Historias de la limonada de garrafa

Limonada de garrafa en su punto óptimo de cristalización, lista para ser degustada. La mezcla de hielo y sal exterior congela la bebida vertida dentro del recipiente metálico

Rescatada de tiempos pasados, la limonada de garrafa vuelve a estar de moda entre nosotros. Se trata de una mezcla de vino blanco, agua, azúcar y limón que se lleva a punto de granizado para ser consumida.

No hay fiesta en la que, preguntando a los más mayores, tengan un vago recuerdo de que tal o cuál familia la elaborase para consumir en el banquete de la fiesta mayor. Sin embargo el olvido ha sido lo común y prácticamente se ha borrado su recuerdo de lugares en donde fue bebida festiva por excelencia: Bilbao, Amurrio, Laudio, Orduña, Balmaseda, Gernika, Otxandio, Larrabetzu…

También su presencia en aquellas celebraciones populares queda bien reflejada en los cuadros de romerías del pintor José Arrue (1885-1977), tan descriptivos en lo visual de nuestra historia.

Elaboración de limonada en una garrafa clásica, sin manivelas. Detalle del cuadro Mesa de las autoridades que representa una romería en San Miguel de Mugarraga, Beraza (Orozko). Obra del gran pintor José Arrue

EL NOMBRE. «Limonada» ha sido el nombre de esta bebida elaborada en una garrafa, instrumento este cuya definición de la Real Academia Española nos deja a las claras su técnica elaboración: «Garrafa: Vasija cilíndrica provista de una tapa con asa, que, dentro de una corchera, sirve para hacer helados». Porque en realidad son artilugios concebidos para hacer helados. Sin embargo, en las últimas décadas, el nombre del recipiente es también por extensión el de la bebida. Así, es normal hablar de elaborar o beber garrafa en referencia a la limonada. Hay que recordar sin embargo que “limonada” era la única referencia usada en el período anterior a la guerra civil, es decir, la denominación más genuina.

EL ARTILUGIO PARA SU ELABORACIÓN. Quizá en otro momento lo analicemos con más intensidad pero conviene adelantar que la limonada se elaboraba usando cualquier caldera o puchero metálico, dentro de otro más aislante —normalmente de madera—, insertando entre ellos hielo con sal: la mezcla frigorífica que hará posible el milagro de granizar la mezcla de la limonada introducida en el recipiente de metal. No necesariamente se necesitaba un aparato para ello como hoy tendemos a pensar.

Quizá la referencia más diáfana nos la dé Ricardo Becerro de Bengoa (La Libertad, 08-01-1891) cuando nos habla de «…se enfría o hiela en total, en una garrafa improvisada que todo buen […] gastrónomo o bebedor saben disponer en el caserío más apartado de Vizcaya, con una herrada o cubo, un caldero y una arroba de nieve».

Posteriormente aparecieron por nuestras tierras garrafas para elaboración de helados que había que hacer girar con la muñeca. Por fin, en los años previos a la guerra civil, hicieron furor las garrafas provistas de manivela y engranajes que baten el contenido del interior en movimientos contrapuestos, logrando una limonada más suave y homogénea.

El orozkoarra Pedro Martín posee la mayor y más curiosa colección de heladeras o garrafas con las que elaborar limonada. Año 2005

Pero, como hemos adelantado, no era necesario recipiente específico alguno para aquellas limonadas de nuestros antepasados. Perfecta, la descripción hecha por José Miguel Barandiaran de una limonada cuya elaboración presenció en Zeanuri en los años 20 del siglo pasado:

«En un calderín de cobre se ponía vino blanco, un poco rebajado con agua fresca, al que se agrega azúcar. Previamente en una tinaja o balde ancho se había colocado nieve. Se echaba sal a la nieve y se introducía el calderín de vino en el balde. Sujetando el calderín con ambas manos por la boca, se le hacía girar rítmicamente en uno y otro sentido, presionándolo contra la nieve. Al cabo de un tiempo el vino del calderín comenzaba a congelarse y espesarse. En este estado grumoso se servía a los comensales».

Garrafa zahar bat, limonadaz betea. Orozko

Yendo más allá sabemos que, las garrafas de manivelas que hoy codiciamos como objeto de anticuario y museístico, estaban mal vistas en su momento por lo moderno de las mismas, por romper con «lo tradicional». Así nos lo contaba (1928) bajo pseudónimo un tal Doctor Mostacha —Mostatxa es un monte de Laudio conocido por tener una antigua nevera— mientras se quejaba de los novedosos artilugios:

Una limonada es algo serio y magnífico, que requiere su momento, sus odas y una mise en scene características […] La garrafa a ser posible de las antiguas. Nada de engranajes ni manivela”.

¿DESDE CUÁNDO? Como todo lo que percibimos como antiguo, a veces tendemos a lanzar nuestras pretensiones más lejos de lo que corresponde. Y, sin esfuerzo, imaginamos inexistentes fiestas medievales con nuestro aparato a manivelas. Pero nunca fue así porque cada cosa tiene su tiempo.

Cierto es que en aquella época y en el Renacimiento era común beber vino o limonadas enfriadas en la nieve pero aún no hablamos del helado o granizado:

Citas como «…aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve…» del Quijote (parte II-LVIII, 1615) o «Hícele entrar en el pozo de la nieve (…) sacar dos frascos que estaban puestos a enfriar: el uno de vino y el otro de agua de limones«» u otro similar que dice «…en una venta a cuatro leguas de Tafalla, bebiéndonos un azumbre de vino, más helado que si fuera deshecho cristal (…) de los nevados Alpes; porque vale tan barata la nieve en aquel país, que no se tiene por buen navarro el que no bebe frío y come caliente», ambas de la obra de picaresca Estebanillo González (1646).

