Hace algo más de medio año, Pablo Iglesias Turrión se cortó simbólica y realmente la coleta y se apartó de la primera línea de la política. Más que vencido, humillado por Isabel Díaz Ayuso en las elecciones madrileñas del 4 de mayo a las que concurrió como gran salvador de Podemos, la misma noche del batacazo anunció su dimisión irrevocable y su retirada a otros menesteres. Su promesa fue que se confundiría con el paisaje y que dejaría que su formación volara libre sin su tutela, puesto que él había demostrado —palabras textuales— que ya no podía sumar nada al proyecto.
Habrá que reconocer que durante dos meses fue escrupulosamente fiel a su palabra. Para sorpresa de propios y extraños, en ese tiempo no tuvimos la menor noticia suya, y algunos creímos seriamente que por fin habíamos dado con un político que sabía hacer mutis por el foro. Pronto quedó probada nuestra ingenuidad. Iglesias regresó por tierra, mar y aire bajo la forma de tertuliano y opinador en un congo de cabeceras, algunas de la marginalia mediática, pero otras —Cadena Ser, RAC 1, La Vanguardia—, de la extraordinariamente bien remunerada Champions League del blablablá. Desde esos púlpitos, alguno compartido irónicamente con el gurú devenido en bluff Iván Redondo, Iglesias ha ido espolvoreando más o menos sibilinamente sus directrices a quienes dejó como sucesoras de la formación que fundó y lideró medio diapasón por debajo de lo mesiánico. Pero como ni así se ha evitado la caída en barrena y la extraña confusión sobre el papel de la lideresa in pectore, Yolanda Díaz, el macho alfa ha vuelto a tomar el timón morado sin disimulo. Qué difícil es saber marcharse.