La tablilla de Pedrotxu

Poco o nada reseñable tendría un día como hoy, 5 de octubre, si no fuese por una curiosa ocurrencia de un muchacho de Laudio, justo hoy hace 96 años: la de escribir una frase en una tablilla e introducirla dentro de una obra de una pared en la que trabajaba. A ello se añade, claro está, el casi milagro de que un operario que trabajaba en una obra llevada a cabo este año de 2018 se fijase en aquel elemento de entre los escombros.

En efecto, así sucedió. Remodelando la llamada Casa del Hortelano, dentro del hoy parque público de Lamuza, apareció entre los cascotes de la obra una tablilla que, escrita en lápiz, mostraba la siguiente inscripción: «Pedro Mendívil y Larrea deja este recuerdo a los 27 años de edad. Llodio a 5 de octubre de 1922«. Hoy, a la espera de darle un destino concreto, se custodia en el despacho del alcalde como objeto entrañable y querido del pueblo.

En sí, es algo sin importancia alguna. Pero, a su vez, me parece algo tan entrañable y humano que no puedo pasar la fecha sin publicar unas líneas, más siendo hoy un 5 de octubre, como aquel lejano día. Es además la disculpa perfecta para vincular el Laudio actual con aquel otro, cándido, cercano y tranquilo, previo a la industrialización e incremento demográfico que lo transformaría totalmente décadas después.

Poco hubo que investigar para dar con el individuo en cuestión: se trataba de Pedro Mendibil Larrea (1895-1967), un personaje curioso y popular en el pueblo. Hijo de Mariana Larrea Sautua (Baranbio) y de Pedro Mendibil Mendieta (Laudio), lo que, por la coincidencia de los nombres de pila del padre y el hijo hizo que hasta el final de sus días fuese conocido como Pedrotxu, Pedrotxu Mendibil Larrea.

Pedro Mendibil Mendieta junto a su hijo Pedro Mendibil Larrea, Pedrotxu en el día de su Primera Comunión. Foto del archivo familiar

 

LA CASA DEL HORTELANO. La tablilla con la inscripción recientemente rescatada la insertó Pedrotxu en un edificio del Palacio del Marqués de Urquijo, conocido como la Casa del Hortelano. La había mandado construir el primer marqués de la saga, Estanislao Urquijo Landaluce (período como marqués: 1871-1889), dicen que para atender la gran finca agrícola que poseía, germen del posterior conjunto palaciego y quizá añorando su humilde origen en una familia de labradores de Murga (Ayala). En aquel gran nuevo edificio, en su piso principal y más elevado, vivía el encargado de gestionar el cultivo de las fincas y, claro está, de ahí adquiere el edificio el nombre que todos conocemos. En su vivienda contaba nada menos que con tres dormitorios, cocina, escusado (váter) y sala.

Bajo esa parte más noble, en el piso inferior había un lagar, pajar, gallinero, cuadra con pesebres y carbonera-leñera. Y, ya en el sótano, la bodega con cubas para los txakolines y un pozo artesiano o patin, para extraer agua del subsuelo.

Fallecido Estanislao, su sobrino, el segundo marqués (Juan Manuel Urquijo Urrutia, ejerciendo en el período 1889-1914) emprende ciertas mejoras y ampliaciones en el edificio para albergar más empleados con los que atender los huertos y las abundantísimas viñas y, asimismo, poder alojar a la numerosa familia y aristocracia que ya se da cita allí en los períodos veraniegos.

Pero, con el tercer marqués de Urquijo (Estanislao Urquijo Ussía, durante 1914-1948) la Casa del Hortelano modifica ligeramente su ubicación, se amplía «…de manera que se levantó en su lugar un edificio de cuatro plantas con tres áreas diferentes; en una estuvo la Administración, en la del centro la vivienda del Marqués de Bolarque, y en la parte cercana al frontón el “Teatro Salón Diego”…» tal y como publicara el investigador Juan Carlos Navarro (revista municipal Zuin, mayo de 2014).

La «Casa del Hortelano» tras su rehabilitación actual. Foto: Susana Martín, Deia.

 

EL INCENDIO. Esta última reforma tendría que ver sin duda con el incendio que destruyó parte del edificio la madrugada de la noche del 16-17 de abril de 1922, debido según se sugería a un cortocircuito en la novedosa luz eléctrica y que hizo que “parte del palacio con sus muebles quedaran reducidos a cenizas” como reza la prensa del momento.