Azulejo catalán (L` Ametlla de Mar) representando una garrafa para refrescar las bebidas.

Ese hábito de beber frío se tenía además por sanador de enfermedades. Esa creencia enraizada en origen con la cultura clásica, había resurgido de nuevo con fuerza a fines del XVI como remedio para hacer frente a la peste bubónica que asoló el país. Así, a partir de aquellos años, aumentó en sobremanera la demanda de hielo, lo que hizo que se construyesen muchas neveras en nuestros montes. Porque «Siendo la nieve de tan grande importancia para la salud y evitar las fiebres y otras enfermedades contagiosas que con calores del verano suelen sobrevenir» (Balmaseda, 1620) no podía faltar.

Así, puesta la nieve de moda, no paraban de edificarse neveras en las cumbres más altas, con las que atender el lucrativo negocio de la venta de nieve en verano: Igartu Bilbo (1616), San Roke – Bilbo (1627), Itzina (< 1632), Pagasarri (1648), Ganekogorta (1693), Toloño (1680), Guardia (1648), Labraza (1663), Lantziego (1672)…

Pero gracias a las novedosas publicaciones del momento se extiende a partir de principios del XVII y sobre todo el el XVIII algo que ya se conocía científicamente desde mediados del XVI, pero aplicado ahora al arte culinario: el hecho de que, mezclando sales con el hielo, se consiguen temperaturas bajo cero y que podían llegar a congelar la bebida. Y ahí es cuando podemos elaborar nuestra limonada de garrafa.

Muchos años más tarde se insistía aún en lo interesante de dicho «truco», instruyendo a los párrocos para que ellos lo hiciesen saber a sus feligreses: «…de la mezcla de la nieve y la sal resulta una temperatura de ocho o diez grados bajo cero» (Semanario de agricultura y artes, 1801)

¿ENTONCES, QUIÉN INVENTO NUESTRA LIMONADA ACTUAL? No se ha escrito nada al respecto pero por mi parte sospecho que debemos su existencia al berciano Juan de la Mata.

En plena Ilustración, cuando se buscaba ordenar, racionalizar y divulgar cualquier aspecto de aquella sociedad, Juan de la Mata publicó una extraordinaria obra, Arte de repostería (1747 y 1786), que es la base de toda la confitería, pastelería, etc. actual. Su aparición revolucionó la cocina y aún hoy posee absoluta actualidad.

Arte de Repostería, obra de Juan de la Mata en la que encontramos el origen de nuestra limonada de garrafa

Juan de la Mata, leonés de Matalavilla —pequeña población conocida por el embalse (1967) homónimo—, fue el repostero jefe en la corte de los reyes españoles Felipe V y Fernando VI y estaba influido por las corrientes culinarias más en boga: las francesas e italianas. No sería extraño por tanto que nuestra limonada de garrafa tuviese inspiración italiana, pues viajó hasta allí y aquel país era por aquel entonces —y es hoy— con sus gelati el máximo exponente de la “gastronomía bajo cero”.

Su extensa obra, de más de 200 páginas, se difundió como un reguero de pólvora y marcó el antes y el después de aquellas cocinas dieciochescas. Pues bien… Habla en ella con profusión y detalle de 31 opciones heladas de las cuales 24 son bebidas. Y sólo una de ellas contiene alcohol, la característica exclusiva de nuestra limonada de garrafa. Él la llama Limonada de vino:

«Puesta en un barreño una azumbre de agua con un cuartillo de vino, una o dos cáscaras de limón, el zumo de otros tantos bien exprimidos y nueve o diez onzas de azúcar, más o menos, según se gustase o fuese necesario, estará en esta infusión por tiempo de media hora o poco menos, concluyendo esta bebida con pasarla por la manga y helarla en el modo ordinario». Unas páginas más atrás, da la descripción de como helar estas bebidas en las garrafas, valiéndose de hielo y sal. Evidentemente, se trata de nuestra limonada.

La siguiente referencia es la primera vez que se documenta la receta entre nosotros, en Euskal Herria. Aparece en unos apuntes manuscritos de cocina, de fines del XVIII —contextualizada por otros datos del mismo cuaderno ya no tienen fecha exacta— propiedad del palacio de Katuxa en Laudio. Por aquel entonces palacio y la ferrería del lugar formaban parte del mayorazgo de los Ugarte que, por las cartas guardadas, sabemos que acudían a menudo a Madrid e incluso tuvieron lazos familiares allí. Sin duda, sería de Madrid de donde traería la receta que estaba haciendo furor en la corte y en los estratos sociales aristocráticos, fruto de la revolucionaria obra de Juan de la Mata. La receta en cuestión dice así:

«Para hacer media cántara de limonada echaremos vino blanco y agua en igual medida. Cuando se trate de tinto, por cada azumbre [2 litros] un cuartillo [0,5 litros] de agua. Si se prefiere dulce se le añadirá un poco de azúcar. Este azúcar será elaborado como si fuese almíbar juntándose con otra cocción de finas rajas de limón. Esta mezcla será colada por medio de un trapo y añadida al vino que se encuentra en la garrafa. Se completará, si fuese necesario con más agua y, con la tapadera de la cantimplora o garrafa abierta, sólo nos queda girar y saborearlo».

