Se trata de un curiosísimo ritual del que ya nada sabemos. Al parecer, en la hoguera de San Juan —noche el 23 al 24 de junio— se quemaban unos trozos de madera que se habían reservado expresamente para esta función, en la noche de Navidad. Y más probablemente, se encendería con ellos.
La referencia de esta costumbre la tenemos en Laudio y la recogió Jose Miguel Barandiaran en 1935 de mano de un informante local, «D. de Isusi» . Y nosotros lo rescatamos ahora de unas notas manuscritas, sin publicar y desconocidas.
Dicen así: «Día 24 de diciembre, Nochebuena. Este día acostumbran gran cantidad de caseros hacer astillas de un palo gordo y grueso y luego meterlo al horno donde hacen los panes y, hecha esta operación, luego que está bien seco, lo guardan hasta el día de San Juan, quemándolo en la fogata del día».
Un tesoro de testimonio ya que es un modo ritual popular de enlazar los dos solsticios, el de invierno con el de verano, por medio del fuego, el símbolo del sol en la tierra, lo que realmente se celebra en estas dos fechas.
Y, mucho nos tememos —en realidad no tenemos duda alguna— , que aquellas astillas fuesen parte del tronco navideño del que ya hemos hablado en otras ocasiones, aquel que por su tamaño introducían hasta la cocina ayudados de una yunta de bueyes. Así es que, disfrutemos de todo el conjunto de tradiciones del día de hoy, porque no hay jornada más cargada de magia en todo el calendario: fresno, árboles que sanaban hernias, ritos con un sol que bailaba…
Tenía que ser exactamente en la medianoche de la víspera de San Juan, reconfortados en la espera con la calidez desprendida de los rescoldos de la aún humeante fogata. Justo en el preciso momento en que comenzaba el día de todo el año en que con más altanería lucía el sol: el 24 de junio, festividad de San Juan. Es ahí cuando se da un curioso ritual conocido también fuera de nuestras fronteras, que fusiona el culto al sol con el de los árboles, para atribuirles en su conjunción un poder sanador más cercano a la magia que a la religión, por mucho que lo quisieran disfrazar con el culto a San Juan Bautista. Sin duda, un recurso desesperado frente a la impotencia que generaba la falta de salud y la alta mortandad infantil.
Curiosamente documentamos uno de esos casos en el pueblo de Laudio de hace un siglo, aquel que fue y no es, pues en la actualidad es un ritual absolutamente desconocido.
Ya nos avisa R. Mª Azkue de esta extraña costumbre que se daba en el país de los vascos: «Para curar un niño herniado, la víspera de San Juan a media noche suelen levantarle hasta la copa de un roble dos Juanes en algunos lugares; en otros, tres Juanes; en alguna parte, Juan y Pedro. Y mientras suenan las doce campanadas del reloj, suelen mover al niño de mano en mano entre exclamaciones de tori (toma) y har ezak (recíbelo), har ezak (recíbelo) y tori (toma)».
No recoge sin embargo, la variante —también practicada en otras zonas de Vasconia— de abrir el árbol y pasar la criatura por la hendidura para que sanasen ambos a la par, transmitiendo el potencial vital y regenerador del árbol al chiquillo/a.
Y ese es casualmente el curioso —incluso extravagante— testimonio que un tal Isusi envía al investigador José Miguel Barandiaran desde Laudio en 1935. Relata el informante lo que en su día le contó su convecino Jorge Ibarrondo Galíndez, un afamado carretero y acérrimo carlista laudioarra nacido en el caserío Zabalaberrio en 1856 (bisabuelo de la actual directora del instituto Laudio).
La nota textual dice:
«Día 24 de junio. San Juan. 1º Si este día se quiere curar a un niño de la hernia, dicen que no hay más que abrir con un hacha el tronco de un laurel y que tres Juanes pasen al niño por la abertura mientras el reloj da las doce. Para que el resultado sea favorable, se requiere que el laurel que ha sido abierto no se seque.
El vecino de Laudio, Jorge de Ibarrondo, me relató un cuento referente a lo dicho, ocurrido cerca de su caserío.
Dice que Juan Ibarra, Juan Zubiaur y Juan Larrazabal (este último en duda) tomaron a un niño loco (por lo visto, el remedio también sirve contra la locura) y verificaron la operación con un laurel de Julián Zubiaur, vecino del relator y de los otros tres Juanes.
El laurel aún existe y cuenta que también el niño se puso bien.
Las palabras que dijeron al hacer la operación son: «tómalo Juan el 1º, dámelo Juan el 2º y tómalo Juan el 3º (no sé si dirían en vascuence porque es muy fácil que a mí, como sé poco vascuence, me lo dijese en castellano)»».
