Y, aprovechando aquella incursión en la ciudad, llevaban otros productos a modo de vendeja.
A la bonita estampa hay que sumar que, en las décadas a caballo entre el XIX y el XX se daba en Bilbao un pintoresco mestizaje entre la cultura urbana, moderna y floreciente de la belle époque bilbaína y el vistoso mundo rural, muy condicionado por la tradición y el inmovilismo promulgado desde las esferas ideológicas y políticas.
Y ahí es cuando aparecen tres personajes, amigos entre sí, que compartieron sus vidas entre Bilbao y Laudio. Siendo como soy oriundo de este municipio, barro para casa a la hora de ubicar a estos tres populares artistas.
FELIX GARCI-ARCELLUZ (1869-1920). Se trata de un polifacético personaje bilbaíno que, durante muchos años, vivió en Laudio, en una casona que ya no existe, frente a la iglesia, en uno de los lugares más relevantes de la población.
A él debemos, entre otros muchos más méritos (en especial los relatos costumbristas de Klin-Klon), que el mercado de Santo Tomás se celebre desde 1915 en la Plaza Nueva, de un modo más organizado, funcional e higiénico. El anterior, más improvisado y popular, se llevaba a cabo en la Plaza Vieja, en las proximidades del puente de San Antón.
JOSÉ ARRUE (1885-1977). Ya para el año siguiente, el sagaz pintor abandotarra José Arrue había hecho un cuadro reflejando el mercado organizado por su íntimo amigo Félix. Años más tarde (1952), lo reeditaría para ser una de las láminas promocionales de los célebres calendarios encargados por el empresario Arcadio Corcuera. Posteriormente hizo más dibujos con la temática de este pintoresco mercado navideño. También José Arrue, nacido en Abando, pasó la mayor parte de su vida en Laudio, donde falleció, está enterrado y es un personaje muy querido.
Baserritarras, supestamente de Orozko, cogiendo el tren en Areta (Laudio) para acudir a Bilbao con los productos del mercado. Estación de Areta, de José Arrue.
RUPERTO URQUIJO (1885-1977). Ruperto recorrió el camino contrario a los anteriores ya que, siendo nacido y oriundo de Laudio, ya de muy joven fue a Bilbao a trabajar como ebanista y allí vivió hasta que regresó definitivamente a Laudio en 1925, es decir, cuando contaba con 50 años. Es conocido sobre todo por el zortziko Lusiano y Clara (1915) que, posteriormente, Luis Aranburu lo haría famoso convertido en la canción «En el monte Gorbea».
Allí, en los círculos de la cultura bilbaínos, conoció a Felix Garci-Arcellus y a José Arrue por lo que es normal que, en muchas ocasiones, veamos canciones, dibujos o relatos de uno y otro entrelazadas entre sí. A los tres les apasionaba lo mismo: reflejar aquel mundo rural idílico, tan identitario como país, y que desgraciadamente se desvanecía frente a los tiempos modernos.
Regreso del mercado. Día de Santo Tomás de José Arrue
El cuadro Romería (1920) de José Arrue no refleja solo la arcadia feliz del
mundo rural vasco como siempre hemos pretendido verlo, sino también un
conflicto ideológico que rasgó la convivencia social del momento. Hagamos por
tanto otra lectura de la obra.
Desde el primer vistazo observamos que, dentro del gentío congregado en la romería de San Miguel —ermita que, según la creencia popular local, se tiene por el primer templo del municipio de Orozko— nos plantea Arrue un acto central más relevante, solemne, principal en la escena: es el baile del aurresku presidido por las autoridades y al son del txistu, la expresión más tradicional y genuina de la fiesta.
Pero a su vez, en una esquina del cuadro, reforzando aún más su carácter marginal, nos muestra a unos jóvenes que, ajenos a la liturgia del acto central, bailan alegres y con los brazos en alto un puerro o arin-arin, al son de acordeón, pandero y un txistulari. Son la última consecuencia del inconformismo del momento, la ruptura del orden establecido, los antisistema que añoran la libertad de la modernidad y no la tradición. Nadie como el maestro José Arrue para reflejar con extremado detalle —pictórico e histórico— esos dos mundos que chocan entre sí.
El cuadro Romeríade José Arrue (1920) no representa una arcadia del mundo rural vasco, sino también la confrontación de dos danzas, dos sociedades, dos formas de entender la vida, separadas por el devenir del tiempo.
AÑORANZAS. La sociedad vasca de fines del XIX vivía sumida en una gran crisis emocional, de pérdida de valores, tras habérsele arrebatado definitivamente sus fueros (1876). Consecuencia de ello, se implantó entre la población una añoranza romántica del pasado, una idealización de la esencia e identidad vascas que, como en toda lectura del tiempo pasado, aparentaba ser mucho más idílica que la certeza histórica.
En realidad, no todo el problema residía en la pérdida de las guerras y los Fueros, ya que al desastre generalizado se sumaba la amenaza de algo imparable y que comenzaba a hacer tambalear la idealización de identidad tradicional inamovible de nuestro pueblo: llamaba a la puerta la modernidad, adversario número uno para muchos sectores sociales, otro enemigo contra el que combatir.
