Más cadáveres que ataúdes

En estos difíciles días está circulando por las redes el recuerdo de la mortífera gripe que sacudió al país en 1918, hace poco más de un siglo. Tan grande fue la mortandad —la mayor conocida hasta entonces, con 260.000 fallecimientos en España— que, hasta en rincones tan apartados como los valles de Orozko hubo que recurrir el antiguo pero denostado sistema de transporte de los cadáveres sin caja: no había ni tiempo ni recursos suficientes para elaborar tantos ataúdes. Vamos con unos apuntes sobre ello.

Hasta la modernización que en todos los ámbitos insertó la Ilustración (siglo XVIII), lo habitual era transportar los difuntos a la vista, amortajados y atados con cuerdas sobre unas angarillas o andas sobre las que se tambaleaban o empapaban en días de lluvia. Tenebroso.

ATAÚDES. Por ello, aquella innovadora sociedad del Siglo de las Luces no podía convivir con la vieja costumbre, carente del mínimo decoro y dignidad que exigían los nuevos aires. Así es que, paulatinamente, comenzaron a transportarse los cadáveres dentro de unas cajas de madera llamadas ataúd, en la que se enterrarían los seres queridos sin tener que pasar por el funesto mal trago de ver el cadáver. Porque ojos que no ven…

Al cambio de costumbres populares, para que se empezase a portear y enterrar al muerto encajado, ayudarían la nueva corriente y obligaciones de enterrar los cadáveres en el exterior de las iglesias y no dentro como se había realizado entre los siglos XIII-XIV y el XVIII. A ello ayudarían la epidemia de garrotillo —disentería— y de tabardillo que, en 1760 y en 1765 respectivamente, castigaron a Orozko con numerosas pérdidas humanas.

CEMENTERIOS. Sea como fuere, la moderna sociedad dieciochesca no podía ya permitir aquellos pestilentes olores que inundaban el interior de los templos y que podrían ser un foco de propagación de enfermedades. Está costumbre quedó expresamente prohibida por Carlos III (1788) pero tuvo uno y mil conflictos con las insumisas feligresías rurales, muchas veces espoleadas en su rebeldía por los astutos sacerdotes que no querían perderse las golosas ofrendas que sobre las fuesas —fosas, tumbas— hacían los fieles.

Iglesia parroquial de San Bartolomé de Olarte, en Ibarra (Orozko), con las peñas de Itzina como fondo y los muros del tardío cementerio en primer plano. Foto de Indalecio Ojanguren, 1952.

Como muestra, la parroquia que nos ocupa, la de San Bartolomé de Olarte en el barrio Ibarra (Orozko, Bizkaia) no construyó el cementerio exterior hasta 1871, tras más de un siglo de reiterados incumplimientos de la orden. Probablemente todos los cadáveres que hasta el nuevo recinto llegaban, lo harían ya dentro de un fastuoso ataúd. Hasta que el devenir de los acontecimientos hizo retomar las costumbres usadas desde siglos atrás…

Portada del manual bilingüe con consejos para hacer frente a la devastadora «grippe» de 1918, publicado por la Diputación Foral de Bizkaia, en cuyo archivo conserva el documento mostrado.

Era mayo de 1918 cuando se detectó en España el primer caso de la que se llamaría la grippe española, a pesar de haberse originado en Estados Unidos. Y su letal poder recorrió y asoló toda la geografía, en la epidemia más grave sufrida por la humanidad en el siglo XX. De su mano también se encaprichó de los rincones de Orozko «Balbe», como aquí denominan a la personificación de la muerte.

SIN ATAÚDES. Tan fulgurante y cuantioso fue el número de fallecimientos que en lugares como este que acabamos de citar de Orozko se vieron sorprendidos, sin tiempo ni material para fabricar los ataúdes necesarios, por lo que recurrió a retomar el sistema antiguo que ya tan solo los más ancianos recordaban. Así lo confirman diversos orozkoarras en las variadas encuestas etnográficas realizadas durante todo el siglo XX y la memoria actual de muchos habitantes que escucharon con asombro lo que en su día les contaron los mayores.