El Heraldo Alavés, de 18 de abril de 1922, con descripción del devastador incendio. Recorte por cortesía de Javier Reguera

 

LA OBRA DE PEDROTXU. Pedrotxu era por aquel entonces uno de los tres albañiles que había en el pueblo, junto a Tomás Ibarluzea y Alejandro Eizmendi, «Tolosa».

Tomó parte en diversas obras palaciegas, siempre trabajando para el carpintero Leonardo Zurriarain, que hacía las veces de contratista y que acordó varias obras con el marqués. Queremos suponer que, por las fechas, cuando tuvo Pedrotxu la ocurrencia de esconder aquella tablilla dentro de la pared, se afanaban todos en dar esplendor a aquel edificio que el fuego acababa de destruir.

Inscripción con el nombre de nuestro personaje en la tablilla

 

EL PERSONAJE. Aquel joven muchacho quizá pensó en dejar su recuerdo para la posteridad porque había dejado de ser el chaval travieso de su juventud para convertirse en un padre de familia responsable: unos meses atrás había nacido ya su hijo primogénito Enrique (1923-1974). Luego le seguirían Alfonso (1925-2003), Lorenzo (1928-2011) y la pequeña de la casa, Mª Mercedes (1930), la única que sobrevive y que es la que tanta información de su padre nos ha facilitado. Todas estas criaturas procedían del matrimonio entre “Pedro Mendivil y Larrea, casado, albañil de 27 años de edad, natural de Llodio y doña Benita Echevarria y Perea, labores, de 28 años de edad, natural de Orozko y ambos vecinos de Llodio” tal y como se recoge en la partida de nacimiento del primer hijo.

Pedrotxu Mendibil junto a su esposa Benita Etxebarria. En primer término, fragmento de la tablilla. Foto del archivo familiar

 

La casa familiar de Pedrotxu, en el corazón de Lamuza, se había dividido en dos viviendas para alojar a sendas familias, separadas por una puerta que no se cerraba pero a su vez se respetaba ya que en ciertas ocasiones, por las limitaciones de accesibilidad (transporte de féretros…) era necesario pasar de una vivienda a la otra.

En la otra vivía «Escola» conocida así por ser Escolástica Pérez, que habían inmigrado del valle del Pas. Aún les recuerdan cómo andaban con su característico cuévano. Tenían un bar que a su vez hacía las veces de tienda en un pequeño espacio que compartían con una vaca que estaba algo más atrás. La parte exterior estaba rotulada con el texto «vino y chacolí«.

Pedro era desde chaval un personaje genio y figura, de tanto humor y carácter libre que hacía desesperar al maestro de apellido Elorza y que hoy cuenta con una calle en el pueblo. «Ya vienen los de Olarte» —el barrio más alejado del centro— les recriminaba con ironía porque llegaban tarde a clase cuando precisamente eran los que más cerca de la escuela vivían.

Casas en el barrio de Lamuza, hoy desaparecidas. La de la izquierda es la casa de los Mendibil y, más a la derecha, la casa y bar de «Escola».

En cierta ocasión hizo alguna trastada que jamás se supo con detalle. Pero fue de tal trascendencia que el mismo Elorza le ordenó a Pedro que se la contase a su madre Mariana y que fuese ella quien le impusiese el castigo. Pero, sin que le angustiase lo más mínimo el encargo, no contó nada en casa. De nuevo en clase, el maestro le interpeló delante de todos para saber cuál era el castigo que le habían aplicado en casa, a lo que contestó que «bien cenado, ir a la cama», con las risas de todos los allí presentes. Le echaron de la escuela o se fue. Nunca lo aclaró. Pero desde entonces acudía a clases a Sta. Lucía, un barrio en la montaña, donde ejercía de profesor un sacerdote. Pedrotxu, siempre alegre, alardeaba que él estudiaba en la «Universidad de Sta. Lucía«.

Pedrotxu con su hija Mercedes. Obsérvese el cartel anunciador de «Vino y chacolí». Foto del archivo familiar

Otra de sus numerosas anécdotas «sonadas» fue la de ir capturando y criando ratas sin que nadie supiese de ello. Pues bien… llegados los Carnavales, se disfrazó de afilador ambulante y con sí llevaba la piedra en su carro, así como el característico cajón para guardar herramienta, trozos de tela vieja con las que probar el afilado, etc. Allí había metido las “bestias roedoras”. Ya en el baile, habría la tapa —o la hacía abrir— y salían desaforadas las ratas, con el consecuente pánico y alboroto de los allí presentes.