TIEMPOS MODERNOS. Y no eran poco fundados los recelos ya que, de la mano de aquellos nuevos aires, había llegado la industrialización fabril de gran parte de Bizkaia, con la aparición pareja del proletariado y también de la inmigración, especialmente a partir de 1863, cuando las Juntas Generales de Bizkaia suprimieron la prohibición de exportar mineral de hierro más allá de los límites del Señorío y, poco más tarde (1876), la explotación ilimitada de sus minas, produciendo una borrachera económica que duró como sabemos hasta la extenuación de sus menas. Ello convirtió la ría bilbaina en un hervidero de barcos y comerciantes, de locales y extranjeros y de enriquecidas familias que convivían en una ciudad tan apretujada y densa que no cabía en sí misma.
Para más inri de los que defendían la
inamovilidad social y cultural secular, había aparecido el ferrocarril
(Bilbao-Castejon, 1863) y la comunicación con el resto de Europa era ya una
realidad. Así, viajes que parecían impensables unas décadas atrás eran ahora normales
y accesibles en precio. Y se abrireron los horizontes…
A ese nuevo mundo burgués bilbaíno, tan elitista y refinado, habían llegado también desde bastante tiempo atrás los elegantes y palaciegos bailes de salón que, como el vals, polka… tanto furor hacían. Un baile con contacto entre hombres y mujeres, algo inaceptable y escandaloso para la sociedad vasca más tradicionalista —carlistas—, el clero y quien tomaría el verdadero relevo: Sabino Arana y el nacionalismo que aparecería poco después (PNV, 1895), muy moralista en sus inicios.
El contacto físico, la mera cercanía o insinuación visual entre ambos sexos era tenido por muchos —y más en el ámbito rural— como algo sucio que atentaba no solo a la honorabilidad de la muchacha implicada —era sobre las mujeres sobre las que recaía la presunción de culpabilidad— sino un ataque fulminante a la honestidad, honra y honor de toda su familia.
Para las jóvenes muchachas de Orozko, así como para las de otras zonas rurales, era muy común y socorrido el bajar a servir a Bilbao. Y es allí, en sus vivencias urbanas, en donde se entusiasman mirando aquellos bailes que danzan sus señoras, con toda la elegancia y boato del mundo. A partir de entonces, el baile «a lo agarrado» —llamado baltseo entre los baserritarras— se extiende como la pólvora de mano de aquella gente joven que ve otra alternativa de vida, con historias de ambientes muy diferentes de los que se comenta existen en Londres, París… y ya no quiere escuchar el alegato a la tradición del mundo rural porque no le ofrece más que una vida privada de los colores naturales de su primavera. Por ello, pronto se suman a la corriente de modernidad los jóvenes de las aldeas, que escuchan ansiosos lo que aquellas sirvientas, arrieros, etc. les cuentan sobre la ciudad y el resto del mundo. No aceptan ya limitarse a los bailes serios y sin ese contacto tan necesario para dar rienda suelta a esa juventud que les brotaba por cada poro.
Las autoridades locales —civiles y
eclesiásticas— se escandalizan y maldicen una y otra vez la influencia de esos
diabólicos bailes, enemigos venidos de fuera, atentado contra las estructuras
tradicionales de la convivencia social, religiosa y, sobre todo, de la
decencia.
IRRUPCIÓN DEL ACORDEÓN. Por si fuera poco, aquellos nuevos bailes venían acompañados de un nuevo instrumento, infinitamente más rico en matices que la gaita o txistus habituales, como lo era el acordeón. Aunque el invento era anterior (1829) llega por primera vez a Euskadi de mano de Juan Bautista Busca (1839-1902). Nacido en el Piamonte italiano, llegó a Gipuzkoa a trabajar en las obras del ferrocarril —en lo que eran especialistas por su dilatada experiencia tuneladora en los Alpes— y se instaló en Zumarraga en 1864.
Detalle del margen del cuadro en donde se refleja el arin-arin y, más atrás, los jóvenes buscando lugares apartados en donde entablar una conversación y, quizá, fraguar una nueva historia de amor.
Su aparición fue arrolladora y se expandió con la velocidad de un rayo, haciendo furor entre los jóvenes. Es por ello por lo que el clero calificó a la acordeón como infernuko hauspoa, ‘el fuelle del infierno’ por la ruptura con lo anterior —dominado por los txistularis, entonces conocidos como danbolin, tamborilero…— y su notable incitación a los bailes considerados pecaminosos.
En cierto modo, aquella fractura entre lo tradicional y lo aperturista tuvo su reflejo en la dualidad entre el txistu y la triki. Y, precisamente esta última, por no ser tenida como símbolo para sustentar el canon del vasquismo, al no estar tan sometida al control de la pureza conceptual, adoptó y reprodujo sin complejos en las romerías cada una de las modas musicales que estaban de actualidad, lo que le hizo definitivamente imponerse —aún en la actualidad— como instrumento fresco y jovial y no tan solemne y hierático como el txistu, sin libertad de movimientos por la función que se le asignó.
HECHA LA TRAMPA. Pero los ambientes retrógrados eran asimismo conscientes de que la nueva moda era ya irrefrenable, que había que buscar una solución que contuviese la nueva oleada de podredumbre moral. Así, aunque a regañadientes por algunos sectores ultraconservadores, se decide relajar la permisividad de los bailes públicos, para sujetar aquella avalancha del gusto por el baile a lo agarrado.