La receta manuscrita de Katuxa (Laudio) es la primera constartación de la limonada en Euskal Herria

Y aquella receta tan exquisita y novedosa que merecía la pena traerla manuscrita, pronto se extenderá a los estratos populares, convirtiéndose en la lujosa bebida festiva por excelencia. Prueba de ello es, por ejemplo, la demanda que un sacerdote interpone contra una feligresa de Larrabetzu por haber embarullado las comunicaciones de tal manera que «…el querellante se vio privado de las doce libras de nieve para hacer refresco que ésta le traía desde Amorebieta» (1800). Al igual que aquella moción de unos vecinos en el pleno municipal de Laudio, insistiendo en reinstaurar la clausurada nevera del Yermo porque la nieve importada desde Orozko resultaba excesivamente cara para atender a la necesidad de «“…tener surtido el Valle en todas las festividades por el verano» (1856).

Aun con todo, la gran explosión popular de la garrafa llega al instalarse en 1880 la primera fábrica de hielo artificial en la calle Ollerías de Bilbao y que supuso el abaratamiento del hielo y el paulatino abandono de las neveras de montaña. Ello y la mejora de los medios de transporte hicieron que nuestra bebida comenzase a vivir sus décadas de oro y que llegan hasta la guerra civil.

Día de romería en Begoña, Bilbao, acompañados de una gran garrafa. Fotografía de Eulalia Abaitua, la priméra fotógrafa vasca

CUANTO MÁS, MEJOR. Pero hagamos un receso de nuevo y volvamos a las recetas: a la publicada por Juan de la Mata y a la primera vasca, la de Katuxa. Lo llamativo en esta segunda es el cambio de proporciones respecto a la segunda, con cada vez más vino, probablemente adaptado al abundante chacolí local —con menos cuerpo— y aumentando la presencia de éste hasta la proporción de «mitad y mitad».

También parece ligera de alcohol la limonada que describe Becerro de Bengoa (1891) y que, según refiere, es la bebida que acompaña a la comida de principio a fin: «Veinticuatro horas antes de la función se ponen a macerar en agua cortezas de limón, se añade una tercera parte de vino, blanco y tinto por partes iguales. Se azucara bien y se enfría o hiela en total, en una garrafa…»

Como hemos apuntado, con el paso del tiempo, ha sido un aumento progresivo el del porcentaje de bebida alcohólica. Y tanto es nuestro afán por la embriaguez, que en la segunda mitad del XX comienza incluso a añadírsele a la mezcla algún licor –normalmente brandy– una herejía para los defensores de la receta clásica. Yo, como sobresaliente pecador que soy, suelo añadirle un generoso chorretón de limoncelo —licor de limón— para que no pierda su inspiración italiana original.

La casa ELMA (Arrasate) fabricó garrafas de engranajes que gozaron de gran éxito. Con ellas regalaba un recetario en el que se recoge la receta de nuestra limonada, que por aquel entonces era ya popular.

Volviendo a aquel Doctor Mostacha (1928) decía que «suena la garrafa con el ímpetu de sesenta litros (tres de blanco por uno de agua y un azucarillo por un cuartillo)», con las proporciones modernas –la que yo uso para mis limonadas– y que coinciden con aquellas de Barandiaran más arriba citadas: «…se ponía vino blanco, un poco rebajado con agua fresca». Es decir, más vino que agua. En cuestión de elevar el ánimo festivo, cuanto más, mejor.

En lugares como Orozko en que «…como dato curioso y peculiar de sus hijos que son maestros en la preparación de las llamadas limonadas, esto es, en congelar o garapiñar el vino azucarado…» (Iturriza, 1785), ya en épocas modernas, siempre que era posible se usaba un vino amontillado o al menos de gran carácter. Me imagino que en esos casos se rebajaría con más agua y con menos o casi nada si se trataba de chacolí, más endeble al paladar, aquel que citaba Emiliano Arriaga  (Lexicón bilbaíno, 1896): «la clásica se compone de chacolín blanco, agua, azucarillos y unas rajitas de limón». Y es que, en esto de los gustos, cada hogar ha contado con su receta tradicional.

Cada año en el día de San Antolín (2 de septiembre) la gente de Orozko sale a su plaza a elaborar las garrafas en un llamativo concurso. Edición de 2009.

FUTURO. Quien se acerque cualquier 2 de septiembre (San Antolín) a Orozko, a las 11:00 h., podrá ver en su plaza docenas de garrafas diferentes, girando alocadamente, para elaborar cada una su limonada. Posteriormente (12:00 h) se dan a degustar gratuitamente y quien las pruebe comprobará la esencia de la limonada de garrafa: que nunca hay dos iguales y que cada una es extraordinaria en sí misma. Demasiada historia en cada sorbo como para no perder el sentido al degustarla…

Viejas limonadas, vividas con la nieve del Gorbea.
Canto ingenuo de fraternidad, en medio de la alegría del sol del estío.
No nos dejéis nunca, como el buen humor.
Sois muy nuestras, como las neveras metidas en el corazón de nuestras montañas

(Doctor Mostacha, 1928)

Cofradía de Laudio. Cuando las apariencias engañan

Disposición de las mesas en el pórtico de hierro y que acogerán de cuatro en cuatro a los comensales, siempre en torno a una gran jarra coronada por un generoso pan

Desde 1599 se celebra en Laudio una cofradía en honor a San Roque a modo de agradecimiento popular perpetuo, ya que se atribuyó a su milagrosa intercesión el haberse librado el valle de la peste bubónica de fines del XVI. Continuación de aquella remota costumbre, este domingo y un año más, compartiremos mesa casi 400 cofrades bajo ese curioso pórtico que viene a ser el único de toda Euskal Herria construido hierro, tal y como ya contamos aquí en otra ocasión.