Podríamos extendernos mucho más para añadir que el laurel es desde la época clásica venerado como árbol divino, especialmente relacionado con el culto al sol y al fuego. No en vano era el usado para renovar los fuegos de la casa, el suberri, porque frotando dos de sus maderas entre sí pronto aparecía el fuego. Era también elemento adivinatorio porque «si cuando se quemaba ardía con ruido, creían que denotaba felicidad […] Pero si se encendía callada, era triste agüero» según nos contaba Garcilaso de la Vega. En resumen, este árbol —entre los clásicos atribuido a Apolo— era mágico y sobrenatural como ninguno ya que «Tenían los antiguos que el laurel era contra los demonios y que encendido les daba fuerzas para adivinar. Declaraban con el laurel santidad y cordura, que son cosas que habemos de pedir de veras a Dios» (Ana Mª Alarcón, 1980).
Podríamos extenderno mucho más, sí… Pero quizá sea mejor no hacerlo y centrarnos en gozar con la intensidad que se merece este día mágico del sol. Porque es especial y único como ninguno. Feliz jornada de San Juan.
Casualmente en este año en que no hay celebración alguna, cumple 125 años la ermita de San Juan, en Larrazabal (Laudio): 1895-2020. Y, hablando con propiedad, debiéramos decir que los cumple «la tercera ermita» pues es así. Por ello vamos a hurgar un poco en su historia.
Pero antes de avanzar, me gustaría recordar la denominación de «ermita de San Juan Astobizaco» (en euskera sería San Joan Astobitzako) que usaban los más mayores del lugar, en referencia sin duda al entorno de la primera ermita.
LA PRIMERA ERMITA. Nada sabemos de su origen pero todo parece indicar que en origen se trataba de un templo medieval. Lo sospechamos por la advocación elegida, por las referencias a imágenes de santos que en un momento dado se hacen desaparecer por anticuadas, por el saber de la existencia de una comunidad aldeana en el lugar: es Pedro de Goiriçabalen (un caserío del lugar) el representante máximo municipal, el que solicita a los Reyes Católicos la integración de Laudio en Álava en 1492.
También la memoria popular nos recuerda que estaba ubicada donde se encuentra el chalet del antiguo propietario del almacén de gas cercano, próximo al antiguo caserío de Astobitza, cuya referencia quedaría en la antigua denominación de la ermita, «San Juan Astobizaco» (San Joan Astobitzako).
La primera constancia documental que disponemos de ella es mucho más tardía, de 1704, aunque es probable que entre el supuesto origen en la Edad Media y esa fecha se fuese renovando el edificio. La primera noticia se la debemos a la realización de unas importantes reparaciones de cantería en el edificio, por su mal estado. A pesar de ello, no debieron ser muy efectivas ya que un par de décadas después, en 1723, se dice que la ermita se encuentra «ruynosa y maltratada».
La ermita se componía del templo religioso y de «…una casa, con unas pocas heredades y castaños… » (1791). Al igual que sucedía en otras ermitas, la casa se alquilaba al ermitaño o mayordomo de la misma y siendo éste el encargado de coordinar las reparaciones, controlar las cuentas, etc. Además se le arrendaban seis ovejas pertenecientes a la ermita –hasta la mitad del XVIII fueron doce pero la mitad murieron a consecuencia de un duro invierno y no fueron repuestas–, costumbre que duró hasta el último cuarto de dicho siglo.
Los pagos de las rentas por el disfrute de la casa con sus posesiones y ovejas se abonaban el día de Todos los Santos, yendo el dinero a parar a una bolsa en la que se guardaban los capitales. El pequeño saco se custodiaba, junto a los de las otras ermitas, en «el arca de tres llaves» que estaba en la sacristía de la parroquia principal del municipio: la de San Pedro de Lamuza. Una llave la tenía el alcalde, otra el sacerdote y otra el beneficiado —un grado eclesiástico inferior al sacerdote— más antiguo y debía abrirse el arcón en presencia de los tres, para evitar los muchos robos y excesos en los gastos que se habían dado antes de la existencia de esa caja de caudales.
Anualmente se celebraban en dicha ermita las fiestas de San Juan Bautista y San Lorenzo y se componía de tres altares, siendo el tercero de ellos para una imagen de Santa Isabel. No sería de extrañar que se tratasen de imágenes medievales.
LA SEGUNDA ERMITA. Siendo tan ruinoso su estado, deciden los feligreses del lugar construir una ermita de nueva planta, ya que iba a costar menos que reparar la antigua y, probablemente, porque necesitarían ampliar su capacidad ya que se han producido grandes crecimientos demográficos.
