Me preguntan hasta qué punto es noticia o materia de columna y/o tertulia que una actriz abandone una red social después de una mala experiencia. Dependiendo de los casos, intuyo entre los signos de interrogación curiosidad genuina o mal disimulada antipatía por la protagonista del incidente, a la que se arrumba flojera de espíritu por no saber encajar una buena manta de hostias gratuitas. A los segundos les dedico mi sonrisa más socarrona antes de mandarlos a esparragar. A los primeros, a los que de verdad plantean el asunto como asunto para la reflexión, empiezo devolviéndoles la pregunta: ¿Noticia, comparándola con qué?
Quiero decir que si hacemos un somero repaso de la infinidad de chorradas que alcanzan las portadas o entran en los menús de las diversas francachelas opinativas, el episodio de la claudicación de Bárbara Goenaga me parece un asunto de suficiente envergadura para dedicarle unos párrafos. Más allá de la anécdota concreta y hasta de los nombres propios implicados, la sucesión de hechos supone un retrato muy preciso de los tiempos que nos toca surfear. ¿También de las pérfidas redes sociales? Pues fíjense que sin negar que cada vez son estercoleros más hediondos, diría que en sí mismas no deben considerarse las culpables últimas de la derrama de bilis incesante. Son los humanos que las utilizan quienes ponen el vitriolo y la ponzoña. Desde luego, con la ayuda de los gestores de las plataformas —Twitter, Facebook y demás—, que no acaban de poner coto a los incontables hijos de la peor entraña que las usan para provocar incendios por pura maldad, porque sale a cuenta o por lo uno y lo otro.