Es de ese modo como, en un giro de 180 grados, se da carta blanca a la entrada de danzas hasta entonces desconocidas en el mundo rural, como los son el fandango o el arin-arin —también es de nueva irrupción la biribilketa— que, aunque sean descaradas al dejar bien a la vista las turgencias y formas de la mujer especialmente al levantar los brazos, servirán como sucedáneo para refrenar aquellas ansias juveniles.
FANDANGO Y ARIN-ARIN. Es así como aquellas personas e instituciones que luchaban contra estos nuevos bailes y danzas, comienzan en esta nueva fase a admitir primero y a promover después el fandango y el arin-arin, como estrategia para resolver la dicotomía del «baile a lo suelto» frente al «baile a lo agarrado». Ahora se proponen incluso como modélicas de «lo propio», creando la percepción irreal y manipulada de esas danzas que ha llegado hasta nuestros días.
DE LO URBANO A LO RURAL. En realidad, esas danzas se expanden desde el ámbito urbano hacia lo rural, justo lo contrario de la percepción que actualmente podemos tener. En nuestro caso, desde el Bilbao urbano viajan hasta el Orozko de baserri, seduciendo cada nuevo pueblo que atraviesa. También viaja la moda hacia el resto de Euskal Herria: de ahí que en territorios más alejados sea conocida como Bizkai-dantza.
Otra escena de una romería en Orozko, con el perfil del monte Ganekogorta al fondo, en el que el moderno baile a lo agarrado o baltseo ya parece integrado incluso entre la gente de más edad. También el moderno instrumento llamado acordeón, el fuelle del infierno. La ilustración la realiza José Arrue para la editorial Verdes en 1929, casi una década después de nuestro cuadro Romería. La evolución social, la modernización, son ya indiscutibles.
Es así como con el paso del tiempo y a pesar de los recelos, el fandango y el arin-arin, que en el siglo XIX habían sido tildados por varios autores de foráneos y desvergonzados, aparecen como aceptables frente a la invasión de baile a lo agarrado. Y, por oposición a este, acabarán por ser considerados incluso como modélicos o falsamente genuinos: todo parecía lícito para intentar refrenar la ola del perverso baile «a lo agarrado».
Algo similar parece suceder con la acordeón, cuya expansión parte al parecer de los más urbano, «del baile popular del lugar llamado La Casilla en Abando/Bilbao desde 1882 hasta 1923, atendiendo particularmente a la consolidación de un modelo novedoso de articulación de la danza y de la amenización musical en ese espacio que presuntamente fue replicándose por otros ámbitos del País Vasco» (Berguices, 2016).
ORIGEN DEL FANDANGO. El fandango, como su nombre sugiere, no nos es propio a los vascos, sino la adaptación de una de las danzas españolas, muy común en la región andaluza, desde donde se extendió a las comarcas de Levante y de ahí al resto principalmente a través de representaciones escénicas. Era tenido como de cierto escándalo por su transgresión. Y sabemos de su presencia en la Bizkaia urbana desde muy antiguo: «…en Bilbao se baila de lo lindo, sobre todo el fandango…» (1727).
ORIGEN DEL ARIN-ARIN. El arin-arin o puerro proviene de la contradanza en origen inglesa y cuyo mismo nombre castellano de contradanza surge de country–dance. Nació como decimos en Inglaterra y se adaptó algo más tarde en Francia, desde donde se extendió. Aunque la mayoría de los investigadores apuestan por la línea de que fuesen los mismos ingleses quienes la trajesen a Bilbao, gracias al intenso intercambio cultural unido al comercio del mineral.
También se conoce entre nosotros bajo la denominación de zakur-dantza ‘baile de perros’ — quizá impuesta por algún crítico con la nueva moda— y como porrua, puerro o porrusalda ‘sopa de puerro’, especialmente en alusión al arin-arin cantado.
En 2017 el grupo de danzas Batasuna (Orozko) se hizo cargo de la representaci´ón del cuadro Romería de José Arrue, para integrar sus escenas en un proyecto audiovisual llamado Zerumugan que nunca llegó a ver la luz. Tomaron parte más de 300 figurantes.
Aquel baile de origen extranjero sube
desde la ciudad hasta las más aisladas aldeas rurales, ahora impulsadas como lo
ideal, lo genuino, para intentar refrenar la ola del perverso baile a lo
agarrado.
Para cuando José Arrue pintó en 1920 el cuadro Romería ya estaba el arin-arin integrado en la fiesta. Pero su sagaz ojo, oriundo del ambiente más urbano de Bilbao y que ya había viajado por Barcelona, París o Italia, sabe discernir las dos realidades: la tradicional y la moderna, la del pasado y la del porvenir. Por eso refleja ese nuevo baile como probablemente se percibía por aquel entonces en Orozko, pueblo en donde la tradición había encontrado uso de sus últimos refugios, flanqueado por las faldas del monte Gorbeia. Marginado en la escena y seguramente en lo social, nos aparece el baile extraño, solo con gente joven, la más modernamente ataviada y sin ningún mayor entre ellos. Para colmo de los más incomodados, acompañado de acordeón y pandero y rondando aquellos lugares apartados que, contraviniendo lo establecido, buscaban los jóvenes para fraguar su amor. Habían llegado para quedarse los tiempos modernos…
En la recreación de la romería en 2017 me correspondió el personaje que, junto a una jarra, pan y vino, observaba el luego de los bolos. Fotografía regalo del fotógrafo Mikel Isusi que aprovecho como modo de agradecimiento a la inconmensurable labor desarrollada durante meses por el grupo de danzas Batasuna y que, en mi caso, sirvió además para encarnar y materializar un sueño personal. Eskerrik asko, lagunok.