También me contaba su hija que, entre otras hazañas, “en la época de la guerra hizo Pedrotxu un zulo en el portal del viejo bar Lauri (Casa de los Ussia) para guardar la corona de la Dolorosa (imagen de la parroquia) y otras cosas de valor así como joyas de los propietarios, etc.”, anécdota que curiosamente también recuerdan a la perfección en mi familia.

LAS MALVICES. Pero de las muchas curiosidades que aquella tarde del pasado 20 de agosto me contó Mercedes sobre su padre, hubo una que me pareció entrañable y de gran fondo emocional. Y es que Pedrotxu amaba y admiraba los zorzales, unas aves que aquí conocemos como malvices (aunque sea un término masculino en nuestra zona se usa en femenino: “las malvices”). Tanto que hasta podríamos hablar de que tenía una gran obsesión personal por ellas.

Zorzal, conocidos entre nosotros como «malviz»

En cierta ocasión tenía enjaulado un buen ejemplar en su ventana. Se pasaba horas y horas mirándola y hablándola. Y cada día reservaba su último trozo de comida para dárselo a ella. El ave se lo agradecía con primorosos trinos, unos gorjeos que eran la admiración de todo aquel que transitaba por aquel entorno de Lamuza.

Llegó incluso a ofrecerle Alejandro Gorostiaga «mil pesetas y una tripada de angulas» por ella, a lo que Pedro, perdidamente enamorado de su ave, se negó con rotundidad.

Pero en otra ocasión se encaprichó de ella el sacerdote —llamado Félix— y, como el clero pesaba tanto por aquel entonces, no se la pudieron negar. Con gran pesadumbre, Pedro se la tuvo que vender por una simbólica peseta.

Mas, cuando acudía a los obligados oficios religiosos, no podía concentrarse en ellos porque oía a lo lejos cantar a su añorada malviz y toda su atención se le iba allí, con poco provecho para sus ejercicios espirituales. Así sufrió lo indecible hasta que un día decidió que no podía vivir ni un minuto más con aquella pena. Por ello se lo comentó a su madre y lo hablaron con el sacerdote que, visto el alcance que aquella melancolía tenía para el muchacho, no puso impedimento para hacer una marcha atrás en el cambio de peseta por pájaro, para alegría de Pedrotxu, que nunca más abandonó a su avecilla hasta la muerte.

HASTA SIEMPRE, PEDROTXU. Poco más podemos añadir porque poco más sabemos. Pero llegamos a intuir que, en ese otro lugar en donde no pasa el tiempo, seguirá Pedrotxu embelesado escuchando a su divina malviz. Y sonreirá viendo cómo aquella tablilla en la que escribió en su juventud ha provocado estas letras que lo devuelven a la historia, a la actualidad, a la historia de los terrenales. Un 5 de octubre… Él agradecido en su eternidad y nosotros eternamente agradecidos. Por los siglos de los siglos…

Muchas gracias a Mercedes Mendibil, a su esposo Eugenio Gastaka y a sus hijos Eugenio y Lutxi. Por todo lo bueno que siempre nos disteis, nos dais y, sin duda, nos daréis.

 

 

Vendimia, lastapeko y añoranzas

Uvas listas para verter sus lágrimas

Aunque dudo de que ya la use alguien, con la palabra lastapeko se conocía en nuestra comarca (Orozko, Arrankudiaga, Arrigorriaga…) el trago del primer mosto de la prensada, aquel que honoríficamente y en muestra de agradecimiento, se ofrecía a quienes habían vendimiado las uvas.

Quizá soñando con revivir rituales tan exquisitos, pensando en reengancharme con una rica cultura popular que se nos fue, sólo pude contestar “sí, quiero” a la invitación que mi buen amigo Iñaki me hizo para que este pasado sábado les ayudase a vendimiar.

Pero la realidad, por lo general, entiende poco de atmósferas románticas. Por ello, una vez llegado a aquel barrio del poniente vasco a la hora prevista, observé que ya rulaba por allí un enjambre humano que ocupaba cada rincón de la finca. Así es que poco más que posar para la foto pude hacer porque, cuando llevaba medio cesto, ya había finalizado todo. Eran los G. C.  y los C. G., dos familias que alternan idénticos apellidos, estirpes uncidas con el yugo de la vida y que en la práctica son una unidad monolítica inquebrantable.