La primera referencia escrita de esas informaciones se la debemos al lugareño de Ibarra (Orozko, Bizkaia) Pedro Mª de Sautua al que el sacerdote de su parroquia —Juan José de Bastegieta— le preguntó en junio de 1923 sobre los ritos y costumbres funerarias de los barrios de Urigoiti, Ibarra… del municipio vizcaino. Todo a petición de otro joven sacerdote, el gran José Miguel Barandiaran, que en el mismo año publicaría los datos recabados en el Anuario de Eusko Folklore.

Relataba que «en otro tiempo [en referencia a 1918 y quizá a recuerdos anteriores] en que los cadáveres eran conducidos en andas, ataban a éstas el cuerpo del difunto, pasando una cuerda por los pies, cintura y manos. En el pórtico lo soltaban y dejábanle los brazos tendidos a ambos lados del cuerpo. (Hoy se los cruzan sobre el pecho). Ahora el cadáver es colocado en una caja larga».

Portando un cadáver a la iglesia a la antigua usanza: sin ataúd, sobre unas andas y supuestamente atado «con una cuerda por los pies, cintura y manos». Iglesia de Alaitza, Álava.

También R. Mª Azkue recogió en su obra Euskalerriaren Yakintza esa costumbre que no era extraña en los valles apartados: «Antiguamente, por lo menos algunos bizkaínos, nabarros y guipuzcoanos, no solían llevar los cadáveres al cementerio en ataúdes, sino en grandes lienzos (en sudarios). En Ezkioga (G) este lienzo tenía por nombre katon; en Larraun (AN), el lienzo de las manos; en Arratia (B), sábana de las andas [en euskera lo da como anda-izara]. Lo mismo se hacía un tiempo [atrás] en Zuberoa».

Añade asimismo el anciano de Orozko que el cortejo hasta la iglesia en donde se oficiaría el funeral corría a cargo de «cuatro hombres (casados o solteros, según el estado del difunto) los encargados de conducir el cadáver: en hombros, si es de persona mayor; y si es de niño, en las manos. Para mayor comodidad, la base de la caja o del féretro se halla provista de cuatro palos o agarraderos, dos en cada lado. La orientación del cadáver, al conducirlo, ha de ser fija: los pies delante y la cabeza detrás».

ANDAS. Aquel sistema de transporte se llamaba andas. Y es mucha la gente que aún lo recuerda o ha usado. El anda es en sí un sistema de parihuelas o angarillas para facilitar el trasporte de cualquier peso por entornos de geografía complicada. Siempre suele usarse en plural —andas— y en nuestros pueblos hace referencia exclusiva al uso de ese artilugio para transportar los féretros o cadáveres entre la casa y la iglesia o cementerio.

El transporte de finados en andas era muy usado en lugares poco accesibles. Porteo del cadáver del Che Guevara tras su ejecución en Bolivia el 9 de octubre de 1967.

ANDABIDEAK. El transporte de un cadáver hasta la iglesia se hacía siempre por unos caminos, llamados «caminos de andas» o andabide o hilbide» que tenían una servidumbre específica para ello. Aunque no son necesariamente lo mismo, normalmente suelen coincidir con los caminos a la iglesia, en numerosas ocasiones reflejados por topónimos como elespide, que no es sino «eliza bide«, ‘camino a la iglesia’.

Al edificar un caserío nuevo, el transporte del primer fallecido de la casa era el que determinaba el discurrir del andabide, un camino que a partir de entonces sería intocable e inalterable y que usarían para ese menester por todas las generaciones posteriores. Era la línea mágica que unía el hogar de la familia, etxea, con la iglesia, la casa de Dios.

Esta sería la vía que una y otra vez recorrerían las ánimas de aquellos difuntos, porque con su fallecimiento no se desligaban de la casa, y se les tenía presentes.