= La evolución de esos nuevos (entonces) tradicionales (ahora) bailes es demasiado compleja como para detallarla aquí. Recomiendo la lectura del artículo La creación del baile al suelto vasco (2012) del investigador, txistulari y artista José Ignacio Ansorena Miner.
= La obra de José Arrue cuenta con el reciente soporte de su nueva web oficial. No dejéis de visitarla.
Todavía estamos por investigar en profundidad y descubrir la verdadera dimensión etnográfica y antropológica de la pintura de José Arrue (1885-1977). Porque sus dibujos son auténticos tratados visuales sobre la sociedad vasca que se balanceaba entre los siglos XIX y el XX, entre el mundo profundamente rural y la modernidad.
Uno de esos casos es el cuadro A la romería de SantaLusía (sic) que por fin hemos podido gozar en la exposición Jose Arrue barrutik. Muestra la llegada de unos romeros a la afamada romería de Santa Lucía de Laudio.
Detalle de los personajes, romeros bilbainos, que alegres llegan al santuario de Laudio. Sus vestimentas coinciden con descripción recogida por Barandiaran. Son una estampa que hoy nadie reconoce y que, si no fuera por este cuadro, habríamos perdido para siempre.
Fue uno de los últimos cuadros que pintó —1975, contaba ya con 90 años—, dos antes de fallecer. De hecho, sus colores son más vivos y saturados de lo normal porque padecía en ese momento modificación en la visión tras una operación de cataratas.
En él refleja una pintoresca escena que probablemente
observó en su juventud y que mantuvo perfectamente guardada en su memoria o en
aquella libreta que siempre llevaba en el bolsillo y en la que, sin mediar
palabra, bosquejaba las líneas básicas de la futura obra.
En las primeras décadas del siglo XX la romería de Santa Lucía contaba con gran renombre y hacía que en ella se congregasen miles de personas. No locales, sino venidos de toda Bizkaia pero especialmente de Bilbao. Muchos eran los bilbainos —incluidas prostitutas— que acudían en los trenes especiales que a tal efecto se fletaban desde Bilbao.
Pero otros muchos, la gran mayoría, acudían a pie desde Bilbao, por Iturrigorri, Bentabarri, Pagasarri y Laudio. Esos son los que Arrue nos acerca con tanto detalle en A la romería de Santa Lusía en ese estilo tan propio suyo en el que deforma perspectivas, dimensiones de edificios o paisajes para centrar su paciente minuciosidad y detalle en el paisaje humano, el que realmente le apasionó durante toda su vida.
Nadie hoy recuerda las vestimentas tan llamativas de los
personajes del cuadro. Incluso nos chocan y nos podrían hacer dudar de su
veracidad o fidelidad.
Pero, casualidades de la vida, se han chocado conmigo unos apuntes manuscritos en los que el bueno de José Miguel Barandiaran recoge las respuestas de que un vecino de Laudio (H. de Benito) le da a una de sus entrevistas etnográficas. Año 1936, año del golpe militar franquista que obligó al sacerdote de Ataun a refugiarse en Lapurdi. Quizá por ello quedaron sin publicar. O perdieron su interés.
Por eso es tan grande la alegría de poder resucitarlos, de desenterrarlos del olvido y, además, confrontarlos con las pinceladuras de nuestro genial pintor. Dicen así cuando describen la romería de Santa Lucía:
«…la mayor parte de la gente sube a la ermita por el monte Pagasarri y Ganekogorta muy de mañana […] grandes cuadrillas de tipos romeros muy festivos. Es de advertir su indumentaria que consiste generalmente en blusa de aldeano rayada, pantalones blancos o rayados, faja de color, alpargatas blancas con cintas largas de colores que suelen significar alguna bandera política. Sobre sus hombros viste lujoso un pañuelo llamativo. Algunos suelen vestir grandes sombreros engalanados de flores y plumas y también llevan algún instrumento músico (cuernos bocinas, etc.) con los que llaman la atención de la gente».
Con flores y plumas… Si Barandiaran y Arrue no hablan exactamente de lo mismo… que venga Santa Lucía y lo vea. Que para eso es la patrona de la vista.
Limonada de garrafa en su punto óptimo de cristalización, lista para ser degustada. La mezcla de hielo y sal exterior congela la bebida vertida dentro del recipiente metálico
Rescatada de tiempos pasados, la limonada de garrafa vuelve a estar de moda entre nosotros. Se trata de una mezcla de vino blanco, agua, azúcar y limón que se lleva a punto de granizado para ser consumida.
No hay fiesta en la que, preguntando a los más mayores, tengan un vago recuerdo de que tal o cuál familia la elaborase para consumir en el banquete de la fiesta mayor. Sin embargo el olvido ha sido lo común y prácticamente se ha borrado su recuerdo de lugares en donde fue bebida festiva por excelencia: Bilbao, Amurrio, Laudio, Orduña, Balmaseda, Gernika, Otxandio, Larrabetzu…
También su presencia en aquellas celebraciones populares queda bien reflejada en los cuadros de romerías del pintor José Arrue (1885-1977), tan descriptivos en lo visual de nuestra historia.
