Es gracioso. Nos pasamos la vida cantando aleluyas a los pactos entre diferentes, y cuando se producen, sacamos el máuser dialéctico y montamos la de San Quintín. Con balas de fogueo, todo sea dicho, porque no nos chupamos el dedo y también tenemos claro que muy buena parte de la política se desarrolla como representación teatral. Es decir, se exagera la nota que es un primor.
Así, los desmesurados tenores y sopranos de la oposición fuerzan la garganta para denunciar con gran acompañamiento de aspavientos el tremebundo atropello que supone que el PNV haya alcanzado un acuerdo presupuestario con el PP en la CAV y que esté a punto de cerrar otro en Madrid. Las mentes calenturientas —no hay quien no las haga que no las imagine— se han liado a propagar historietas para la antología de la conspiranoia sobre no sé qué componendas firmadas en el averno con los demonios del Ibex 35 ejerciendo de maestros de ceremonias. La supuesta alianza de las fuerzas del mal popular-empresarial-jeltzale tendría como objetivo sacar los higadillos al sufrido pueblo llano. Sufrido y, por lo visto, cenutrio, puesto que cuando se le pone en tesitura de votar, no solo no reduce sino que amplía el respaldo a sus presuntos maltratadores. Raro, ¿no?
Ahora que no nos lee nadie, les confieso que no me hace especialmente feliz el acuerdo con los populares. Pero conozco las normas de este juego y no fingiré escándalo. Menos, cuando sé sin asomo de dudas que los dos partidos en proceso de rasgado ritual de vestiduras fueron a la mesa de negociación con condiciones intencionadamente inaceptables. Lo demás, ya les digo, espectáculo.