La segunda ermita se ubicaba en el actual almacén de gas, próxima a la primera y desde donde acarreaban algunos materiales re aprovechados. La gente mayor del lugar aún recuerda la ubicación de ambos templos por la gran cantidad de teja que aparecía en ambos enclaves cuando lo sembraban con trigo.
En su construcción se reutilizan los materiales «…llevados a dicha ermita para la obra nueva (…) por haberse demolido…». Claro está, cuentan además con «…la licencia de demoler la ermita vieja y hacer nueva» (ambas citas de 1765). A excepción de los gastos por los permisos, los trabajos profesionales y las doce jornadas de acarreo de una pareja de bueyes, el resto del derribo se da por pagado con un «…pellejo de vino que bebieron las más de cincuenta personas que sin jornal asistieron el trece de junio a demoler dicha ermita».
Por fin, tras varios años de obras, se bendice el nuevo templo en 1787. Todo indica, sin embargo, que en dicho período intermedio conviven los dos edificios, el supuestamente demolido y la nueva construcción. Así parece desprenderse de citas que, hablando de la ermita existente como de un templo con funcionamiento normal, hacen referencia a «…la nueva obra que se ha comenzado» (1766) o trata de «…de la otra comenzada» (1767). Es más, faltándole aún dos décadas para ser finalizada se celebran sin embargo, cada año y puntualmente, las festividades de San Juan y San Lorenzo. Por ello podría pensarse que la documentada demolición de la primera no fuese total.
Pero estamos ya inmersos en la
segunda mitad del siglo XVIII, una época de auténtico azote para muchas de
nuestras ermitas. Es por ello por lo que gran parte de las actualmente
desaparecidas lo hacen en este período.
La razón es que la Iglesia ha
tomado la firme decisión de gestionar todo su patrimonio de una manera más
eficaz y moderna. Pretende reducir el número de pequeños templos que no le
resultan demasiado rentables o que no disponen unas condiciones mínimas como
para poder ser considerados como casas dignas de Dios. Apuesta ya por la
concentración en templos principales y no por la atomización de la labor
pastoral.
Quizá por ello, inmersos en un cierto ambiente de desilusión, la ermita deja de renovar el pequeño rebaño de ovejas que arrienda anualmente como fuente de ingresos. Así lo refleja el apunte de 1776 que dice que «…seis ovejas que tenía la otra ermita, pero por haber perecido no se cargan en adelante». También se ve obligada a sacar a remate –subasta– por primera vez, varias entresacas y esquilmos de los árboles que posee (1786).
Parece sin embargo que gracias a las aportaciones de los feligreses y a este tipo de ingresos adicionales se consigue superar un período tan devastador para nuestros templos rurales. Logra incluso remozarse –como hemos apuntado una de las nuevas exigencias era presentar los templos con un mínimo de decencia y dignidad– y pagar en 1787 una considerable cantidad de dinero por hacer un nuevo retablo, instalar una lámpara, etc.
Es aquí cuando parecen ser destruidas las imágenes antiguas de la ermita –con probabilidad medievales– de San Juan, Santa Isabel y San Lorenzo, quizá siguiendo las recomendaciones que los visitadores enviados por los obispados hacían por estas fechas: trocear y enterrar aquellas tallas que, por su aspecto antiguo, eran consideradas como «figuras indecentes». Desgraciadamente para nuestro patrimonio, ésos fueron los drásticos gustos de la época.
Ya en el nuevo retablo, tan solo reponen la imagen del titular, San Juan Bautista. Y por no contar ya con un elemento identificador, desaparece el hasta entonces tradicional culto a San Lorenzo, no constando el gasto de sus misas en las cuentas de aquí en adelante.
LA IMAGEN DE SAN JUAN. La imagen de San Juan que hoy se venera es en realidad una talla que se rechaza en el templo parroquial principal del valle que, en torno a 1787 se encuentra sustituyendo su retablo. Se ordena repetir y, la de inferior categoría la compra por 220 reales un sacerdote de Larrazabal, Fernando de Orue, para ponerla en la ermita de San Juan Astobitzako. Es el motivo, como hemos dicho, de que desaparezcan las imágenes originales, de mayor interés en la actualidad pero poco apreciadas en su momento por su estética desfasada.
LA ERMITA ACTUAL. Pasan cien años sin que se anoten cuentas de la ermita por lo que suponemos que fue castigada por las sucesivas guerras. También desaparecen para siempre las referencias a la casa anexa.