Elaboración de limonada en una garrafa clásica, sin manivelas. Detalle del cuadro Mesa de las autoridades que representa una romería en San Miguel de Mugarraga, Beraza (Orozko). Obra del gran pintor José Arrue
EL NOMBRE. «Limonada» ha sido el nombre de esta bebida elaborada en una garrafa, instrumento este cuya definición de la Real Academia Española nos deja a las claras su técnica elaboración: «Garrafa: Vasija cilíndrica provista de una tapa con asa, que, dentro de una corchera, sirve para hacer helados». Porque en realidad son artilugios concebidos para hacer helados. Sin embargo, en las últimas décadas, el nombre del recipiente es también por extensión el de la bebida. Así, es normal hablar de elaborar o beber garrafa en referencia a la limonada. Hay que recordar sin embargo que “limonada” era la única referencia usada en el período anterior a la guerra civil, es decir, la denominación más genuina.
EL ARTILUGIO PARA SU ELABORACIÓN. Quizá en otro momento lo analicemos con más intensidad pero conviene adelantar que la limonada se elaboraba usando cualquier caldera o puchero metálico, dentro de otro más aislante —normalmente de madera—, insertando entre ellos hielo con sal: la mezcla frigorífica que hará posible el milagro de granizar la mezcla de la limonada introducida en el recipiente de metal. No necesariamente se necesitaba un aparato para ello como hoy tendemos a pensar.
Quizá la referencia más diáfana nos la dé Ricardo Becerro de Bengoa (La Libertad, 08-01-1891) cuando nos habla de «…se enfría o hiela en total, en una garrafa improvisada que todo buen […] gastrónomo o bebedor saben disponer en el caserío más apartado de Vizcaya, con una herrada o cubo, un caldero y una arroba de nieve».
Posteriormente aparecieron por nuestras tierras garrafas para elaboración de helados que había que hacer girar con la muñeca. Por fin, en los años previos a la guerra civil, hicieron furor las garrafas provistas de manivela y engranajes que baten el contenido del interior en movimientos contrapuestos, logrando una limonada más suave y homogénea.
El orozkoarra Pedro Martín posee la mayor y más curiosa colección de heladeras o garrafas con las que elaborar limonada. Año 2005
Pero, como hemos adelantado, no era necesario recipiente específico alguno para aquellas limonadas de nuestros antepasados. Perfecta, la descripción hecha por José Miguel Barandiaran de una limonada cuya elaboración presenció en Zeanuri en los años 20 del siglo pasado:
«En un calderín de cobre se ponía vino blanco, un poco rebajado con agua fresca, al que se agrega azúcar. Previamente en una tinaja o balde ancho se había colocado nieve. Se echaba sal a la nieve y se introducía el calderín de vino en el balde. Sujetando el calderín con ambas manos por la boca, se le hacía girar rítmicamente en uno y otro sentido, presionándolo contra la nieve. Al cabo de un tiempo el vino del calderín comenzaba a congelarse y espesarse. En este estado grumoso se servía a los comensales».
Garrafa zahar bat, limonadaz betea. Orozko
Yendo más allá sabemos que, las garrafas de manivelas que hoy codiciamos como objeto de anticuario y museístico, estaban mal vistas en su momento por lo moderno de las mismas, por romper con «lo tradicional». Así nos lo contaba (1928) bajo pseudónimo un tal Doctor Mostacha —Mostatxa es un monte de Laudio conocido por tener una antigua nevera— mientras se quejaba de los novedosos artilugios:
“Una limonada es algo serio y magnífico, que requiere su momento, sus odas y una mise en scene características […] La garrafa a ser posible de las antiguas. Nada de engranajes ni manivela”.
¿DESDE CUÁNDO? Como todo lo que percibimos como antiguo, a veces tendemos a lanzar nuestras pretensiones más lejos de lo que corresponde. Y, sin esfuerzo, imaginamos inexistentes fiestas medievales con nuestro aparato a manivelas. Pero nunca fue así porque cada cosa tiene su tiempo.
Cierto es que en aquella época y en el Renacimiento era común beber vino o limonadas enfriadas en la nieve pero aún no hablamos del helado o granizado:
Citas como «…aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve…» del Quijote (parte II-LVIII, 1615) o «Hícele entrar en el pozo de la nieve (…) sacar dos frascos que estaban puestos a enfriar: el uno de vino y el otro de agua de limones«» u otro similar que dice «…en una venta a cuatro leguas de Tafalla, bebiéndonos un azumbre de vino, más helado que si fuera deshecho cristal (…) de los nevados Alpes; porque vale tan barata la nieve en aquel país, que no se tiene por buen navarro el que no bebe frío y come caliente», ambas de la obra de picaresca Estebanillo González (1646).
Azulejo catalán (L` Ametlla de Mar) representando una garrafa para refrescar las bebidas.
Ese hábito de beber frío se tenía además por sanador de enfermedades. Esa creencia enraizada en origen con la cultura clásica, había resurgido de nuevo con fuerza a fines del XVI como remedio para hacer frente a la peste bubónica que asoló el país. Así, a partir de aquellos años, aumentó en sobremanera la demanda de hielo, lo que hizo que se construyesen muchas neveras en nuestros montes. Porque «Siendo la nieve de tan grande importancia para la salud y evitar las fiebres y otras enfermedades contagiosas que con calores del verano suelen sobrevenir» (Balmaseda, 1620) no podía faltar.