Menos mal que, siendo el día de San Miguel como era, me había comprometido a elaborarles una limonada de garrafa con su txakolin para así hacer una especie de lastapeko granizado al final de la comida. De ese modo parecía ganarme el derecho a gozar en vivo y en directo del proceso de la vendimia, estrujado y prensado de sus uvas.

Deambulando por allí, sin pretenderlo, comenzaron a brotarme de los cajones de la memoria recuerdos de otras lejanas vendimias. Cajones que llevaban cerrados durante décadas y que se abrían ahora de par en par al sentir de nuevo la pegajosidad en las manos y al olfatear el olor dulzón de los hollejos ya vacíos.

No tendría ni diez años y estábamos una vez más en el caserío de los tíos Lorenzo y Ana Mari en Arbide, Arrankudiaga. La vendimia de aquellas uvas en parra era algo que se vivía por aquel entonces con gran intensidad y liturgia desde semanas atrás. Había que sanear las viejas barricas, empaparlas para hincharlas y adecentar aquel lúgubre y oscuro espacio al final de la cuadra, en donde se ubicaba el lagar.

Recuerdo cómo nos dejaban recoger con las manos pequeños racimos de uvas que, en la mano, llevábamos hasta la gran barrica vertical abierta por su parte superior. Eso cuando no comíamos por el camino aquellos melosos granos, colocándolos en los labios y apretándolos con fuerza para que nos disparasen su pulpa hasta el centro de la boca. Así la separábamos de aquellos pellejos ásperos y poco agradables para el paladar infantil.

Después, bien llena la cuba, nos subían a ella para que pisásemos un rato la uva, quizá con la pedagógica intención de que nunca olvidásemos cómo se materializa unos de los mayores milagros de la naturaleza. Y, sin embargo, hemos traicionado a nuestra memoria de pueblo

Pronto tomaba las riendas de la situación mi tío Lorenzo Esparza, un hombrachón que buscaba apoyo en los hombros de otro compañero mientras ejecutaba aquella especie de danza atávica, interiorizada en sus genes desde siglos atrás.

Una vez «bailado» y roto el grano se pasaba al lagar. Allí, una larga viga de madera pivotaba sobre uno de sus extremos para apretar un entramado de tablas y cabrios dispuestos sobre la uva. Su empuje consistía en la fuerza que ejercían unas pesadas piedras que colgaban en la punta opuesta del madero. Así se dejaba toda la noche para que, en un prolongado lamento, fuese derramando todo el líquido que contenían sus granos. Aunque cierto es que de vez en cuando había que desmontar las piedras y elevar la viga con una polea unida al techo de la cuadra, para introducir de nuevo más maderas con las que prensar más la uva y así extraer hasta el último aliento del alma de aquellos benditos frutos.

Hablaba Lorenzo con irónico desprecio hacia su rústico artilugio porque ya conocía las modernas prensas de husillo metálico, como la que tenía el vecino José Arbide –apellido coincidente con el nombre de la casa y barrio– y con las que todo aparentaba ser más simple y beneficioso. Tanto que ya había ganado durante varios años consecutivos el título de mejor txakolingorri de Bizkaia. Lo mismo sucedía con la renovada maquinaria del caserío Errotalde, reconocible por sus flamantes emparrados. Todos menos él… Poco imaginaría Lorenzo que aquel trasto que tan pocas alegrías le daba era la gran joya etnográfica del barrio, lo puro entre lo auténtico, como lo era su propio caserío de frontal de tabique de escoria, recuerdo de legendarias ferrerías que en otro tiempo llenaron de ruido y riqueza el húmedo valle.

En aquella misma gran barrica llamada bukoe –que no es sino bocoy– en la que se había pisado la uva, se vertía el nuevo mosto recogido del lagar, atendiendo siempre a que estuviese rebosante para que expulsase las impurezas a medida que hervía el conjunto con la fermentación. Finalizada ésta, con paulatinos trasiegos entre barricas, se iba aportando limpieza hasta que ya se procedía al embotellado definitivo en el ritual día del menguante de febrero. Impensable hacerlo en otra fecha.

