Elías Durana, el pastor de Iturrigorri

Hacía mucho que no le veía, porque debido a su avanzada edad y necesidad de atenciones, ya no estaba en su caserío de Belandia (Larruazabal / Ruzabal, Orduña). Pero no he dejado de preguntar por él y por esa fórmula mágica para vivir tanto y tan brioso cada vez que me he encontrado con alguno de sus convecinos. Hasta este domingo en que, según me dicen, ha fallecido con 98 años (era nacido en 1923), Elías Durana Etxaurren. Y he de confesar que ha sido una de las personas que más me ha hecho amar la toponimia y nuestro país.


Lo conocí hace 21 años (2000) cuando, yendo al monte yo y él necesitado de ayuda, me hizo correr detrás de un toro que no podía recoger en su redil, arriba y abajo por media sierra de Ponata en Gorobel o Sálvada. Literalmente, me reventó: «¡Dale por arriba!, ¡Ciérrale por ese lado, ¡Corre que va para allá!». Lo recordábamos luego siempre entre carcajadas cada uno de los muchos días en que nos juntamos, porque de esa aventura surgió una gran amistad.


Al de poco de aquella especie de encierro sanfermineros a la inversa, me embarqué en la aventura de hacer un trabajo de toponimia para Deiker (Universidad de Deusto), el primero de los que he hecho. Él y su compañero de chabola, el legendario Nicolás Robina (1926-2006), fueron mis mejores aliados y, allí en la sierra, compartimos comidas, conversaciones, vivencias y muy buenos momentos. Sin duda, si luego hice más trabajos de ese tipo se lo debo en gran parte a ellos, a su inmensa sabiduría, y al saber transmitirme todo aquello que, con tanta generosidad, compartían conmigo.

Elías a primeros de junio de 2005, cuando nadie como él gozaba de los altos pastos

Recuerdo ahora con mucho cariño una excursión que les organicé, y transporté, para llevar a cinco pastores de esa majada a conocer el afamado monte Gorbeia y sus colegas. Buena fiesta. Yo, con una inmensa bandeja de pasteles monte arriba y ellos con sus palos y, aunque octogenarios, subiendo ligeros las pendientes mientras fumaban aquellos Farias que tanto les gustaban. La gente les paraba para hacerles fotos, porque habían convertido en lo más pintoresco y digno de cuadro de Arrue aquellas laderas. Volvieron orgullosos y eufóricos, como quien ha ganado una gran final, porque ya había quedado decidido que aquel pasto con tanta fama de Gorbeia no valía para nada comparado con el de su sierra.

Por no hablar de otra ocasión en la que llevé a Elías —yo hacía de chófer a cambio de gozar de su compañía— a la romería de Valcorta, la de La Petronila, en tierras burgalesas. Literalmente me volvió loco, presentándome con orgullo a cada uno de sus conocidos. Es decir, a todo el mundo porque… era todo un personaje y resultó que le admiraban hasta las piedras. Y me insistía una y otra vez en acabar aquella tartera insondable en la que, su santa mujer, de nombre María, había llenado de viandas y cariño hasta más arriba de lo que podían cerrar las tapas.

Por eso me ha dado muchísima pena el saber de su deceso. Y me sangra el alma. Por él y por su familia, por lo bien que siempre me acogieron en su caserío.

Pero quizá me duela más aún el saber que ya no queda gente así, tan amante de su tierra y costumbres. Se han ido todos y lo que era presente se ha hecho pasado. Qué visión y recuerdo me queda para siempre de Elías, tan enjuto, ataviado con su garriko —faja de tela enrollada a la cintura—, abarcas, camisa a cuadros, pantalón de impecable mahón azul y la siempre bien asentada txapela. Dispuesto a responder a todo o a posar para cualquier foto. Qué majo… Y es ahora, al rememorar aquellas vivencias, cuando te sientes afortunado porque la vida te ha concedido el privilegio de haberte podido cruzar con personas así.

Foto de muy escsasa calidad pero de gran valor testimonial. Elías Durana y Nicolás Robina colocando una ikurriña en su chabola, al inicio de temporada pastoril. Sobre el año 2003.

Por último, quiero rememorar y reivindicar en su memoria cómo Nicolás y Elías, los inseparables convivientes en su chabola pastoril, me dijeron que a la afilada cumbre que tan cerca tenían la llamaban ellos «Iturrigorri». Pero que anotara en mis apuntes «Tologorri» porque seguro que era esa la forma buena ya que así lo habían puesto en su cima, en una placa (el buzón montañero).


Ahora parece imposible convencer a la gente de que Iturrigorri ha sido la forma documentada de ese nombre hasta hace poco. Y la forma oral actual del mismo… hasta este domingo en que ha fallecido Elías.

Eskerrik asko, maestro, amigo y que cuides con cariño tu rebaño más allá de las nubes. Saluda a Robina de mi parte y dile que también, como a ti, lo añoramos mucho aquí abajo.

Cuando los cencerros enmudecen

Bizente Goti, txerrikumeentzako gatzura botatzen askan

Antiguamente, era propio de nuestra cultura vasca el silenciar los cencerros de los animales en señal de duelo por algún fallecido. Se les metía un puñado de hierbas para impedir que aquellas mordaces y parlanchinas lenguas, llamadas en castellano «badajos» y, con más acierto, «mihiak» (‘lenguas’) en euskera, siguiesen alborotando el doloso ambiente.

Se trataba de una muestra de respeto y de presentación de honores por quien se iba a la otra parte. El último abrazo y muestra de afecto que le hacían sus parientes, amigos, ganados o rebaños. Una costumbre que, desde que hemos deshumanizado hasta la misma muerte, ya nadie practica.