Pues bien. Vista desde fuera, la cofradía tiene ciertas connotaciones de elitista, distinguida, señorial, elegante que… chocan frontalmente con los burdos modos de la mesa que sólo perciben los que en ella participan. Tanto que hay a quien le resultan inapropiados y hasta repugnantes.

Pero, una vez más, el defecto es virtud y la realidad nos muestra algo más profundo, algo que va más allá de las apariencias: se tratan de vestigios de antiguas costumbres, especialmente medievales, que han llegado hasta nosotros.

Los hermanos José Antonio y José Mª Gorostiaga (……+), unos de los más veteranos cofrades, con la jarra ya «volcada». Se aprecia el estado de desorden y suciedad en que termina la mesa tras la comida

Así es que vamos describir esa cofradía estructurada en mesas corridas que se articulan en torno a jarras de dos azumbres —4 litros aproximadamente— que han de beberse entre los cuatro comensales que, año tras año, se reencuentran en torno a ese recipiente cerámico.

MUJERES EN LA MESA
En los banquetes medievales —y cuyas reminiscencias reproducimos inconscientemente en Laudio— rara vez o nunca tomaban parte las mujeres, al considerarse lugar de excesos y propicio para transgresiones, por lo que solían comer en otra mesa, en algún rincón. Eran además banquetes demasiado burdos para la finura y elegancia que se le presuponía a una respetable dama.

Quizá por ello, aquella pauta normalizada en el Medioevo se reflejó en la cofradía de Laudio posterior ya que, en sus normas —llamadas reglas— fundacionales de 1599 se prohíbe expresamente la presencia femenina:

«Primeramente ordenaron y mandaron que los cofrades del señor Sant Roque hayan de ser en la comida hombres y no mujeres». Pero las excluyen solamente de la comilona, ya que a continuación se insiste en lo deseable de su participación en la Cofradía: «…que era su voluntad que hubiese cofradesas…». Es decir, se clonan las costumbres propias de la época. Afortunadamente, adecuados a los nuevos tiempos, la participación de las mujeres en la comida es ya posible desde 2010.

SIN PLATO
Otra de las características que mantenemos hoy, es la de ingerir los alimentos desde la misma bandeja, a modo de hermanamiento.

Uno de los miembros de la mesa suele ser el encargado de trocear en porciones más finas los trozos de carne, tocino, etc. que se sirven en piezas grandes. En realidad, en los banquetes medievales, esta labor solía corresponder al más joven o de más baja posición de entre los de la mesa y debía ayudar a los mayores o de rango superior en la comida. Y el comer todos del mismo plato se tenía por distinguido también en las mesas más refinadas.

Uno de los componentes de la mesa se encarga de trocear el tocino y mezclar los componentes bien antes de comer todos del mismo plato. Esta labor correspondía en los banquetes medievales a los más jóvenes o de condición social inferior

CUCHARA, TENEDOR Y CUCHILLO
El único cubierto en la mesa medieval era la cuchara ya que la función del moderno tenedor se hacía con la mano. El tenedor, aunque existía, se usaba solo para «tener» —de ahí su nombre— la carne a la hora de trinchar, no para comer. Su incorporación moderna a la mesa nos viene desde Italia, en donde se comenzó a utilizarse para poder ingerir la pasta.

El cuchillo solía ser común —en nuestro caso uno por jarra de cuatro comensales— o, más bien, portándolo cada uno. Estos últimos eran los conocidos como canivete —de donde procede el término de euskera ganibeta, ‘navaja’, ‘cuchillo pequeño’— siempre presentes en el equipo personal, no en el servicio de la mesa.

Sin duda en sus orígenes no contaría nuestra cofradía con tenedores y no sabemos cuándo se incorporaron: hoy disponemos de cuchara, tenedor para cada comensal y cuchillo para cada mesa. Pero sí que es cierto que carnes como el pollo, etc. las seguimos comiendo con la mano, «a lo antiguo». Era importante usar sólo tres dedos, pulgar, índice y medio pues cogerlo con toda la mano se consideraba sucio y de mal gusto.

SIN SERVILLETA
Con tanta grasa de por medio, se echa de menos la servilleta, a la que tan acostumbrados estamos hoy. Pero en la cofradía no la tenemos, de nuevo siguiendo costumbres tan normalizadas en la Edad Media.
Así, inevitablemente, la boca ha de limpiarse con el dorso de la mano y ésta, con el faldón del mantel, ya que esta es su primordial función. Reproduciendo las normas de etiqueta de otras épocas…

JARRA
Insistimos: muy importante es limpiar bien la boca con el dorso de la mano a la hora de beber el vino ya que ese vaso debe contener la menor suciedad posible —restos de comida, migas, babas— porque se sumergen en la gran jarra para ir llenándolo, algo que podría resultar repulsivo para el resto de los compañeros. En mi mesa soy yo el encargado de esa labor de ir llenando los vasos de los cuatro para, acompasadamente, beber hasta vaciar y volcar la jarra, el orgullo de toda mesa.