Así, puesta la nieve de moda, no paraban de edificarse neveras en las cumbres más altas, con las que atender el lucrativo negocio de la venta de nieve en verano: Igartu Bilbo (1616), San Roke – Bilbo (1627), Itzina (< 1632), Pagasarri (1648), Ganekogorta (1693), Toloño (1680), Guardia (1648), Labraza (1663), Lantziego (1672)…
Pero gracias a las novedosas publicaciones del momento se extiende a partir de principios del XVII y sobre todo el el XVIII algo que ya se conocía científicamente desde mediados del XVI, pero aplicado ahora al arte culinario: el hecho de que, mezclando sales con el hielo, se consiguen temperaturas bajo cero y que podían llegar a congelar la bebida. Y ahí es cuando podemos elaborar nuestra limonada de garrafa.
Muchos años más tarde se insistía aún en lo interesante de dicho «truco», instruyendo a los párrocos para que ellos lo hiciesen saber a sus feligreses: «…de la mezcla de la nieve y la sal resulta una temperatura de ocho o diez grados bajo cero» (Semanario de agricultura y artes, 1801)
¿ENTONCES, QUIÉN INVENTO NUESTRA LIMONADA ACTUAL? No se ha escrito nada al respecto pero por mi parte sospecho que debemos su existencia al berciano Juan de la Mata.
En plena Ilustración, cuando se buscaba ordenar, racionalizar y divulgar cualquier aspecto de aquella sociedad, Juan de la Mata publicó una extraordinaria obra, Arte de repostería (1747 y 1786), que es la base de toda la confitería, pastelería, etc. actual. Su aparición revolucionó la cocina y aún hoy posee absoluta actualidad.
Arte de Repostería, obra de Juan de la Mata en la que encontramos el origen de nuestra limonada de garrafa
Juan de la Mata, leonés de Matalavilla —pequeña población conocida por el embalse (1967) homónimo—, fue el repostero jefe en la corte de los reyes españoles Felipe V y Fernando VI y estaba influido por las corrientes culinarias más en boga: las francesas e italianas. No sería extraño por tanto que nuestra limonada de garrafa tuviese inspiración italiana, pues viajó hasta allí y aquel país era por aquel entonces —y es hoy— con sus gelati el máximo exponente de la “gastronomía bajo cero”.
Su extensa obra, de más de 200 páginas, se difundió como un reguero de pólvoray marcó el antes y el después de aquellas cocinas dieciochescas. Pues bien… Habla en ella con profusión y detalle de 31 opciones heladas de las cuales 24 son bebidas. Y sólo una de ellas contiene alcohol, la característica exclusiva de nuestra limonada de garrafa. Él la llama Limonada de vino:
«Puesta en un barreño una azumbre de agua con un cuartillo de vino, una o dos cáscaras de limón, el zumo de otros tantos bien exprimidos y nueve o diez onzas de azúcar, más o menos, según se gustase o fuese necesario, estará en esta infusión por tiempo de media hora o poco menos, concluyendo esta bebida con pasarla por la manga y helarla en el modo ordinario». Unas páginas más atrás, da la descripción de como helar estas bebidas en las garrafas, valiéndose de hielo y sal. Evidentemente, se trata de nuestra limonada.
La siguiente referencia es la primera vez que se documenta la receta entre nosotros, en Euskal Herria. Aparece en unos apuntes manuscritos de cocina, de fines del XVIII —contextualizada por otros datos del mismo cuaderno ya no tienen fecha exacta— propiedad del palacio de Katuxa en Laudio. Por aquel entonces palacio y la ferrería del lugar formaban parte del mayorazgo de los Ugarte que, por las cartas guardadas, sabemos que acudían a menudo a Madrid e incluso tuvieron lazos familiares allí. Sin duda, sería de Madrid de donde traería la receta que estaba haciendo furor en la corte y en los estratos sociales aristocráticos, fruto de la revolucionaria obra de Juan de la Mata. La receta en cuestión dice así:
«Para hacer media cántara de limonada echaremos vino blanco y agua en igual medida. Cuando se trate de tinto, por cada azumbre [2 litros] un cuartillo [0,5 litros] de agua. Si se prefiere dulce se le añadirá un poco de azúcar. Este azúcar será elaborado como si fuese almíbar juntándose con otra cocción de finas rajas de limón. Esta mezcla será colada por medio de un trapo y añadida al vino que se encuentra en la garrafa. Se completará, si fuese necesario con más agua y, con la tapadera de la cantimplora o garrafa abierta, sólo nos queda girar y saborearlo».
La receta manuscrita de Katuxa (Laudio) es la primera constartación de la limonada en Euskal Herria
Y aquella receta tan exquisita y novedosa que merecía la pena traerla manuscrita, pronto se extenderá a los estratos populares, convirtiéndose en la lujosa bebida festiva por excelencia. Prueba de ello es, por ejemplo, la demanda que un sacerdote interpone contra una feligresa de Larrabetzu por haber embarullado las comunicaciones de tal manera que «…el querellante se vio privado de las doce libras de nieve para hacer refresco que ésta le traía desde Amorebieta» (1800). Al igual que aquella moción de unos vecinos en el pleno municipal de Laudio, insistiendo en reinstaurar la clausurada nevera del Yermo porque la nieve importada desde Orozko resultaba excesivamente cara para atender a la necesidad de «“…tener surtido el Valle en todas las festividades por el verano» (1856).