BIDEKURTZEAK. Los que portaban el cadáver eran los anderos —andari(ak) en euskera—, que iban haciendo paradas por el trayecto para, además de descansar, obrar una serie de rezos rituales con los que ayudar al tránsito del alma del fallecido. Estos descansos y rezos solían llevarse a cabo en las encrucijadas de los caminos, bidekurtzeak, lugares perfectamente definidos y consensuados por la tradición. En esos cruces era costumbre poner una cruz para memoria de todos los difuntos y para rezar un responso. Pero también para purificar el entorno y orientar a las almas errantes, ya que en lugares así, desorientadas, era donde más se aparecían a los vivos.

CORTEJO FÚNEBRE. Podemos incluso viajar con la imaginación y recrear aquellos múltiples cortejos fúnebres de aquella población que de diezmaba con la gripe. «Poco antes de la hora —decía el entrevistado Sautua— señalada para la conducción, van llegando a la casa mortuoria muchos de los parientes, amigos y vecinos del difunto. Después llega un sacerdote de la parroquia con un monaguillo que conduce una cruz y contesta a aquél al rezarse los responsos. En seguida parte el monaguillo con la cruz; inmediatamente siguen varios hombres (casados o solteros, según el estado del difunto) con sendas hachas encendidas; detrás el sacerdote con sobrepelliz y estola, y a continuación el cadáver, conducido como se ha dicho antes. Detrás del cadáver siguen las mujeres, empezando por las parientas más próximas al difunto; después los hombres, también según el orden de parentesco, de amistad, etc. Antes los hombres vestían capa y sombrero; hoy llevan traje de fiesta ordinario».

Ay, ¡qué ingrata ha sido siempre la muerte! Porque todos los actos en la vida en cierta manera los buscamos, menos el fallecimiento que nos busca él a nosotros, a traición, como bien citan los mayores del lugar. Por eso las defunciones son tan injustas pero a su vez tan justas. Ya nos lo dijo don Quijote (2ª parte, 1615) a través de la pluma de Cervantes, pues envuelto en sudario o encajado en ataúd, al final estamos desnudos ante el acto más relevante de la vida, la misma muerte:

«…y al dejar este mundo y meternos tierra adentro, por tan estrecha senda va el príncipe como el jornalero. Y no ocupa más pies de tierra el cuerpo del Papa que el del sacristán, aunque sea más alto el uno que el otro, que al entrar en el hoyo, todos nos ajustamos y encogemos o nos hacen ajustar o encoger, mal que nos pese...»

Descansen en paz…

Castañas, almas y el odioso Halloween

Me sugerían el otro día que profundizase algo más en el triángulo existente entre el odioso Halloween, las almas de los antepasados y la castaña, fruto talismán que en estas fechas parece adquirir poderes sobrenaturales para interactuar entre el mundo que vemos y el del más allá.

Pero, en referencia a lo vasco, poco podemos contar que no sea una mera intuición o la extrapolación por comparación de otras referencias más alejadas que sí conocemos. Porque es evidente que nadie que esté vivo hoy en día ha oído hablar de aquellas lejanas creencias, creencias tomadas por tan vulgares y aldeanas que nadie se compadeció de ellas para dotarlas de eternidad en un documento escrito. No tenemos nada ni lo vamos a encontrar…

Quizá el consumo de castañas como culto a los antepasados tenga que ver con la adoración a la aparente inmortalidad o vida eterna del castaño pues, a pesar de tener el tronco viejo, hueco y sin corazón, continúa produciendo nuevos vástagos que traen frutos año tras año.

Sin embargo, no deja de resultar llamativo que en las encuestas etnográficas de inicios del siglo pasado aparezcan unas fiestas de la castaña para celebrar en el bosque la culminación de la cosecha del preciado fruto, siempre en una fecha pegante a la de Todos los Santos. O que el primer dinero conseguido con su venta se destinase puntualmente cada año a ofrecer una misa para los difuntos, para ayudar a aquellas almas cautivas en la eterna indefinición del purgatorio. Asimismo, en similares épocas (1920) y en encuestas realizadas en Zeanuri, se recoge que se recolectaban las castañas entre San Miguel (29 de septiembre) y Todos los Santos (1 de noviembre), dándose por entendido que los frutos que permaneciesen en el árbol fuera de ese período eran para esos mismos «todos los santos». Es decir, para los difuntos a los que se tiene presentes en esas fechas, más que en cualquier otro período del calendario.