Aunque en absoluto es obligado, «volcar la jarra» habiendo ingerido todo su vino es motivo de orgullo para los componentes de la mesa.

En las mesas medievales solían contar con vaso individual los más pudientes. El resto bebía de las mismas jarras. De ahí que, como en nuestro caso actual, fuese obligado pasarse previamente la trasera de la mano por la boca.

PAN
Al inicio de la comida, un gran pan corona la jarra, a modo de tapadera. Uno de los cofrades de cada mesa suele ser el encargado de partirlo en cuatro trozos con la mano.

En realidad reproduce el antiguo uso del pan como soportecomo elemento para transportar los trozos de carne desde la fuente común a la boca al no disponer de platos ni tenedor. Recordemos que antiguamente el pan era el plato principal —si era posible, se consumía en grandes cantidades— y eran los demás alimentos los que lo “acompañaban”, al contrario que en la actualidad. De ahí que se denominasen compangium (‘con pan’, de companĭcus: com- ‘con’ y panis ‘pan’), hoy evolucionado a compango en algunas zonas, los trozos de carne o “sacramentos” que alegran la fabada, cocido lebaniego, montañés… O hasta las mismas palabras compañía, compaña, compañero/a tienen su origen en ese «[comer] con pan».

El pan se consederaba antiguamente el plato principal, al que acompañaban otros alimentos. Hacía asimismo las funciones de ayuda para llevar la comida del plato central compartido a la boca

BAILE
Antiquísimo es el dicho que apunta que «de la panza sale la danza«, en referencia al baile que ponía fin a las comidas de cierta transcendencia social. Por ello también se baila en nuestra cofradía.

Pocos son ya los cofrades que saben y se animan a danzar, excitados por el insistente sonido del txistu y por la gran ingesta de vino. La imagen es sublime, sobrecogedora y genera gran expectación y admiración entre los presentes. En cierto modo pone el punto final al encuentro, hasta la cita del año siguiente.

Pocos son los ya los cofrades que, al finalizar la comida, arrancan a bailar el banango al son del txistu y el tamboril. Anteriormente se bailaba el «aurresku de los cofrades»

Hoy se baila sólo el banangoa y ya parece quedar en el olvido el aurresku de los cofrades –en realidad un aurresku de anteiglesia–, la más solemne de nuestras danzas, y el que el mismo alcalde bailaba hasta no hace tanto en la plaza principal contigua. Más concretamente fue José María Urquijo Gardeazabal en su mandato entre los años 1948-1966 el último alcalde en danzar el espectacular baile. Este año, se ha recuperado y representado por varios dantzaris en el Berakatz-egun o día de ajos, desvinculado ya de la cofradía.

El alcalde José Mª Urquijo fue el último que con dicho cargo bailó el aurresku de los cofrades en Laudio. Foto: archivo familiar, aprox. 1950.

CARIDAD
Al igual que sucedía en los grandes banquetes de la gente opulenta, se tenía presente a la gente más marginal, a los «pobres de solemnidad» como antes se les definía. No solamente por poner en práctica la caridad cristiana sino también para mostrar, con gran vanidad, en qué opulencia se desenvolvían como para poder regalar; es decir, para hacer público y notorio que se pertenecía al estrato social alto y no al vulgo popular. Recoge en su normativa (1599) la cofradía de Laudio que se «…dé de comer en semejantes días a todos los pobres que acudieren a la cofradía su ración honesta y […] tenga cuenta de proveer y dar su ración a los pobres envergonzados e impedidos que hubiere en el pueblo».

Los pobres comían una vez finalizado el banquete los cofrades, sin que tengamos constancia de hasta cuando llegó esa costumbre hoy inexistente. Pero sí tenemos una bella referencia escrita de 1923, hace cuatro días,  y que dice así:

«Pero lo más característico de este banquete, es el colofón de acentuado matiz tradicional: mientras nosotros comíamos, el hambre azuzaba a una falange de mendigos que descansaba su impaciencia bajo las sombras del muro de la iglesia. Pordioseros llegados de la estepa, profesionales de la mendicidad, sabios en plañir, diestros en lacerías, ballesteros de bribias y gallofos, de todo jaez. Allí se sentaron en la mesa que nosotros abandonamos, a deglutir la suculenta bazofia. Pilarica la chicharra, mendiga que recorre las Encartaciones, borracha de pelo gris, traje azul desvaído, ojos picarescos y chata; allí un giboso que mira enamorado desde el fondo de su desdicha, dulce como un Romeo contrahecho, cerca de Rosalía la pálida, la incolora, la tarada, enredo de ojos extraviados y místicos, flaca, mujer que ha aprendido a mendigar por amor y que presume de abolengo; entre estos dos se oye la canción de los amantes pobres que llevan la pesadumbre de las lacras espirituales; allí, dos tuertos de tostado color, barba de convalecientes, duros de boca, de gestos innobles, veteados de suciedad; y, sobre todo, una bellísima mujer rubia, harapienta, que lleva al halda un niño rubio de espiga sucia y otros tres niños más, preciosos, que parecen saboyedos, de ojos agrandados por la esperanza. Todos engullen, se atiborran, y apenas si hablan, beben y beben del vino del Arcipreste, y poco a poco se olvidan de que son pobre».

