Buenos fines, malos medios

No vale todo. Por supuesto que no. Ni siquiera por una buena causa. De hecho, el propósito más noble queda bastardeado cuando en su nombre se usa intencionadamente el juego sucio. La mentira, la manipulación o eso que una vocera de Trump ha bautizado con jeta de titanio como “Hechos alternativos” ponen en evidencia a quienes, a falta de escrúpulos y argumentos, los utilizan como atajo hacia sus fines. Insisto, por meritorios que estos sean. Y peor, si la sórdida estrategia incluye un ataque de mala fe a una persona, que en el caso que nos ocupa, reúne, además, la condición de representante de la soberanía popular.

Cierto, son mis palabras. No creo, sin embargo, que la opinión que expresan esté muy lejos del mensaje que el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco lanza a las plataformas antidesahucios en el auto de archivo de la denuncia que presentaron contra Iñigo Urkullu por haber aportado datos sobre el desalojo de una mujer en Gasteiz. Ocurrió, seguro que lo recuerdan, en el debate electoral en EITB. Interpelado por una de sus adversarias, el entonces candidato a la reelección aportó los citados datos, que desmentían la versión —como poco— exagerada que se había hecho circular. “Lo único que está haciendo es constatar una realidad y lo que es más importante, cumplir con su obligación de mandatario público”, anota el TSJPV junto a media docena de consideraciones en las que deja claro que no hay falsedad, revelación de secreto ni intromisión en ninguna intimidad. El daño está hecho. No tanto al lehendakari como a la verdad y a la propia causa justa a la que supuestamente se pretendía servir.

Tres tristes espectros

No gana uno para sustos. Al primer bote, parece una instantánea tomada en el museo de Madame Tussauds. O quizá un fotograma de La parada de los monstruos. Bajo una luz mortecina, el objetivo muestra la inexpresividad entre cerúlea y marmórea de tres rostros que hacen que el espectador se pregunte si se le habrá parado el calendario. Pero entre el hedor imaginado a sulfuro, Varon Dandy y naftalina, un despiadado titular deja las cosas en su sitio. Es un apunte del natural tomado en un acto público de apenas unas horas antes. Por las venas del trío protagonista sigue corriendo sangre real, quizá mezclada con vitriolo y un rencor infinito. Son, por orden de aparición, María San Gil, José María Aznar y Jaime Mayor Oreja. Reconozcan que la sola lectura consecutiva de sus nombres les ha provocado un escalofrío.

Sin embargo, se diría que poco de fuste hay que temer. Apenas se trataba de una reunión de espectros que habían abandonado sus respectivas madrigueras del averno para ponerle las rodillas temblonas a Mariano Rajoy. Ya ven qué guasa. Puesto que las dos atribuladas formaciones de la oposición reglamentaria —PSOE y Podemos—, enzarzadas en sus reyertas intestinas, no alcanzan ni a hacerle cosquillas al imperturbable inquilino de Moncloa, tienen que venir a darle la murga desde el ala (todavía más) dura del PP. Con escaso éxito, habrá que añadir. Incluso contando con la presencia en primera fila de la inevitable Esperanza Aguirre, la misa negra plagada de maldiciones, sapos, culebras y profecías apocalípticas llegó a los medios como divertimento, extravagancia o puro relleno. Y que siga siendo así.

Pancarteros impunes

El mismo día en que el Sadar guardaba un minuto de silencio y expresaba su rechazo por el último asesinato machista en Navarra, en los graderíos rojillos unos aficionados del Sevilla exhibían una pancarta en apoyo del presunto violador y probado tipejo que atiende por los alias Joselito el Gordo o El Prenda. Con nauseabundo desparpajo, se homenajeaba al considerado líder de una reata de mastuerzos entrullados preventivamente como sospechosos de una brutal agresión sexual en grupo cometida en los últimos Sanfermines. El vomitivo trapo permaneció desde antes del pitido inicial y hasta el final del encuentro en el lugar donde lo había plantado un desalmado hincha hispalense. Eso, pese a que su presencia había sido detectada y denunciada por varios espectadores en las mismas redes sociales donde se multiplicaban los mensajes de ánimo y simpatía hacia el tal Prenda o Gordo, al que se identificaba como “uno de los nuestros”.