Más suerte en la recogida de datos tuvieron en Asturias, gracias a unos milagrosos apuntes publicados por C. Cabal en 1925. Ahí se habla de creencias populares agonizantes, limitadas a pocas personas ya por aquel entonces, pero que debemos interpretar como la punta de un gran cúmulo de supersticiones populares que, muy probablemente, se compartirían por toda la cornisa cantábrica.

Castañas asadas en una fiesta popular

Decía en sus anotaciones que en el día de difuntos y más aún en el día anterior «…se comen las castañas en el campo a la vera de la hoguera y, al acabar, se dejan unas cuantas y se dice de este modo: «¡Este, pa(ra) que les coman les difuntos!»». Recogido en Tereñes, Ribadesella.

El mismo autor trae también a su obra otra referencia publicada en 1900 en Portugal en la que se asevera que «…en tierras de Portugal suele ponerse una mesa a las doce de la noche y colocar en ellas las castañas para la cena de los muertos» (año 1900).

Ya en fechas más cercanas, el profesor gallego Xosé Ramón Mariño, nos cita en su obra Antropoloxía de Galicia (2000) que, «fue costumbre en toda España y en Italia comer castañas cocidas y asadas en el cementerio y también en la casa» citando a varios autores anteriores. Añade que, «en Portugal, a las doce de la noche —en referencia a la festividad de Todos los Santos— ponen una mesa con castañas para los muertos» así como que «En Asturias dejan unas pocas castañas del magosto —fiesta tradicional de la castaña— para que las coman los difuntos» aclarándonos el autor que, en algunos rincones de la Galicia rural, se mantenía esa costumbre todavía en el período 1926-1965.

Fiesta de la castaña en el último fin de semana de octubre. Apilaiz (Apellániz), Araba.

Asimismo comenta que, a principio del siglo XX y en Viana do Bolo (Ourense), en la tarde del 1 de noviembre se iba al bosque a preparan la merienda del magosto a base de castañas. Al volver, los lugareños dejaban sin apagar aquella lumbre del bosque, sugestionados con la creencia de que allí se calentarían los espíritus de los difuntos que por allí pululaban por ser su festividad. Es decir, la fiesta de la castaña en esa fecha era una jornada de encuentro y convivencia entre los dos estadios de la misma realidad: la de los vivos y la de los difuntos, nunca llamados «muertos» porque, como es sabido, al fallecer no morían sino que «comenzaban una nueva vida» en otra dimensión difícilmente perceptible para los humanos vivos.

Para finalizar, ya en la red de redes, localizamos en El Correo Gallego (28 10 2007) un artículo del historiador y periodista Luis Negro Marco en el que dice que «Hasta el siglo XVII, existió la creencia de que por cada castaña que se comía el día de Todos los Santos y el siguiente de Difuntos, un alma era librada al Purgatorio».

Todo parece indicar por tanto que la ingesta de la castaña estaba en otras épocas muy cargada de simbolismo popular y que era el conducto casi mágico que ayudaba a conectar a los vivos y los seres queridos fallecidos. Y a través de ella, de una humilde castaña asada, nos asomamos hoy a un profundo pozo de arcaicas creencias, mitos y vertiginosos reencuentros con lo que desde hace milenios somos. Una muestra más que, con un poco de imaginación, nos transporta a aquel pasado en el que los vascos y otros muchos pueblos europeos éramos fieles adoradores de bosques y árboles.

No sabemos nada ya, pero todo podemos intuirlo, sentirlo o llenarlo de emociones. Porque, como dijo el gran Jorge Oteiza, «siempre el vacío, la nada, es una poética de la ausencia»

Lástima que, al contrario que en el pasado, nos resulte hoy difícil de creer que podamos hablar con nuestros antepasados para que nos cuenten aquellas vivencias de la historia con más detalle. Bueno, difícil… a no ser que comamos unas mágicas castañas.