Artículo titulado La Sanrocada de Laudio, dentro de una sección de nombre «Folletones de Aberri» y firmado por Adolfo de Larrañaga en el diario Aberri, núm. 86, publicado en Bilbao el 6 de septiembre de 1923 como nos hiciese saber en su día mi compañero y colega Juanjo Hidalgo. Por cierto, Adolfo de Larrañaga, gran amigo de José Arrue y sus hermanos.

MENÚ
Por ir cerrando el post, apuntaremos que el menú se compone en la actualidad de:

1. Sopa de ajo con guindillas
2. Garbanzos con tocino, vainas, berza y tomate. Es de destacar que hasta la aparición de la alubia americana el garbanzo era la legumbre más preciada. De ahí que aparezca en los menús de la mayoría de cofradías.
3. Zancarrón con tomate
4. Pollo con pimientos verdes fritos. El pollo sustituyó en cierta medida a la carne de carnero y vaca tradicionales, al parecer, instaurado por el marqués de Urquijo pues le parecía una carne más fina y acorde a la categoría de sus invitados.
Del sacrificio de aquellas vacas y carneros para la cofradía surgen las clásicas morcillas del día anterior, hoy jornada principal y más distinguida de las fiestas locales.
5. Pera. Y café, copa y puro para quien lo desee.

Todo ello se acompaña con el abundante vino, eje indiscutible de la fiesta, recogido en la jarra que une a los comensales y que ya aparece en la medida un litro por garganta —antaño considerada escasa, hoy excesiva— desde el primer menú de cofradía documentado allá por el siglo XVIII: «…a libra de vaca, media de carnero y a media de azumbre de vino para cada cofrade, garbanzos, sus especias para el caldo y algún principio».

Último trago para finalizar el contenido de la jarra y poder volcarla, deseándose mutuamente salud y felicidad entre los compañeros, un gesto de profundo hermanamiento

Como se ve, todo cambia con el tiempo… excepto el vino que siempre hermana y edifica ese espíritu igualitario e igualador que persigue la cofradía y que le ha hecho sobrevivir a la de Sant Roque de Laudio ya más de 400 años: «…den de comer a los cofrades de un mismo manjar que ellos pusieren por costumbre y ordenanza, sin que haya mejoría ni parcialidad ni diferencia de los unos a los otros…» tal y como recogen sus antiquísimas reglas. Porque todo no iba a ser feudalismo y jerarquía social medievalidad…


CON CARIÑO a mis compañeros Rafa Jauregi, Oscar Reguera y Endika Mendibil que nos reuniremos en torno a la jarra 75 hasta que la salud o la muerte nos separen. Mientras, salud y buen vino, hermanos.

Benito Valbuena: asesinato de un profesor en Alketa

Edificación de Kapana (Luxa) donde pasó su última noche Benito Valbuena, con Laudio al fondo y, en lo más profundo, Gorbeia, a donde debía dirigir sus pasos nuestro personaje.

Es un suceso sobradamente conocido pero nadie lo comenta jamás. Porque de eso no se puede hablar. Ésa ha sido la consigna del terror ejercida como represalia durante casi un siglo. Y sigue surtiendo efecto, firmemente anclada en las almas de los lugareños.

La gente mayor de Laudio conoce de sobra cómo se cazó a un muchacho «asturiano» y cómo su cadáver fue paseado por el centro del pueblo sobre un burro, en un acto de mofa, escarnio y de intento de infundir el terror entre la población.

El pasado día 5 de este mes, julio, estuve de vacaciones por Cistierna (León) y los pueblos de los alrededores con la familia, sin que aún hoy sospechen que en realidad era un viaje manipulado por mi parte, para hacer un pequeño homenaje en mi interior a aquel muchacho y, quizá, conseguir sacar algo más de información. Y es que el 5 de julio se cumplieron 80 años del asesinato de nuestro anónimo personaje, Benito Valbuena López, muy lejos de su hogar: en el término de Alketa, en las laderas de Mostatxa, montaña de Laudio.

Tan poco se ha hablado sobre él en nuestro entorno que es necesario aclarar que en realidad no era asturiano –bien pudiera ser que él mismo generase esa información equívoca para despistar– sino natural de Cistierna, comarca minera de León.

Era hijo de Concepción López Caro y Francisco Valbuena García (Valderrueda, 1875), un padre profesor y persona influyente del lugar, de convicciones muy católicas, conservadoras y, por tanto, próximas al régimen franquista en la guerra civil (1936-1939). Una persona muy implicada con su comarca, bien recordada y que por ello cuenta con una calle céntrica que lo recuerda en la villa de Cistierna.

Fue en esa villa en donde nació nuestro personaje, Benito Valbuena, el 15 de enero de 1901, un muchacho que siguiendo la línea familiar también llegaría a ejercer de profesor y que, al igual que su padre, pensaba en la cultura como remedio para sacar a aquella España rural el su endémico retraso.

Pronto empezó a ejercer en diversos pueblos de la comarca y se alineó a las ideologías republicanas, en torno a la Institución Libre de Enseñanza, varios de cuyos participantes fueron luego ejecutados por el franquismo.

Así las cosas, aquel maestro soñador, un poco oveja negra de la familia, fue sorprendido por el golpe franquista que provocó la guerra. Y, temeroso de que todos sus proyectos y logros se viniesen abajo, apostó por el bando fiel al gobierno legítimo de la república.