Entonces aparecerá en escena un interesante personaje, Gerónimo Ibárrola que comienza el nuevo libro de cuentas presentándose como «…primer Teniente de Alcalde del Ayuntamiento de Llodio, y propietario de la Cuadrilla de Larrázabal… » para seguir exponiendo «que en la mencionada cuadrilla existe una ermita dedicada a San Juan Bautista, a cuyo santo desde tiempo muy remoto tributan devoción especial los vecinos de la Cuadrilla. Su estado ruinoso y el mal punto donde estaba colocada debían producir muy en breve la desaparición de la ermita». Un espacio de tiempo tan largo y rasgado además por tres grandes guerras debió suponer un abandono casi total de la ermita y, al parecer, sus consecuencias eran patentes.
Por otro lado y valiéndonos ya de
la transmisión oral, la mayoría de los informantes recuerda que la antigua
ermita se encontraba en un terreno especialmente arcilloso e inestable. Se comenta
que, al parecer, hubo un corrimiento de tierras que derribó parte de la ya
maltrecha ermita.
Ante esta situación, el beato Gerónimo Ibarrola –que posteriormente llegará a ser Alcalde de Laudio– remueve la conciencia de los vecinos y se revela ante la inevitable desaparición del templete. Según describe él mismo en la misiva que dirige en 1894 al Obispado, para evitar la desaparición definitiva de la ermita, acordaron entre los vecinos «…abrir una suscripción (…) de la que han reunido fondos para construirla de nueva planta aprovechando los materiales de la antigua» (1894).
Según nos recuerdan sus familiares Gerónimo [en realidad debiera ser Jerónimo pero respetamos la grafía que él usaba] era una persona culta, extremadamente recta y aún más devota. Su soltería hizo que se volcase de una manera más obsesiva de lo normal con sus dos grandes pasiones: la política y la religión.
Elaboró incluso un plano-boceto
de cómo debían ser la planta y fachada de la nueva obra. Supo, además,
ilusionar e implicar en el proyecto a la práctica totalidad de los vecinos.
Así, aquellos que no trabajaron directamente en la obra, aportaron árboles con
los que conseguir el maderamen necesario para la edificación. También cuentan
con pasión los hermanos Juan José y Antonio Arregi cómo oyeron contar a sus
mayores que las losas de piedra para el nuevo pórtico las bajaron con bueyes
desde la cumbre el monte Pagolar, con un esfuerzo titánico pero necesario, ya
que sólo allí existían piedras alargadas, grandes y lisas.
Tomaron parte en los trabajos
como voluntarios tanto vecinos de Larrazabal como de Markuartu. Aún no existía como
tal el barrio más populoso actual, el de Landaluze, también muy ligado a la
ermita y su fiesta.
LA LEYENDA. La elección de la ubicación para la tercera y actual ermita se debió, según comenta su familia, a contar con un suelo más estable que el anterior y por encontrarse más próxima al antiguo cruce de caminos que se dividían para acceder a las caserías más importantes del barrio. Casualmente, el cruce estaba presidido por un gran roble, de nombre Guzurraretx ‘el roble de las mentiras’ y en cuya memoria se plantó en 2019 un retoño del Árbol de Gernika.
Pero aquel cambio de ubicación
incomodaría a más de un beato, feligrés u opositor político de Gerónimo. Por
ello, por justificar el cambio, crearon e hicieron correr una leyenda que
justificaba la actuación y evitaba suspicacias.
Así, cuenta la leyenda local que la
imagen del santo aparecía cada mañana en el lugar de la ubicación actual.
Durante el día lo retornaban a su casa –la ermita vieja– pero a la noche volvía
a desplazarse hasta el lugar actual. Se interpretó que aquel misterio era un
deseo de San Juan y ello fue razón suficiente como para no poner en tela de
juicio que la nueva ermita debía edificarse donde está hoy.
SAN JUAN TIENE NOVIA. Sea como fuere, la cuestión es que hace 125 años, en 1895, se bendice el nuevo templo y parece así darse por cumplido el sueño de Gerónimo. Probablemente ya estaba convencido de ser meritorio de las glorias del cielo. Falleció en 1911. Pero quizá en sus últimas horas de vida sacase las fuerzas suficientes como para convencer a su hermano Fernando —lo eran tan sólo por parte de padre— de la necesidad de colocar a Santa Eulalia de Goienuri (otro barrio de Laudio) en el hueco que quedaba vacío en el nuevo retablo; así podría explicarse la extravagancia cometida por aquel forzudo Fernando al robar la imagen en una noche de luna llena cuando contaba con… ¡¡casi sesenta años!! Se dice que aquella rocambolesca acción se llevó a cabo en torno a 1920. Desde entonces, durante todo este siglo, se dice que San Juan tiene pareja. Así lo recogió el compositor local Ruperto Urkijo Maruri (1875-1970), en una de sus canciones populares: «Bárbaros larrasabaleros [en referencia al barrio de Larrazabal en donde se encuentra San Juan Astobitzako] / que habéis querido casar / Santaloriaga[denominación popular local de Santa Eulalia] gloriosa / con el patriarca San Juan».