Pero hemos de estar tranquilos. La muy diligente delegada del gobierno español en la Comunidad foral ya ha tomado cartas en el asunto. Ha dado instrucciones a la policía nacional —¡uauh!— para que elabore un informe —¡iepa!— al respecto y, si procede, lo traslade a… ¿LaFiscalía General del Estado? ¿La de la Audiencia Nacional? ¿La de Navarra, siquiera? Qué va. Confórmense con la Comisión Antiviolencia del Deporte español, chiringuito tan pomposo de nombre como absolutamente ineficaz en cuanto a hechos. Apuesten a que todo quedará en un encogimiento de hombros bajo alguna estúpida excusa. A nadie se le escapa que las ofensas que se castigan, incluso con cárcel, son de otra clase.

Populacherismo

Es posible que sea un enorme irresponsable, un inconsciente del carajo o ambas cosas, pero desde el viernes a las seis de la tarde, hora de Euskadi y de Aquisgrán, voy de carcajada en carcajada. La penúltima y más conseguida encarnación del mal se hacía cargo del poder en el perverso y diabólico imperio culpable de todas las desgracias del planeta. Hordas de individuos moralmente superiores que piensan exactamente eso se atizaban codazos para ejercer de eruditos tertuliantes en las mil y una transmisiones televisivas y radiofónicas del evento. Caray, con los insumisos, que con su sola presencia en esos saraos del blablablá estaban retratándose como súbditos del lado oscuro. Y esto va por los que cobraron por sus cagüentales y por los que los farfullaron gratis et amore en Twitter.

He ahí la contradicción fundacional. El resto fueron llegando en torrente en cada apostilla al discurso inaugural del presidente con cara de cochino, como dice la canción viral de internet. “¡Qué asco!”, “¡Intolerable!”, “¡Tipejo!”, “¡Eso es fascismo de libro!”, “¡La que nos espera!”, “¿Cómo es posible?”, se iban rasgando ritualmente las vestiduras los recordmen y recordwomen siderales de la progritud. Y todo, vean qué gracia, porque el nuevo inquilino de la Casa Blanca no dejaba de regüeldar en diez o doce versiones con leves matices que había llegado el momento de quitar el poder a las élites corruptas para devolvérselo al pueblo. “No permitas que nadie te diga que eso no se puede hacer”, remató Trump, remedando a su modo, jojojo, el lema de los mismísimos que se ciscaban en su estampa. Los populacherismos se tocan.

Trump y los profetas

Anoten en su diario: 20 de enero de 2017, hoy comienza la era Trump. Un saludo con corte de mangas y cuchufleta al ejército de sabios que nos explicaron con profusión de argumentos expelidos mirándonos por encima del hombro que esto no ocurriría jamás de los jamases. ¿O ya no se acuerdan? Empezaron vaticinando sin-ningún-género-de-dudas la imposibilidad de una victoria en las primarias del Partido Repúblicano. No había el menor riesgo, seguían porfiando mientras el pelopaja iba mandando a la cuneta un rival tras otro.

La prudencia más elemental habría aconsejado que cuando finalmente fue designado candidato a la presidencia, los profetas de lance dejaran abierta una puerta a la sorpresa. Ni por esas. Sin mudar el gesto ni mostrar el menor signo de vergüenza por el colosal fiasco, pasaron a abrumarnos con los quintales y quintales de motivos por los que Hillary Clinton barrería del mapa al extravagante multimillonario.