Aun con todo, la gran explosión popular de la garrafa llega al instalarse en 1880 la primera fábrica de hielo artificial en la calle Ollerías de Bilbao y que supuso el abaratamiento del hielo y el paulatino abandono de las neveras de montaña. Ello y la mejora de los medios de transporte hicieron que nuestra bebida comenzase a vivir sus décadas de oro y que llegan hasta la guerra civil.
Día de romería en Begoña, Bilbao, acompañados de una gran garrafa. Fotografía de Eulalia Abaitua, la priméra fotógrafa vasca
CUANTO MÁS, MEJOR. Pero hagamos un receso de nuevo y volvamos a las recetas: a la publicada por Juan de la Mata y a la primera vasca, la de Katuxa. Lo llamativo en esta segunda es el cambio de proporciones respecto a la segunda, con cada vez más vino, probablemente adaptado al abundante chacolí local —con menos cuerpo— y aumentando la presencia de éste hasta la proporción de «mitad y mitad».
También parece ligera de alcohol la limonada que describe Becerro de Bengoa (1891) y que, según refiere, es la bebida que acompaña a la comida de principio a fin: «Veinticuatro horas antes de la función se ponen a macerar en agua cortezas de limón, se añade una tercera parte de vino, blanco y tinto por partes iguales. Se azucara bien y se enfría o hiela en total, en una garrafa…»
Como hemos apuntado, con el paso del tiempo, ha sido un aumento progresivo el del porcentaje de bebida alcohólica. Y tanto es nuestro afán por la embriaguez, que en la segunda mitad del XX comienza incluso a añadírsele a la mezcla algún licor –normalmente brandy– una herejía para los defensores de la receta clásica. Yo, como sobresaliente pecador que soy, suelo añadirle un generoso chorretón de limoncelo —licor de limón— para que no pierda su inspiración italiana original.
La casa ELMA (Arrasate) fabricó garrafas de engranajes que gozaron de gran éxito. Con ellas regalaba un recetario en el que se recoge la receta de nuestra limonada, que por aquel entonces era ya popular.
Volviendo a aquel Doctor Mostacha (1928) decía que «suena la garrafa con el ímpetu de sesenta litros (tres de blanco por uno de agua y un azucarillo por un cuartillo)», con las proporciones modernas –la que yo uso para mis limonadas– y que coinciden con aquellas de Barandiaran más arriba citadas: «…se ponía vino blanco, un poco rebajado con agua fresca». Es decir, más vino que agua. En cuestión de elevar el ánimo festivo, cuanto más, mejor.
En lugares como Orozko en que «…como dato curioso y peculiar de sus hijos que son maestros en la preparación de las llamadas limonadas, esto es, en congelar o garapiñar el vino azucarado…» (Iturriza, 1785), ya en épocas modernas, siempre que era posible se usaba un vino amontillado o al menos de gran carácter. Me imagino que en esos casos se rebajaría con más agua y con menos o casi nada si se trataba de chacolí, más endeble al paladar, aquel que citaba Emiliano Arriaga (Lexicón bilbaíno, 1896): «la clásica se compone de chacolín blanco, agua, azucarillos y unas rajitas de limón». Y es que, en esto de los gustos, cada hogar ha contado con su receta tradicional.
Cada año en el día de San Antolín (2 de septiembre) la gente de Orozko sale a su plaza a elaborar las garrafas en un llamativo concurso. Edición de 2009.
FUTURO. Quien se acerque cualquier 2 de septiembre (San Antolín) a Orozko, a las 11:00 h., podrá ver en su plaza docenas de garrafas diferentes, girando alocadamente, para elaborar cada una su limonada. Posteriormente (12:00 h) se dan a degustar gratuitamente y quien las pruebe comprobará la esencia de la limonada de garrafa: que nunca hay dos iguales y que cada una es extraordinaria en sí misma. Demasiada historia en cada sorbo como para no perder el sentido al degustarla…
“Viejas limonadas, vividas con la nieve del Gorbea. Canto ingenuo de fraternidad, en medio de la alegría del sol del estío. No nos dejéis nunca, como el buen humor. Sois muy nuestras, como las neveras metidas en el corazón de nuestras montañas”
Me duele José Arrue (1885-1977)… porque no llego a comprender cómo nosotros, que tanto presumimos de vascos, nos hemos olvidado de él. Por eso he querido pedir auxilio, traerlo a la memoria colectiva precisamente ahora, en torno al 5 de abril, cuando cumplimos cuarenta años de su fallecimiento. Cuarenta años pasados como los judíos en el Sinaí, desterrados a vagar por el desierto sin que nadie se acordase de ellos: lo hemos tenido no sólo en el olvido sino en el más hiriente de los abandonos.
Por eso hoy no diserto sobre pajaritos, árboles milagrosos o rituales encantadores. Porque escribo con cierto disgusto, indignado. Porque en este cuento faltan la carroza y hasta la calabaza. Porque me duele José Arrue…
No sé debido a qué insensatez relegamos normalmente su obra limitándola a una identificación con el aldeanito y la aldeanita, con unas postales pintorescas de graciosas escenas rurales. El aldeano tiró la piedra, tiró… ¿Estamos ciegos?