Sin que conozcamos el cómo, cuando ya la contienda se decantaba hacia el bando militar franquista, Benito Valbuena huyó de su tierra, desesperado, intentando pasar al exilio en Francia. Quizá se valiese del tren de La Robla o probablemente, por discreción, hiciese el recorrido a Laudio a pie, de noche, valiéndose de la vía férrea como guía. No lo sabemos.

Sea como fuere –y ahí llega lo poco que conocemos– apareció por el monte angustiado, pidiendo ayuda en los caseríos de Luxa. Allí le atendió Andrés Ibarretxe –abuelo del actual propietario– y lo refugió para pasar la noche en una casilla o cabaña cercana, llamada Kapana, para así no comprometerse él tampoco en nada.
Por aquel entonces Kapana era un entorno lleno de viñas para producir el vino local o chacolí. Como inciso diré que, en cierta ocasión tuvieron allí algunos problemas con unas tropas que atravesaron el lugar, Andresito Ibarretxe – ya fallecido e hijo del más arriba citado– y mi abuelo, Martín Mugurutza que estaba ayudando como asalariado en el cultivo de aquellas viñas. Hubo incluso algún muerto en el cercano alto de Luxamendi, en aquellas escaramuzas entre tropas y que ellos, muy jóvenes, no llegaban a comprender.

Cabaña de Kapana, en un alto sobre Luxa (Laudio)

A pesar de que en el final de nuestra historia son tres los personajes, los del lugar hablan sólo de uno que se refugió en Kapana, nuestro Benito, un muchacho que sin saber siquiera su nombre o su historia, sí supieron que había sido muerto al día siguiente.

Benito, probablemente viendo que cada vez era más complicada su huida, abandonó su fusil escondido entre la paja almacenada en la cabaña y allí lo encontraron sus propietarios días después.

Andrés Ibarretxe padre –no confundir con Andrés Ibarretxe hijo, Andresín– le aconsejó por dónde avanzar sin tocar las poblaciones ya victoriosas y con franquistas al mando de sus instituciones. Debía ir por Luxaldai a Oleriaga y de ahí, tras pasar la aldea de Markuartu, ascender a Mostatxa-Pagolar. Después, sorteando algunos caseríos de ladera como Izardui (Isardio) u Odiaga, debía bajar hacia la Venta del Espíritu Santo –límite entre Laudio y Aiara, hoy desaparecida por la circunvalación– para remontar de nuevo las montañas sobre Olarte y, por Santa Marina, llegar a Orozko para internarse a continuación en el macizo de Gorbeia y después avanzar hacia aquella inalcanzable frontera de la salvación. No resultarían complicadas las explicaciones porque, quien conozca la altiva Kapana, sabe que desde allí se aprecia un amplísimo horizonte, con todo el recorrido descrito.

Andrés Ibarretxe, Andresín, en Luxa. Fue su padre quien dio orientaciones y cobijo a Benito Valbuena. En su recorrido debía caminar los montes del fondo de la imagen, evitando poblaciones en las que podía ser apresado. Foto de 2006.

La siguiente noticia es confusa. Unos dicen que fueron vistos Benito y otros dos muchachos –pudiera ser que ahora se hubiese juntado con otros fugitivos– por el entorno de Izardui y que alguien bajó al pueblo a delatarlos. Otras voces –la inmensa mayoría– aseguran que que acudieron pidiendo ayuda a un caserío del lugar de cuyo nombre no quiero acordarme y que fueron objeto de una gran deslealtad…

80 años después aún no puede hablarse abiertamente de ello: los nietos de aquel presunto delator son buenos amigos míos y eso pesa. Hasta he pensado en alguna ocasión que, por borrar la memoria del funesto suceso, es posible que ellos mismos desconozcan la historia: no sé si alguna vez voy a atreverme a preguntárselo.

Odiaga, Laudio

De uno u otro modo, les dieron cobijo y les facilitaron un escondite mientras que, a su vez, alguien del caserío corrió sigilosamente al pueblo a delatarlos, para que los apresasen. Quizá por miedo a las posibles futuras represalias o, sin más, para ganar méritos frente al nuevo régimen militar.

Caserío Beldui, rodeado de viñedos, hacia donde corrió en su huida el desdichado Benito Valbuena antes de caer abatido. El plan, que nunca consiguió, era el de haber ascendido las montañas del fondo para acceder a Orozko y luego Gorbeia. Foto sacada desde las inmediaciones de Kapana, Luxa, desde donde le explicaron el recorrido.

   

Rápido subieron miembros de un somatén –especie de patrullas paramilitares urbanas, con legitimación para el uso de armas– con la intención de apresarlos. Cuando se dieron cuenta de la encerrona los muchachos corrieron por el camino de monte más notable del lugar, el que sobre Gardea va a media ladera hacia Beldui y Larrazabal. Pero la batida estaba bien organizada y dicen que los atraparon como quien caza liebres. En el lugar llamado Alketa…

Miembro voluntario de un somatén, acompañando para la obligada pareja a un guardia civil

El que falleció en el lugar fue Benito, nuestro personaje, en un lugar exacto que nunca se podrá precisar pues el silencio impuesto por el miedo hizo que jamás se hablase de ello, si no era vagamente y en entornos íntimos familiares, como es mi caso.

A los otros dos los apresaron, probablemente para no tener que acarrear los cadáveres ya que sólo contaban con un burro y tenía bastante con el cuerpo de Benito. Así pensaron en llevarlos andando y, una vez en el centro del pueblo, fusilarlos a la vista de todos los vecinos. Y así se hizo…

Izardui, Laudio.

