Celebro que la corte constitucional de Colombia haya despenalizado la interrupción voluntaria del embarazo. Es, sin duda, un avance conseguido gracias a la lucha sin descanso del movimiento feminista de aquel país con el aliento de formaciones progresistas. Supone un hito para toda Latinoamérica, donde hasta los regímenes de izquierda niegan a las mujeres el derecho a tomar una decisión que, por otra parte, no suele obedecer a un capricho sino a una necesidad imperiosa y generalmente dolorosa. Siempre he sostenido que, refiriéndonos a lo que nos referimos, el lenguaje nos juega una mala pasada. No creo que realmente nadie esté “a favor del aborto”. En todo caso, estamos a favor de no penalizar su práctica. Ahí creo que existe un matiz importante.
Y, volviendo a Colombia, del mismo modo que he señalado lo anterior, no puedo callar ante el estremecimiento que me ha producido saber que se permitirá acabar con la gestación hasta la semana vigesimocuarta. Es decir, prácticamente hasta los seis meses. Creo que cualquiera que haya visto una ecografía correspondiente a ese periodo tiene claro que ya no estamos frente a un ente etéreo sino pura y simplemente ante una vida. Ahí es donde, por más que busque en mi interior, soy incapaz de encontrar argumentos para considerar como derecho acabar con lo que a todas luces y sin discusión es ya un ser humano. Al contrario, estoy convencido de que lo que debe hacer cualquiera que defienda la justicia social de verdad y no por conveniencia o postureo es ponerse del lado del más débil, que en este caso es un bebé totalmente formado y perfectamente viable.