El enfado de los soberbios

Lo escribió ayer Daniel Innerarity en Twitter: “Cuanto peor sea tu opinión del adversario que te ha ganado más estúpida es tu derrota”. Poco tardaron en saltar como resortes decenas de individuos que se habían dado claramente por aludidos o, directamente, por ofendidos. Más modestamente, a este servidor le había ocurrido algo similar por anotar que no me parecía una gran estrategia tachar de fascistas e ignorantes a las personas cuyo voto se aspira a conseguir. La mayoría de las enfurruñadas respuestas deseaban los peores males a quienes habían optado por la papeleta del PP en las elecciones del martes. Estamos hablando, ojo, de uno de cada dos votantes madrileños.

Y por los mismos cerros rencorosos transitaban buena parte de las reacciones de los perdedores, que no salían del bucle del trumpismo, la campaña sucia orquestada por los poderes fácticos y, una vez más, la vomitona superiormente moral contra la plebe palurda que se deja engañar. “Los que ganan 900 euros y votan a la derecha no me parecen Einstein», llegó a aullar Juan Carlos Monedero, que se presenta (y cobra un pico por ello) como fino analista político. Ese es, por desgracia, el nivel intelectual de pozo séptico que quizá explique en parte el apoteósico triunfo de Díaz Ayuso y en el mismo viaje, el tortazo sideral de los soberbios.

Después del fiasco

Tras el descarrilamiento de la negociación presupuestaria entre Gobierno vasco (más bien, PNV) y EH Bildu (más bien, Sortu), propongo dejar de llorar por la leche derramada y centrarnos en lo que debe importar ahora. Lo primero, desde luego, será encontrar el modo de que la mayor parte de lo buenísimo que ya se había aceptado en el tira y afloja no se vaya por el desagüe de la inevitable prórroga. Por más que en la aritmética política se pueda conseguir a veces que dos y dos sumen algo más de cuatro, a nadie se le escapa que va a ser muy complicado materializar todos los avances con el corsé del alargamiento de las cuentas de 2018. Pero intentarlo es más que una obligación, empezando, claro, por el complemento de las pensiones más bajas a través de la RGI.

Sin abandonar ese esfuerzo, y más allá de los humanamente comprensibles reproches, cabe empezar una reflexión general. Y no solo sobre los cómos y los porqués de lo ocurrido, sino respecto a lo que significa y lo que puede o debe implicar.

Mirando solo a los que se han sentido aliviados o, incluso, se han alegrado por el fracaso, ya tenemos tres cuartos de la conclusión. Acabamos de comprobar otra vez que las dos principales fuerzas soberanistas —¡olviden las culpas!— no han sido capaces de consensuar materias primarias del día a día de la ciudadanía a la que se deben. ¿De qué sirve, entonces, que haya un gran pacto en las cuestiones identitarias, como el suscrito sobre las bases del futuro estatuto, si cuando llegue el momento de pasar de las palabras a los hechos, o sea, cuando salgan las cosas literalmente de comer, volverá a ser imposible el acuerdo?

Altsasu, una reflexión

Supongo que a estas alturas del psicodrama tenemos claro que Albert Rivera y sus siniestros acompañantes ultramontanos abandonaron Altsasu habiendo conseguido el objetivo que se trazaron cuando convocaron la marcha parda al ya para los restos lugar santo de la carcunda. Oigo entre el consuelo y el autoengaño que no fue para tanto, pues en las previsiones iniciales del figurín figurón y sus prosélitos se contemplaba una zapatiesta del nueve largo.

Allá quien se conforme con la teoría del mal menor y no quiera ver que, para los efectos mediáticos, que son los que cuentan, da lo mismo una señora batalla campal que un puñado de empujones, pancartas y gritos de docena y media de buscadores de gresca que se salieron de la consigna general de no caer en la brutal provocación. Si de una piedrecilla los heraldos madrileños —incluyendo algunos de lo más progre— hicieron una intifada, cómo no aprovechar las imágenes de actitudes objetivamente agresivas para que la profecía riveriana se autocumpliera. Lo que el editorial de Diario de Noticias de Navarra llamó atinadamente “patético akelarre ultra” fue apertura informativa el domingo y siguió alimentando ayer columnas, tertulias y declaraciones politiqueras de alto octanaje.

Y aquí es donde llamo a una mínima reflexión. Lo hago, desde luego, con plena conciencia de lo difícil que es contenerse frente al hostigamiento sin tregua que sufre la localidad desde los hechos de octubre de 2016. Pero precisamente por esa condición de eterno pimpampum, procedía, tal y como se decidió en la asamblea popular de la semana pasada, practicar el no aprecio como mayor de los desprecios.

13,02 %

Enternece el voluntarismo de ciertos titulares, incluidos los de casa, para edulcorar lo que de aquí a Lima es un fiasco. El 13,02 por ciento de participación media en la última tanda de consultas de Gure Esku Dago no debería empujarnos a refugiarnos en el autoengaño, sino propiciar un paso hacia la reflexión sincera. ¿Cómo es posible que en el punto máximo de ebullición de la cuestión catalana, con medio Govern en la cárcel y el otro medio en algo parecido al exilio, el empático pueblo vasco muestre una movilización tan escuálida?

Cabe la excusa de la meteorología adversa, que en realidad sería un tremendo retrato: si nos asustan unos chaparrones, qué será cuando lluevan porrazos y autos judiciales. También está la otra gran coartada, la que sostiene que como sabemos que no va en serio, no nos tomamos la molestia de ir a votar, pero que la cosa cambiará cuando sea con todas la de la ley.

