Tras el descarrilamiento de la negociación presupuestaria entre Gobierno vasco (más bien, PNV) y EH Bildu (más bien, Sortu), propongo dejar de llorar por la leche derramada y centrarnos en lo que debe importar ahora. Lo primero, desde luego, será encontrar el modo de que la mayor parte de lo buenísimo que ya se había aceptado en el tira y afloja no se vaya por el desagüe de la inevitable prórroga. Por más que en la aritmética política se pueda conseguir a veces que dos y dos sumen algo más de cuatro, a nadie se le escapa que va a ser muy complicado materializar todos los avances con el corsé del alargamiento de las cuentas de 2018. Pero intentarlo es más que una obligación, empezando, claro, por el complemento de las pensiones más bajas a través de la RGI.
Sin abandonar ese esfuerzo, y más allá de los humanamente comprensibles reproches, cabe empezar una reflexión general. Y no solo sobre los cómos y los porqués de lo ocurrido, sino respecto a lo que significa y lo que puede o debe implicar.
Mirando solo a los que se han sentido aliviados o, incluso, se han alegrado por el fracaso, ya tenemos tres cuartos de la conclusión. Acabamos de comprobar otra vez que las dos principales fuerzas soberanistas —¡olviden las culpas!— no han sido capaces de consensuar materias primarias del día a día de la ciudadanía a la que se deben. ¿De qué sirve, entonces, que haya un gran pacto en las cuestiones identitarias, como el suscrito sobre las bases del futuro estatuto, si cuando llegue el momento de pasar de las palabras a los hechos, o sea, cuando salgan las cosas literalmente de comer, volverá a ser imposible el acuerdo?