenos a nosotros o a cualquiera de los nuestros, conjurábamos el canguelo aplaudiendo desde la ventana a las ocho de la tarde y repitiendo como una letanía que todo saldría bien.

¿Lo hizo? Ciertamente, no. Ahí están el zarpazo al censo y el cataclismo económico que sigue sin ver fondo. Sin embargo, en mayo las tremebundas cifras sanitarias fueron dándose la vuelta y se nos ofreció la posibilidad de recuperar, siempre con mil y una limitaciones, algunas de nuestras rutinas anteriores al desembarco del virus. Todo lo que se nos pedía era un poco de juicio, una migaja de sentido común para administrar una libertad más condicionada que condicional. Aunque la posibilidad de que nos tocara la lotería maldita no era descartable del todo, las actividades más peligrosas (que no eran las que cacareaban los profetas de lance) estaban tasadas y medidas. Sabíamos qué debíamos evitar a toda costa. Y unos lo hicimos, pero otros, no sé cuántos, no. Así hemos llegado hasta aquí.

Contágiame, mi amor

Qué bulla más tonta, por favor. Que si son los jóvenes. Que si pues anda que los mayores. Que si también son las reuniones familiares y nadie dice nada. Por no hablar de los memos babeantes que, a estas puñeteras alturas, siguen dando la matraca con las elecciones, cuando, si algo acaba de demostrarse —¡joder, ya!— es que no pudo haber mejor momento para celebrarlas. Ya está bien de profecías autocumplidas y hechos alternativos (o sea, putas fake news). No hace falta estar en posesión de ningún máster en epidemiología avanzada para tener medio claro lo que está pasando en las últimas semanas.

Igual que con muchas de nuestras causas de muerte más habituales antes de la pandemia, como las enfermedades cardiovasculares o los accidentes de tráfico, volvemos a estar ante la opulencia y la pachorra como origen. Mal que les pese a los doctores Tragacanto de aluvión, aquí no hay asesina Confebask ni pérfido gobierno neoliberal que valga. Esto va de señoritos con derecho a voto de diferentes edades que se pasan por la sobaquera las recomendaciones más básicas para que el jodido bicho se dé un festín. Hace falta ser destalentado y tonto con enes infinitas para estabularse en un local cerrado a compartir fluidos a discreción. Claro que también les vale un rato a nuestras queridas autoridades por no impedirlo.

Derecho a contagiar

Un tipo que lleva la mascarilla a la altura de la generosa papada emite un horrendo sonido gutural, se arranca un gargajo del nueve largo, y lo estrella contra el pavimento. ¿Le digo algo? Qué va; no soy un policía de acera.

Unas horas más tarde, a la salida del súper, otro mengano se despoja de los guantes de plástico e, ignorando la inmensa papelera que hay junto a la puerta del establecimiento, deja que se los lleve la brisa. ¿Le digo algo? No; no soy un policía de acera.

Y lo mismo, con la individua que se baja el tapabocas para estornudar en medio del autobús, el gañán con la higiénica en el codo que va repartiendo su humo fétido por un paseo concurrido, el runner miserable que, no contento con ir a morro descubierto, no lleva camiseta y va esparciendo todo tipo de fluidos sobre los viandantes. No digamos ya con la cuadrillita de adolescentes que, sin cumplir ni media de las presuntas normas obligatorias, se pasan los cachis y los petas bien embadurnados de saliva mientras, para colmo, llenan de mierda el césped.

Uno de los aprendizajes más terribles de la pandemia es que para la flor y nata de la conciencia social más avanzada, esos que nos miran con suficiencia, estos comportamientos no solo no son insolidarios o directamente ruines, sino que resultan sanos ejercicios de libertad. Y chitón.