Ya sabemos qué habrá después del estado de alarma. Nada entre dos platos. O, menos finamente, una boñiga pinchada en un palo. El decreto de transición anunciado por la vicepresidenta Carmen Calvo con su ineptitud expresiva habitual no llega ni a mal parche. Bien es cierto que, una vez jurado en hebreo todo lo jurable por la enésima deslealtad del inquilino de Moncloa con quienes lo mantienen donde está, la jugarreta es perfectamente coherente con lo que llevamos visto y padecido desde el principio de la pandemia. A Sánchez y a sus susurradores se la bufan un kilo las muertes de decenas de miles de personas y la ruina económica. Especialmente, si pueden pasarles el marrón a los gobiernos locales, que es lo que vuelve a suceder con este esputo legaloide que se han sacado de la entrepierna.
A partir del domingo se van por el desagüe todas las medidas que nos habían jurado que eran imprescindibles para luchar contra el virus. Si las comunidades pretenden mantenerlas deberán pasar por la doble humillación de recibir el aval del Superior de Justicia correspondiente y de suplicar clemencia al Supremo es-pa-ñol en el muy probable caso de que un juez jatorra se ponga estupendo; precedentes tenemos. Los cuantopeormejoristas del terruño, que ya juran que estamos peor que en India, se van a dar un festín.