Si es que precisamente amor es lo que nunca ha faltado en ese dichoso lugar… que se lo pregunten a San Juan y Santa Eulalia…
Ayer llegué tarde a casa, imbuido por el ambiente mágico de la gran hoguera de San Juan, siempre propicio para compartir unas cervezas con los amigos. Alguna más de las deseadas…
Sin embargo he querido madrugar para escribir estas líneas y así empatizar con mi padre, aunque sea a distancia.
Sé que para estas horas ya habrá cortado a golpe de hacha unas hermosas ramas de fresno. Estará ahora montando con ellas un arco sobre la entrada a casa. Forma parte de un curioso ritual que ha visto hacer desde que nació (1934) y que se niega a olvidarlo.
Llevará muchos días en silencio, pensando en cuál es la rama más apropiada para su fin, preocupado, cavilando cómo llegará hasta allí arriba sin hacerse daño. Y mi madre lo habrá mirado con cariño infantil, dejándole marchar, hacer, sin interferir en sus pensamientos… Sentada junto al hogar en esa silla de culo de cuerda que tan bonitos otoños nos ha regalado.
Su maternal aportación consistirá, con suerte, en localizar algunas flores para dar más realce si cabe al arco de fresno. Y es que, como nuestra casa está camino a la ermita de San Juan, se ven obligados a dejarlo bonito,para que lo goce y admire quien por ahí pase.
De nuestra casa hacia arriba, todos los caseríos y el humilde templete amanecerán hoy tocados con sus ramas, el sublime engalanamiento para el que se presupone el día más largo del año. Sin embargo, curiosamente, en el resto del pueblo es prácticamente desconocida esta costumbre.
Esas ramas ahí colocadas tienen un valor protector para la casa y para los que en ella viven, un valor que difusamente recuerdan hoy, especialmente reducido a la protección contra los rayos. Es nada menos que el fresno, el árbol sagrado de las antiguas culturas celtas, un árbol del que en la cultura popular vasca se asegura que, a diferencia de otras plantas protectoras, no es necesario bendecirlo porque desde su mismo nacimiento son benditos.
La clave para que se active todo su potencial mágico es que se corte hoy, en el día de San Juan, con la primera claridad del amanecer, antes de que ningún rayo de sol toque parte alguna del lugar porque entonces se desvanecería su prodigioso poder. Por eso sé que mi padre estará ahora por ahí.
Permanecerá así colocado hasta el día 29, San Pedro. Y habrá que quitarlo porque a partir de entonces ya no protegerá de nada: será inútil, un funesto despojo. Es ésta asimismo la fecha en que, dicen, se despide de nosotros el cantarín kuku. Dicho de otro modo, es el arranque de otra época y ciclos anuales.
No sé cuantos años más podrá mi padre poner esas ramas de fresno al amanecer. Pocos… Por eso lo gozo y admiro cada año más. Tomándolo como un gran regalo, orgulloso de ser el beneficiario de esa gran herencia.
No lo contemplo entusiasmado por el hecho folklórico en sí, sino fascinado por el modo instintivo, incuestionable y atávico con que año tras año lo repite, haciendo que pervivan un poco más aquellas ideas o formas de vida propias de sus antepasados y que da vértigo pensar desde dónde vienen. Sin planteárselo y sin saber exactamente por qué lo hace. Pero lo hace. Inexorablemente…
Una fuerte llamada de su interior provoca que ese ritual sea algo irremediable en su vida y que se vea forzado a repetirlo cíclicamente. Como cuando las golondrinas en un preciso instante y obedeciendo una orden que nadie —ni ellas— sabe de dónde procede, dejan de revolotear por nuestros aleros para dirigirse decididas a surcar los cielos hacia tierras africanas.
Cuando falte, intentaré continuar con el rito del fresno. Pero ni de lejos va a ser lo mismo. Porque ellos son los últimos que saben hablar y escuchar las llamadas de la tierra. Porque son sus hijos. Por eso no es necesario bendecirlos… porque ya nacieron benditos. Como ese fresno que durante décadas y también hoy ha colocado al amanecer del día de San Juan.
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