Medallas a vírgenes y perras

00    Jorge Fernandez condecora a la Virgen.SEGURO que comentas a las puertas de un instituto que han concedido una medalla a la virgen y se les viene a la cabeza uno de esos programas de muchachos ciclados y chicas tetijuntas en los que no haber mantenido relaciones sexuales sería no sé si meritorio pero al menos digno de mención. Pero no, lo que la Audiencia Nacional acaba de avalar es la concesión de la medalla de oro al mérito policial a Nuestra Señora María Santísima del Amor, una virgen de las de saya, manto y corona que fue distinguida el año pasado por el Ministerio del Interior. El asunto, más que de un alto tribunal, parece propio de esos juicios televisivos en los que la peña reclamaba cuestiones de vital trascendencia, como la pensión alimenticia de un caniche o los daños morales por haber dejado unos zapatos a una amiga y que le hubiera roto un tacón. Al margen de eso, se sienta un inquietante precedente, ya que la mayoría de magistrados no consideran “irracional” galardonar a una figura religiosa, en representación de una cofradía, y argumentan que entra dentro de la “potestad discrecional” de la Administración. Vamos, que mañana les da por condecorar a Chewbacca y punto en boca. Yo, si de destacar el mérito policial se trata, antes le daría la medalla a Diesel, la perra que falleció durante la operación antiterrorista en Saint Denis. O a las madres, capaces de olfatear que te has fumado un cigarrillo a tres kilómetros de distancia.

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Deformación profesional

ENTRAS a un bar a cambiar dinero para la OTA, oyes a un tipo diciendo que este fin de semana piensa “desconectar” y, de pura sobredosis de butifarra informativa catalana, te da por imaginártelo subido a un escalón de Ikea, cortando con un serrucho una circunferencia de suelo a su alrededor y declarando, espumadera en alto, la república independiente de su casa. Enseguida caes en que no solo no pretende desenchufarse de España, sino que el viernes a las tres piensa salir disparado a desconectar a un pueblo de Burgos. Así que, hecha trizas tu teoría, asumes que será cosa de los periodistas, que sufrimos una preocupante deformación profesional y pensamos que a todo el mundo le interesan las cuestiones de Estado cuando un buen puñado, en vez de especular sobre el futuro de España, lo hacen sobre el siguiente expulsado de Gran Hermano o la última entrega de La Guerra de las Galaxias. Nos consuela que no somos el único gremio afectado. Lo sé porque un día coincidí con un directivo en un ascensor. “Parece que ha refrescado”, musité en modo mortal estándar. “Sí, es una variable a tener en cuenta, dado que acentúa la probabilidad de precipitaciones, lo que repercutiría en la instalación de componentes externos por las filiales del grupo en la zona norte, influyendo en los movimientos del stock y, por consiguiente, en la cuenta de resultados”. Dicho esto, se abrieron las puertas justo cuando iba a empezar a derribarlas a cabezazos.

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Mi madre es una zombi

DICEN que hay vida más allá de los hijos, pero es tan difícil encontrarla como en Marte. Nada más nacer te privan del sueño para anular tu voluntad y, a la que te descuidas, te mean para marcar territorio. A partir de entonces, ya eres suya. Y tu tableta también. Fuera amigos. Fuera aficiones. Fuera películas para mayores de 7 años. Fuera cualquier placer que no sea desvanecerse en el sofá sin clavarse una ficha de Lego en las costillas.

En esas condiciones de semiesclavitud, una llega a comprimir en formato Zip sus necesidades más básicas: come mientras rasca la vitrocerámica, se peina sentada en la taza y se viste con lo que descuelga del tendedero para evitar doblarlo. ¿Y la plancha? No me hagan reír. A lo sumo, MEJOR-DISFRAZ-ZOMBI-MADREusará la de los langostinos en Nochevieja. Llegados a ese punto en el que una se quita las legañas mirándose en los retrovisores, camino del colegio, no es de extrañar que el otro día una madre me preguntara por qué iba de zombi si ya había pasado Halloween. “No voy de zombi, voy de lunes y las ojeras son mías”. Para evitar confusiones, el martes me peiné y me puse minifalda. “Tienes unas piernas bonitas”, quiso arreglarlo. “Dejémoslo en que tengo piernas”. La verdad es que no había reparado en ellas. Me vine arriba y el miércoles me pinté el ojo. Solo uno porque justo el crío se lió a galletas (María) con la cría. Hoy me he decantado por un mono de retirar avispas asesinas. Mano de santo, oigan.

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Felicitaciones al peso

FELICITACIONES,CUMPLEAÑOSNO es por ser aguafiestas, pero sospecho que si no fuera por el recordatorio de Facebook, no le felicitarían por su cumpleaños ni la quinta parte de sus contactos. Y si no, haga la prueba, omitiendo su fecha de nacimiento en la red social. Seguramente recibiría las llamadas de los más allegados, algún que otro WhatsApp y pare de contar. Lo que viene a ser la gente que se acuerda de usted a pelo porque le tiene cariño, sin necesidad de que le suene una alarma, como si tuviera programada una reunión de trabajo o una cita médica.

Será cosa mía, pero las felicitaciones indiscriminadas, lo mismo a un amigo del alma que a aquel que no sabes muy bien de qué lo conoces pero te suena que hizo contigo la EGB, han perdido su esencia. Llegará el día en que las programemos, como quien domicilia el recibo de la luz, para no tener que ocuparnos ni siquiera de teclearlas. No se sientan culpables, porque seguro que el homenajeado hace lo propio con los mensajes de vuelta dando las gracias.

Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que nos aprendíamos los teléfonos y las efemérides del entorno de memoria. Ahora no retenemos ni las propias. Hace meses me llegó un WhatsApp felicitándome. No era mi cumpleaños, no juego a la lotería, no esperaba un ascenso, ni me había presentado al Pulitzer… Tardé días en caer que había sido mi aniversario de boda. Por puro descarte.

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Cómo complicar un cumple

trastadas-13-maid-in-barcelonaEL año pasado lo resolví con un pícnic en un parque, pero este curso va a ser que no. El crío ha asistido a dos cumples y ahora la pelota está en nuestro tejado. Él se decanta por una celebración low cost, esto es, un regalo, un invitado. Servidora, consciente del grave conflicto diplomático que podría generar su espartana decisión en el patio, trata de evitarlo. Así que ahí ando, intentando explicarle que, además de a su amigo, debe invitar a los compañeros que previamente le han invitado y, por supuesto, a los hijos de los padres con los que me hablo. Un absurdo como otro cualquiera que se prorroga, generación tras generación, hasta las mismísimas bodas, en las que uno paga los langostinos por compromiso a gente con la que ni siquiera ha hablado. Por si confeccionar la lista fuera poco complicado, está el tema de la paridad. Que a él se la trae al pairo, pero yo paso de los cumples segregados. Llevo días persiguiéndole con la foto de la clase. “¿Y qué tal si invitamos a esta?”. Y él, que “a esa no porque tiene coleta”, que son el tipo de argumentos que esgrimen a los cuatro años. Por si fuera poco estresante, hay que pensar en los regalos. Un año con la niña decidí innovar y pedí a los padres que no le compraran nada. No lo he vuelto a hacer porque me miraron raro, como si fuera de una secta o algo. Con lo fácil que sería hacerle caso, un invitado, un regalo, no sé por qué me empeño en complicarlo. Estoy a un tris de marcarme un Quiroga.

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