Criptomonedas a cuatro pesetas

Se queja Iñigo Errejón en un tuit de la cantidad de personas que “lo están perdiendo todo” por haber invertido en criptomonedas. Culpa a la publicidad “que se nos ha metido hasta en la sopa” y exige una regulación inmediata. Seguro que se puede y se debe hacer algo a ese respecto, pero me temo que es demasiado fácil, pelín ventajista y, desde luego, paternalista, culpar a la publicidad de decisiones que, en última instancia, toman esas personas de las que se compadece con aspavientos el líder de Más País.

En el caso concreto que nos ocupa, el de las criptomonedas, que ya en el propio nombre llevan su condición de oscuras, no resulta difícil ver, además, un afán directamente especulador en quienes se han pillado los dedos. No iban a sacarse unos eurillos sino a forrarse. Y en no pocos casos, en la certidumbre de ser tipos mucho más listos que el común de los mortales. Tarde han descubierto que es justo al revés, y no les queda más recurso que la queja al maestro armero.

Excluyo, desde luego, los casos de engaños flagrantes, sobre todo a personas mayores, pero no es la primera vez que nos encontramos con la avaricia rompiendo literalmente el saco de los que un día se sienten genios de la inversión. En realidad, esto de los Bitcoins y sus múltiples clones no es muy diferente de los bulbos de tulipanes que llegaron a costar más que un castillo en los Países Bajos en el siglo XVII. O, viniéndonos más cerca en el tiempo, de las hipotecas basura, la burbuja del ladrillo (que se volverá a repetir) o esas colecciones de sellos compradas a millón que acabaron valiendo su peso en papel. Parece que algunos no aprenden.

Policías tramposos

Supongo que el origen de la indignidad que vengo a contarles está en lo melindrosos que nos ponemos con las palabras para no llamar a las cosas por su nombre. Esa prevención que daría para un tratado de psiquiatría hizo que hace unos años en una ley aprobada en el Parlamento vasco se denominase “Víctimas de vulneración de derechos humanos en contexto de violencia de motivación política” a quienes en lenguje simple y directo debería haberse nombrado como “Víctimas de abusos policiales y parapoliciales”. Porque se trataba de eso. Una vez que había legislación abundante y clara que reconocía a las víctimas de ETA y otras organizaciones terroristas, hacía falta que se reconociera oficialmente a las miles de personas que habían sufrido la violencia de uniformados o de grupos que actuaban al amparo de estructuras del Estado.

Emboscados en esa ambigüedad semántica y en algún otro agujero del texto legal, 510 miembros de diferentes cuerpos y fuerzas de seguridad han tenido el rostro de solicitar ser reconocidos como víctimas del confuso epígrafe. O, dicho más llanamente, como víctimas de las tropelías cometidas por sus propios compañeros o quizá por ellos mismos. Por fortuna, la comisión encargada de la evaluación y valoración de las peticiones está formada por personas que, además de no haber nacido ayer, tienen acreditados quintales de experiencia y prestigio. Así que no ha colado. Los desparpajudos peticionarios están empezando a recibir la resolución denegatoria correspondiente. Irá redactada, imagino, en la fría terminología burocrática, que no incluirá la mención a su carácter miserable.

Cogobernanza o así

Mi animal mitológico favorito es la cogobernanza. Más concretamente, al estilo Pedro Sánchez y en enunciado de su alucinógena vicepresidenta primera (si no me lío con el orden del camarote monclovita), Carmen Calvo. La cosa se viene a resumir en la martingala para timar a pardillos que empleaba un jeta de mi barrio: cara, gano yo; cruz, pierdes, tú. O, aplicado a la gestión de la pandemia, que es el caso que nos ocupa, el Ejecutivo central dicta las normas y las comunidades las acatan, las ejecutan y, por supuesto, se comen los marrones que acarreen, que son un quintal. Vamos, que todo lo que salga mal o disguste a los ciudadanos es culpa de los gobiernos locales. Los éxitos, faltaría más, se atribuyen automáticamente a la fastuosa labor del pastor central.

Semejante principio (o sea, falta de principios) está tan rodado, que hasta ha dejado de ser necesario el estado de alarma. Dice Calvo que en el momento en que el decreto caduque, allá por el 9 de mayo, “se podrían utilizar acciones coordinadas de todas las comunidades cuando se estimen necesarias y que tendrían que ser cumplidas por todos obligatoriamente”. Lo de “acciones coordinadas”, como bien sabemos porque seguimos sufriéndolas, es el viejo artículo 33. Madrid ordena y manda y la periferia obedece, pero eso sí, todo de muy buen rollito.

La segunda en la frente

El PSOE de Sánchez tiene la extraordinaria habilidad de vender la torre Eiffel o el desierto del Gobi al mismo pardillo varias veces. Cabría la crítica acerada al timador, y de algún modo esta columna pretende algo de eso, pero lo cierto es que, como sostiene el adagio, a partir de la segunda ocasión en que te la meten doblada la culpa es tuya. Es lo que les ha vuelto a ocurrir a EH Bildu y sus jaleadores en medios y redes. Uno no olvida el bullicio ante la promesa arrancada al partido que gobierna en España de promover la derogación de la Reforma Laboral del PP a cambio de dejar pasar una de las prórrogas del estado de alarma. Pasando por alto que la cuestión estaba más que comprometida en el pacto con Unidas Podemos, ni dos horas tardó Ferraz en salir a matizar que lo firmado era un bueno, ya si eso, se verá lo que se hace.