José Arrue es mucho más. Es alguien que en solemnes obras —a pesar de los aldeanitos— recoge como nadie el detalle de la sociedad de transición entre el siglo XIX y el XX, entre lo rural y lo urbano, entre lo pasado idealizado como auténtico y el progreso perturbador. Unas impresiones que, estremecido, recibe José —o «Pepe» como habitualmente se le apodaba— de la generación precedente, aquella que derramase mares de lágrimas por la abolición de nuestros fueros, de nuestra identidad, de nuestra razón de ser en la historia. Y le dan otra vuelta de tuerca, hacia el realismo.
Alguien que, como se hacía en la Europa de la época, intenta recoger el folklore de los pueblos, lo que luego llamamos etnografía y más tarde visión antropológica. Porque siendo diferente todo ello es lo mismo. Un autor artífice del cuidadoso análisis de cientos de detalles y de su plasmación gráfica, como con tantos y tantos pueblos «ancestrales y enigmáticos» se hizo en el mundo los días en que le tocó vivir.
Pero no hemos entendido nada. No nos hemos enterado. Por eso me duele José Arrue…
Mirad su última imagen conocida antes de fallecer, esa que encabeza este escrito. Ahí lo tenemos, sereno, trabajando concienzudamente con sus pinceles en un impresionante cuadro que, como sucede con la mayoría de sus trabajos, no sabemos su paradero. ¿Son acaso grotescos aldeanitos los personajes que ahí tiene retratados? ¿O por el contrario es un cuadro hermoso, de casta, noble, con una ingente cantidad de información sobre vestimenta, costumbres, bebidas, planteamiento de la fiesta… que su sola contemplación da para una excelente conferencia?
Y, después de cuarenta años, como ha sucedido con el resto de su obra, aún no la hemos sabido analizar y estudiar en profundidad. Me duele José Arrue…
¿Cuántas publicaciones existen intentando recopilar su ingente producción? ¿Cuántos profundos estudios? ¿Qué esfuerzo hacen las instituciones por acopiar su obra? Sí: el desierto del Sinaí… Por eso me duele José Arrue…
Un pintor que conoce todas las corrientes europeas de pintura, que vive y pinta en Barcelona, Sevilla, París, Milán, un artista que viaja con grandes honores a América a mostrar una obra que arrasa a partir de entonces, como quintaesencia estética de lo vasco que es. En un estilo desacreditado por los críticos de sus inicios pero al que nunca renunció, al que le rindió su máxima fidelidad y el que, afortunadamente, al final le dio gloria y eternidad… Hasta que en la guerra civil se le encarcela, humilla y arruina… por haber dibujado para medios republicanos y nacionalistas… Tuvo hasta que cambiar varios dibujos por leche o comida, impulsado por la más desgarradora necesidad, por el hambre.
Sin embargo y a pesar de todo nunca renunció a ese estilo tan inconfundible. Una entrega total a su obra, a esa aportación por «lo vasco», a aquello en lo que tanto creía. Decidme un autor nuestro que fuera de estas fronteras, por el ancho mundo, sea más identificado y reconocido con nuestro país que José Arrue… ¡Qué mejor embajador!
Generosidad a raudales con nuestro país para pagarle nosotros con el olvido más injusto y vergonzante que podamos urdir. Por eso me duele José Arrue…
¿Para cuándo una exposición monográfica en el Museo de Bellas Artes de Bilbao? ¿O acaso nos da vergüenza porque la temática es un poco «aldeana» y deforme? Nada que ver con Fernando Botero claro… que es de fuera, internacional, de lo que igual atrae a extranjeros…
¿Sabéis lo que opino? Que si no lo hacemos o no lo hemos hecho es porque somos un país de apocados, una cuadrilla de acomplejados sin la contundencia necesaria para mostrar y enseñar lo mejor que tenemos. Falta determinación y autoestima en este mundo de pusilánimes que somos. Porque José Arrue da la talla y se sobra para justificar una gran exposición. Los únicos «aldeanos boronos» de su obra somos nosotros, los que estamos frente a sus pinceladas. No tenemos perdón.
Para finalizar, dicen los expertos en comunicación que lo que más fuerza, penetrabilidad e impacto da a un mensaje es el uso de un silencio prolongado… Por mi parte creo que cuarenta años de mutismo ya es silencio suficiente para ello. Así es que ved y ANALIZAD toda la profundidad que la obra de Arrue regala. Gozadla y divulgadla. Creedla. Que no nos tengamos que avergonzar nunca más de ser vascos como hoy me sucede a mí… Gure esku dago… que también así se hace país.
Barkatu José. Te he llevado dos pinceles con sendos claveles de esos que tanto te gustan. Para así indicar a los pájaros dónde tienen que cantar al amanecer de mañana, tu día. Los he puesto también para que no esté tan olvidada esa tumba que te acoge.
Porque, ahí o en los cielos, te quiero y admiro. Porque tú… tú eres lo único en esta historia que no me duele…
Post scriptum(«el día después»): el de ayer fue un día memorable, de esos que jamás se olvidan. Encuentro con un montón de gente, exposición, música… y varios miembros de la familia de José Arrue que, también emocionados, participaron en el acto.
No puede ser casualidad que tantas coincidencias se conjuren para hacerme tan feliz.
Estoy seguro que habrá maniobrado por ahí arriba alguno que ahora andará dibujando angelitos con txapela, gerriko y abarcas. Eskerrik asko guztioi, bihotz-bihotzez.
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