Puede, en efecto, que el tiempo desapacible hiciera lo suyo y que saber que el valor de las papeletas no pasa de lo simbólico haya influido. Sin embargo, asumiendo el riesgo de ser pesado y de resultar incómodo, repito mi teoría: no hay temperatura social. Es más, desde la primera vez que lo escribí, hemos pasado de lo tibio a lo gélido. ¿Por qué? Pues entramos en terreno muy delicado, porque a los factores que ya estaban (desconfianza mutua y creciente entre los que deberían ser los principales aliados), se añade la arriba mentada realidad catalana, que opera exactamente a la inversa de como la intuición invitaría a creer. Por mucho que simpaticemos con la causa, no es, ni de lejos, el camino que queremos hacer.

32.000

Sí, 32.000 personas en la manifestación de apoyo al Procés catalán que discurrió el sábado pasado por algunas calles de Bilbao. Ojo, que es precio de amigo. Se trata de la cifra más alta de las aportadas por los diferentes medios. En realidad, la única concreta que se podía encontrar entre las informaciones sobre la marcha, en las que, en general, se optaba por el comodín “miles”.

¿Es mucho o es poco para una movilización respaldada expresamente, además de por un sinfín de organizaciones, por los dos partidos políticos más votados y los dos sindicatos ampliamente mayoritarios? Comprendo lo incómodo de la pregunta. O lo poco procedente, como no dejan de recriminarme los que sostienen que las verdades son una jodienda que hay que ignorar o, incluso, ocultar. Supongo que, como tantas veces, lo mejor es calzarse las anteojeras hasta el ombligo y compartir esa extraña felicidad que consiste en creer que las cosas son tal y como nos las imaginamos.

Me conocen lo suficiente para saber que, a estas alturas, ya no me va a dar por el autoengaño. Me consta que a buena parte de ustedes —a los que llegan a estas líneas con el trabuco cargado de casa los doy por perdidos— tampoco. Por eso les vuelvo a preguntar si 32.000 personas, incluso en un sábado de septiembre lluvioso, son muchas o pocas, cuando se supone que la convocatoria atendía a lo que siempre vamos contando que es uno de los anhelos principales de la sociedad vasca. ¡En pleno delirio rajoyano por requisar cartelería, registrar imprentas y medios de comunicación o amenazar con desbordar las cárceles! Sinceramente, no parecen demasiadas.

Educación y demagogia

Venga, sigamos con la Educación. No estaría mal, por cierto, que el súbito interés por debatir sobre el asunto que ha entrado en la demarcación autonómica tras el morrazo en PISA se extendiera a todos los días del año. Aunque estaría mejor aun que a la hora de abordar lo que debería ser una reflexión sosegada se dejaran en la puerta las simplezas ideológicas, los lemillas de a duro y, en definitiva, todo lo que demuestra que la cuestión de fondo es lo de menos. Más claro, por aquello del déficit en comprensión lectora que al parecer padecemos: que basta ya de hacer política, o sea, politiqueo, con la materia.

¿Seremos capaces? Me temo lo peor. Es mucho más fácil jugar al pimpampum y batir el récord de demagogia barata —algunos de los representantes políticos están demostrando que no pasan del Muy Deficiente— que proponer una solución y arrimar el hombro. Y otra vez sí, requetesí: el Gobierno tiene gran parte de la responsabilidad. Pongámosle de vuelta y media por ello, pero inmediatamente después preguntemos por el resto de los participantes en (perdón por la cursilería) el acto educativo. Es cierto que la generalización es injusta, pero ya que esto va de medias, ¿qué nos parece la media de calidad de las y los docentes? Ah, ya, con el tabú hemos topado. Pues sea, porque aquellos y aquellas que ponen alma, corazón y vida en su trabajo no merecen acarrear con los estragos de los que no hacen la o con un canuto ni dan un palo al agua. ¿Qué hay de nosotros, padres y madres sobreprotectores habitantes en la inopia? ¿Y de la propia chavalada que pasa un kilo? [El coro responderá: ¡Cállate, cuñao! ¡Ay!]

El PNV pierde las elecciones

Si las celebraciones de los triunfos dicen mucho de tí, las de las derrotas suponen un retrato que ni las estatuas esas que tantos miles de visitantes han llevado al Bellas Artes de Bilbao. ¿Qué me está contando, columnero liante? ¿Que hay quien festeja haber palmado? Suena extraño, pero tal parece. Las redes sociales son testigos fehacientes. Un 18 de talla XXL acompañado de globitos, serpentinas y confeti dio al mundo —o sea, a cierta parte del mundo que se arroga ser el mundo— la buena nueva de la consecución en la buena lid de un recuento justo del escaño que hacía ese número para EH Bildu.

Miel sobre hojuelas, el asiento lo perdía el PNV, y como si se tratara del gol en tiempo de descuento que equivale a una Champions, la euforia se desbordó. Oeoeoé para arriba, oeoeoé para abajo, chistes a dar, cuentas de la lechera, cortes de manga… Un espectáculo digno de presenciar. O más bien, sobre el que reflexionar, como dije el otro día, en frío. Si es que aquí rebajamos alguna vez la temperatura, que no parece.

Es verdad que ha cambiado el escenario. Está más abierto. O probablemente, algo menos atado. Ahora solo hay dos sumas de dos que dan mayoría absoluta. Eso dicen las tozudas matemáticas, que añaden que la primera fuerza, además de ser la única de las que obtuvieron representación en 2012 que ha crecido, saca a la segunda 173.000 votos y 10 escaños. La distancia hace cuatro años era de 106.000 sufragios y 6 asientos. La medida de un éxito la da que el segundo manifieste su inmensa felicidad por no haber sido tercero. Aunque lo triste de todo esto, en mi opinión, es ver cómo crece la fractura.