Aquella viga de lagar duró hasta que se rompió en las inundaciones de 1983 año en que se vieron obligados a reparar y renovar la maltrecha casa casi en su totalidad. Y la riada también llevó los recuerdos y aquellos quehaceres vitivinícolas que daban sentido a la vida del bueno de Lorenzo.

Pero ya no queda nada. Ni siquiera Lorenzo. Por ello, cada vez que nos juntamos, rememoramos y reímos con su viuda Ana Mari mil y una anécdotas. Sobre todo la de aquella vaca que en cierta ocasión yacía en el suelo, convulsionándose y moribunda. El veterinario acudió raudo al alarmado aviso y se sintió desconcertado al no saber qué contestar ante aquel cuadro que le resultaba desconocido. Hasta que alguien descubrió en la oscuridad del lugar que tenía la cadena rota y que se había bebido más de medio bukoe de aquel txakolin que alegre fermentaba. Una borrachera vacuna en toda regla… Recuerdos…

Añadido de uva a la prensa, en vistosa cascada.

Pero volví a la realidad y pronto me percaté de que en aquel paraje vizcaino-encartado era otra cosa, otro tiempo: sin duda me estaba haciendo mayor. En mi estancia de okupa en el lugar, observaba y fotografiaba cada movimiento que el omnipresente Vicente tenía bien estudiado y diseñado de antemano. Era el director de orquesta, el Lorenzo de aquel lugar, el que dirigía cada premeditado paso. Ingenioso como pocos, tenía una sorprendente solución para cada problema. Mientras Aitor me hablaba de sus cumbres, Oihan de la gran carretilla de plástico y el pequeño Ekhi de su casa imaginaria entre manzanos.

Máquina trituradora eléctrica, prensa de husillo e impecables depósitos de acero inoxidable con temperatura regulada. Otro paraíso…

Vicente y Jon, aplicados en la labor del prensado

Finalizada la labor, gozamos de una exquisita comida a base especialmente de asados de barbacoa y txakolin como única bebida permitida. También con el producto de su tierra elaboramos la garrafa que tanta admiración despertó pues les resultaba desconocida. Era el día de San Miguel y, sin querer, brindando con limonada bajo aquella parra hicimos una estampa que bien podría ser un cuadro de José Arrue.

«…brindando con limonada bajo aquella parra hicimos una estampa que bien podría ser un cuadro de José Arrue…»

Mientras, algo alejada y distante del bullicio que la ingesta del alcohol iba haciendo aflorar, Mili, la nonagenaria matriarca del solar, observaba con orgullo a toda su prole, pendiente en todo momento de que no les faltase nada. Como las gallinas cuidan de sus polluelos con una insondable generosidad que sólo puede entenderse desde unas entrañas femeninas, maternales. Era el prototipo de etxekoandre de las de siempre, de aquellas que sacrificaban todo por los demás y encima te desarmaban con una sonrisa contra la que poca resistencia se podía argüir. Y, de nuevo sin querer, afloró el recuerdo de una mujer similar a Mili, amama Clara (1987-1991) como nosotros la conocíamos, porque yo tenía abuelas pero también aquella amama de Arrankudiaga que, sin ser en realidad ser nada nuestro, tanto amor nos dio.

Amama Clara frente a su caserío en Arbide, Arrankudiaga en una imagen que yo mismo le hice décadas atrás

Así es que allí, en aquel entorno moldeado por el río Barbadun viví el sábado una jornada apasionante, llena de vivencias actuales y emotivos recuerdos del pasado. Mil gracias de todo corazón a los que hicisteis que me sintiese allí tan dichoso. Por orden alfabético, Aitor, Alaia, Ekhi, Guadalupe, Iñigo, Izaro, Janire, Jon, José Luis, Maitane, Miren, Oihan, Oli, Rebeca, Udane, Unai, Uri y Vicente, sin olvidar claro está a mi amigo Iñaki y a su entrañable madre Mili.

Y, cómo no, con un entrañable recuerdo en mi fuero interno para la memoria de Lorenzo (1928-2007) y amama Clara (1897-1991), aquellos que posiblitaron que en mi más tierna infancia arraigara la vendimia, un sentimiento que, partiendo de unos pequeños pies desnudos, ascendió hasta el centro del corazón.

Por todas vosotras/os, un brindis con el mejor de los lastapeko de nuestro país, Euskal Herria.

 

Los hermanos C. G., girando con ímpetu la garrafa