Ante la trapacería, Otegi mandó poner dientes, tiró del manido y mil veces desmentido latinajo Pacta sunt servanda y, en fin, arreó patada a seguir. Unas semanas después de aquello, la claque de la multicoalición aplaudió a rabiar que el grupo socialista hubiera votado a favor de la tal derogación en ese brindis al sol llamado Comisión para La Reconstrucción. Seguían los vítores cuando el partido de Sánchez trampeó una nueva votación y cambió el sí por el no. Sin ruborizarse

Truco o trato

La sublimación del arte del timo se alcanza cuando el timado festeja la estafa de la que ha sido objeto. Puede ocurrir esto porque el primo se la haya comido con patatas, porque quiera evitar a toda costa aparecer como el pardillo que ha sido o, en una versión más rebuscada, porque todo haya sido una componenda de dos pillos y los auténticos timados sean otros.

¿Qué es lo que ha ocurrido en el presunto trile de Sánchez a EH Bildu ofreciendo una derogación total e inmediata de la Reforma Laboral para, acto seguido, aclarar que ni será total ni inmediata? Hombre, de entrada, llama la atención que se compre lo que ya está vendido ni se sabe las veces. Tanto en la moción de censura contra Rajoy como en la segunda investidura de Sánchez y todo el tiempo intermedio, la derogación ha sido una promesa tan cacareada como incumplida. Poco sentido tiene hacer de ella materia de un pomposo pacto, salvo que el supuesto contenido sea solo una excusa para poner en el mismo papel las firmas de PSOE, Unidas Podemos y EH Bildu, y allá películas con si se lleva a la práctica o no algo que, en todo caso, se sabe que no se puede hacer de la noche a la mañana. Doy fe de que no soy el único que apuesta por esta posibilidad que, de ser la real, implicaría que nos disponemos a vivir tiempos (todavía) más interesantes.

La fantasía de Veleia

Los gravísimos acontecimientos que han marcado la actualidad de los últimos días me han impedido seguir con mayor atención el juicio por el presunto timo de la estampita, o sea, de los grafitos de pega, en Iruña-Veleia. Con todo, he ido coleccionando, a modo de aquellas viejas selecciones del Reader’s Digest, los momentos más relevantes del proceso que ayer quedó visto para sentencia. Puestos uno detrás de otro, formarían una pieza a medio camino entre Golfus de Roma, Amanece, que no es poco, The good wife y El ministerio del tiempo. Quien tuviera la intención de llevarla a las pantallas, grandes o pequeñas, debería pensar en Karra Elejalde para encarnar al personaje principal, el extravagante arqueólogo y birlibirloquero Eliseo Gil.

Como título, propongo Grandes mentiras para grandes crédulos, que es donde enlazamos con casi todas las cuestiones que nos ocupan estos días. Quizá la diferencia, y ojalá cunda, es que esta patraña parece que sí se ha logrado desmontar. No crean que ha sido fácil. Por burdos que nos resulten los detalles que han aparecido en sede judicial, como el tipo que confesó haber falsificado un grafito “pero en bromas” o la revelación de que las inscripciones amañadas contenían acero inoxidable, hubo un tiempo en que se creyó a pies juntillas en la autenticidad de los hallazgos. Si rebuscan en las hemerotecas, comprobarán el desprecio entre chauvinista y aldeano con que fueron tratadas las primeras personas que se atrevieron a poner en duda la fantasía animada que tantos quisieron (¿quisimos?) tragarse porque los deseos son siempre más bonitos que la puñetera realidad. Jode reconocerlo.

Miente, que queda todo

Si no fuera tremendamente trágico, sería gracioso que en un país donde excusitas de a duro farfulladas como letanías pasan por revisiones críticas del pasado se esté negando que el lehendakari pidiera ayer disculpas explícitas por los errores en la gestión del derrumbe del vertedero de Zaldibar. “Siento mucho los errores que hemos podido cometer en este operativo”, dijo Iñigo Urkullu. Añadiría que el documento audiovisual está al alcance de cualquiera que esté por la labor de comprobarlo, pero sé que pincho en hueso. Una vez más, la realidad es una minucia al lado de los juicios prefabricados y lanzados al enmerdadero en la certeza de que casi cualquier especie hará fortuna. Los dispuestos a creer creerán. Cualquier intento por confrontar con hechos contantes y sonantes las trolas caerá en saco roto.

¿Ejemplos? Mil. El penúltimo lo comentaba, creo que ni siquiera sorprendido, un querido compañero de fatigas informativas y opinativas. Ayer corrió la especie de que en el Teleberri se habían obviado las declaraciones de Maddalen Iriarte. Es solo la enésima vuelta de tuerca a la mandanga que sostiene que EITB pasa de puntillas sobre la cuestión, cuando va a todo trapo con información no precisamente cómoda. Y qué decirles de mi propio trabajo. A pocas cosas les habré dedicado tanto tiempo de radio —amén de un par de columnas que hubo quien tomó por fuego amigo— como al derrumbe. Si rescatan las tertulias de Euskadi Hoy en Onda Vasca, escucharán durísimas diatribas de contertulios de varias siglas. Da igual: a cada rato se me reprocha callar yo y silenciar las versiones poco amables. Pues lo lamento. No me rendiré.