Consumada la derrota de la aspirante demócrata, no crean que tampoco hubo el menor amago de reconocer su terrorífica cantada. Los auríspices contumaces se travistieron en analistas del copón y se aplicaron, con aplomo forense, a hacer la lista de los cómos y los porqués del inopinado triunfo del tipejo. La conclusión vino a ser, coma arriba o coma abajo, que la democracia es cada vez más peligrosa porque la masa inculta no sabe votar y tiene querencia a salir por peteneras. Si no rebosaran soberbia, quizá les diera para preguntarse si esa insultante superioridad moral traducida en desprecio sistemático por los demás no es lo que ha alfombrado el camino de Trump hacia la Casa Blanca.

Abusos en la Iglesia vasca

De nuevo, la Iglesia aparece como piedra de escándalo. Esta vez, la vasca, por si alguien, en su autocomplacencia o ceguera voluntaria, pensaba que las sacristías del terruño estaban libres de polvo y paja. Cuánta respiración contenida, por cierto, ante la trayectoria conocida del señalado como autor —confeso, no se pase por alto— de por lo menos tres casos de abusos a menores. ¿Quién iba a pensar que Juan Kruz Mendizabal, Kakux, tan cercano, tan afable, tan campechano, tan… bueno, ya saben, iba a ser un depredador sexual?

Junto a esa pregunta, otras más incómodas: ¿Por qué ha pasado tanto tiempo desde que ocurrieron los hechos hasta su conocimiento? ¿No había indicios o sospechas? ¿Quién o quiénes miraron hacia otro lado? ¿Qué les impulsó a ello? ¿Cómo se explica que fuera subiendo en el escalafón? ¿A qué se debe que hasta la fecha no haya actuado, que sepamos, la justicia ordinaria? ¿De qué nos sirven las palabras compungidas del Obispo Munilla? ¿Qué es eso de intentar convencernos, a estas alturas, de que en el pecado está la penitencia? Y sobre todo, ¿tenemos la certeza de que es el único caso? ¿Hay alguna garantía de que no va a volver a ocurrir?

Déjenme que en el último párrafo me mire el ombligo. Se nos reclama, con razón, a los medios de comunicación que informemos sin tapujos ni miedo sobre la cuestión. No dejemos de hacerlo. Pero, por favor, no permitamos que nos guíe el morbo chabacano. Es digno del mejor periodismo localizar a las víctimas y darles la voz que les han robado durante años. Sin embargo, están de más esos titulares sensacionalistas llenos de sórdidos y explícitos detalles.

Apenas la fotografía

Ir o no ir, he ahí la cuestión. Si hablamos de la cacareada conferencia de presidentes autonómicos, se pueden encontrar argumentos igualmente razonables a favor o en contra. De hecho, fijándonos en lo que nos toca más cerca, comprobamos que la presidenta de Navarra, Uxue Barkos, ha optado por la presencia, mientras que el lehendakari Iñigo Urkullu se ha decantado por la ausencia. No parece que ni una ni otra postura se vayan a traducir para las respectivas ciudadanías en algo que les beneficie o les perjudique de modo especial. Al fin y al cabo, a casi nadie se le escapa que el principal motivo del encuentro, si no el único, reside en la fotografía solemne —también conocida como de familia— con todos los asistentes flanqueando a Mariano Rajoy y al rey Felipe Sexto, recién llegado en este caso de su bisnes por esa satrapía llamada Arabia Saudí.

La instantánea quizá no dé para una tesina de semiología, pero si la miran durante dos o tres segundos, les cantará la Traviata sobre un modelo de Estado que debería estar superado hace un buen rato. Y si además de mirarla, la huelen, percibirán el aroma inconfundible y ya rancio de aquel funesto café para todos que, si ya era malo de inicio, no ha dejado de aguachirlarse con el paso de los años y de los gobiernos de estas o aquellas siglas. No se antoja detalle menor que el ejecutivo liderado por el que aparece en el centro —cómo no— de la imagen haya sido el que con más brío, cuando no directamente saña, se ha empleado, en compañía de sus magistrados de corps, para cercenar el ejercicio de un autogobierno que, no lo olvidemos, ya venía afeitado de serie.