El viernes falleció repentinamente Bizente Goti Olabarria, uno de los emblemáticos pastores del macizo de Gorbeia. Y estoy seguro que hoy, si bien no estarán silenciados, sí tocarán a duelo todos los cencerros de aquellos altivos parajes. Y las ovejas estarán quietas, extrañadas, sin comprender qué mensaje les quiere transmitir esa niebla que las envuelve con más dulzura que nunca y que desconsoladamente llora húmeda, como hasta hoy nunca se había visto.

Porque Bizente, como todos sus compañeros de majada, era en esencia un pastor de nieblas.

Cuando lo conocimos hace más de treinta años, por nada del mundo habríamos pensado que aquel hombrachón de pañuelo anudado en la cabeza iba a terminar sus días apocado en una residencia de su Orozko natal.

Quizá por eso su corazón, en un acto de generosidad y valentía, decidió el viernes que era mejor liberarle de su torpe cuerpo para que de nuevo pudiese correr, bailar y saltar entre las amadas behe-lainoak, sus nieblas compañeras de toda la vida.

Yo hacía años que no lo veía. Pero las vivencias con él las tengo marcadas a fuego.

A mediados de los 80 andábamos mi amigo Juanjo Hidalgo [de quien son las fotos de Goti y su rebaño que publico aquí] y yo prácticamente todos los fines de semana en Gorbeia, escudriñando, midiendo y apuntando con gran entusiasmo todo lo que podíamos entresacar de aquel pastoreo que ya intuíamos declinar. Y así conocimos a Bizente Goti.

Fue él quien nos aclaró cuál era la legendaria Austegiarmingo harria (‘la piedra de Austegiarmin’, siendo éste el nombre de la zona pastoril en cuestión),  límite de su majada, y que contaba con leyendas de tesoros enterrados bajo ella. Una gran losa que Barandiaran identificó como una posible tapa de dolmen y que, ya en épocas más modernas, Xabier Peñalver catalogó como probable monolito o menhir prehistórico.

Como aquella ciclópea piedra estaba cubierta en gran parte por tierra, acudimos con unas azadas para limpiarla y demostrar al mundo que sus dimensiones eran realmente mucho mayores que lo que a simple vista se apreciaban, más que las que había publicado el sacerdote de Ataun.

Rápido se corrió entre los pastores —me imagino que con bastante mofa— la voz de que andábamos buscando el tesoro de la leyenda y que decenas de veces se habría intentado localizar antes.

Pero hete aquí que les rompimos los pronósticos. Porque en una oquedad inferior de la piedra localizamos dos botellas de muy buen vino que algún imprudente montañero había escondido allí. A nosotros, que por aquel entonces andábamos sin un clavel para vicios, nos pareció que realmente habíamos encontrado el mejor tesoro.

Y fuimos corriendo a contárselo a Goti que nos vendió un queso con el que hacer el festín de la celebración. Todavía estará maldiciéndonos el insensato que decidió ocultarlas allí.

Luego fueron muchas las conversaciones nocturnas y diurnas con las que Bizente nos instruyó y con las que llenábamos las libretas. Recuerdo ahora con gran cariño aquel zulo del suelo de su txabola del que extraía las frescas botellas de vino. Porque con él, como había sucedido en la Austegiarmingo harria, siempre se encontraban tesoros.

También me gustaría, aprovechando este obituario, traer a la memoria a su hermano mayor, Florencio «el caminero», también pastor en su juventud y hoy asimismo fallecido.

Cuando en 2001 le grabé varias conversaciones con motivo de la recogida de la toponimia de Orozko, hubo un momento en el que me desgarró el alma. Aún lo tengo grabado. Contándome historias de su época de pastor, me relató cómo más de medio siglo atrás se le extravió una oveja en una inesperada tormenta de nieve. La buscó hasta la extenuación. Pero por la mucha nieve acumulada y el serio cariz que tomaba aquella tempestad, renunció a ella aun presintiéndola cerca. Y el animal murió.

Según me lo contaba se puso a llorar desconsoladamente, delante de un desconocido como era yo. Y no pude evitar sumarme a su desdicha y compartir con él unas solidarias lágrimas. Por él y por su amargura enquistada. Y porque fui consciente de que estaba ante la historia más bonita y más cargada de humanidad que jamás iba a recoger en el mundo pastoril de Gorbeia.

No encontraba consuelo pensando en cómo podía haber abandonado a su oveja, sabiendo que no iba a sobrevivir. Y con ese dolor bien presente abandonaría este mundo. Estoy seguro.

Esos eran los pastores de verdad, los que vivían en comunión con su rebaño, los que día a día peleaban con sus miserias, vientos y angustiosas soledades.

Por eso sabemos que la muerte estos días de Bizente supone algo que alcanza más allá que el simple fallecimiento de un pastor. Es el goteo incesante que hace que desaparezca nuestro pastoreo… Quedarán ganaderos de ovejas, sin duda, pero no pastores entendido el término en su más pura esencia.

En este desdichado punto, me gustaría soñar desde aquí abajo con que en los altos prados de Usotegieta, Ipargorta u Oderiaga no resuenen estos días los cencerros. Para poder escuchar mejor las leyendas e historias que susurra el viento y en las que ya cabalga airoso, formando parte de ellas,  nuestro añorado pastor.

Un fuerte abrazo, Bizente, y gracias por indicar a aquellos chavales en dónde se escondían todos aquellos tesoros.