Pero una vez en el pueblo, una señora muy influyente y al parecer carlista –unas de las corrientes ideológicas que dieron apoyo al golpe de Franco–, de nombre Paula, pidió caridad para ellos, alegando conmutar el pecado capital por prisión, en base a sus profundas creencias cristianas.

Nada más sabemos: el silencio impuesto por el miedo cayó como una losa sobre nuestra historia y desconocemos más sobre aquellos angustiados muchachos o el mismo Benito. Al parecer, en la familia de León también se corrió un velo sobre la historia de aquel díscolo hijo “muerto en la guerra”.

Ni siquiera reclamaron su cadáver, enterrado el día 6 de julio en el cementerio municipal, en la tumba 127, un extraño, alguien casi anónimo y cuya partida de defunción indica escuetamente que murió por “heridas de arma de fuego”. También sabemos que dejó viuda y tres hijos.

Por eso los días 5 y 6 de este mes, pasados 80 años, he querido recorrer las tierras que vieron nacer y crecer a Benito Valbuena López. Las que le vieron ejercer como pedagogo-maestro. Y escribo estas breves letras en su memoria, para resucitar su historia y dignidad, así como aquellos proyectos suyos para modernizar España. Una España casi un siglo después aún anclada en el retraso, sin poder hablar todavía de aquellos muertos y honrando impunemente estos días en un valle monumental al genocida que provocó tantos cientos de miles de muertos. Entre ellos un padre de 37 años que fue cazado como un animal en término de Alketa. Por eso su nombre Benito significa ‘bendito’, porque lo era sin duda.

In memoriam

 

PS: sobre este suceso también escribió en su día unas líneas Jon Muñoz, poniendo sobre la mesa de nuevo su historia. Pero es especialmente del historiador y cronista leonés Siro Sanz –a instancias del laudioarra Ángel Larrea– de donde he rescatado esa parte la información de Benito que aquí desconocíamos. Mil gracias a todos ellos.
El relato es la suma de los exiguos y deformados relatos recogida a diversos informantes,  siempre con información recibida de generaciones que ya no están entre nosotros por lo que no puede comprobarse. Por ello el relato es una media aritmética de todo ello y, queramos o no, un relato dubitativo e idealizado. Tanto que el texto podría en un futuro tener modificaciones, siempre persiguiendo el noble fin de acercarno lo más posible a la verdad, el objetivo de todo investigador.

Cuando paseéis hoy por Gardea

Hoy cuando paseéis por Gardea (Laudio)… os encontréis una curiosa alfombra de pétalos y ramas de “millu” (‘hinojo’) frente a la casa Poletxe. Y quizá os sorprenda…

No es fruto de ninguna locura. Es la gran aportación que anualmente hace una gran mujer, Itziar Letona, para que no se pierda una tradición que antes se llevaba a cabo en todas las casas.

Se debe a que hoy es el Corpus Christi, una fiesta de gran raigambre e importancia en otros tiempos (de ahí el conocido dicho de “Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión”) pero que dejó de ser festivo como tal en 1989.

La fecha se calcula en función del calendario lunar, siendo por tanto móvil. El mejor “truco” para identificarlo es añadir 60 días al domingo de Resurrección, al domingo de la Semana Santa, y siempre es jueves. Hoy en día, al no ser ya festivo, se celebra el acto religioso en el domingo posterior. En comunidades como Madrid o Castilla-La Mancha así como en numerosos municipios, adoptaron el día de hoy como festividad local para seguir reforzando el poder «intocable» de la Iglesia ya que hubo muchas corrientes críticas internas a la hora de eliminar el carácter de festividad.

Es una fiesta de origen medieval, por cierto, concebida e impulsada de nuevo por otra mujer, Juliana de Cornillon, y celebrada por primera vez en 1246 en Lieja (Bélgica). Con ella se rinde homenaje al cuerpo y sangre de Cristo, es decir al vino y las hostias que, consagradas, reciben en las misas los practicantes que así lo desean. Con ello, se funden los humanos y lo divino, poniéndose «en común», haciéndose uno… de ahí el término comunión.

Pero sin más rollos mañaneros, quedaos con el detalle de las flores en los Caminos Viejos de Gardea, las únicas supervivientes en el naufragio ya irremediable de otra de nuestras costumbres.

Gracias mil, Itziar, por mantener la llama de nuestro pueblo viva. Mujer tenías que ser…

Por qué el de Laudio es el único pórtico de hierro de Euskal Herria

Cuatro muertos y seis heridos… La desgracia era de tal gravedad que Estanislao Urquijo, por aquel entonces uno de los hombres más poderosos de España y sin duda el más de Álava, no lo dudó ni un instante: abandonó su residencia de negocios en Madrid, para acudir con la mayor celeridad posible a Laudio, en donde creía que en un momento así de amargo él debía estar. De arraigadas creencias católicas, se sentiría en cierto modo responsable de aquella desdicha.

Estanislao Urquijo Landaluze (1817-1889) era un personaje que para aquel entonces había amasado grandes fortunas y había dado arranque a una nueva línea nobiliaria una docena de años atrás: era el primero de los marqueses de Urquijo y había fijado su casa o palacio solariego en aquel Laudio de fines del XIX. Con las características típicas de los sistemas caciquiles de aquella época, ejercía un paternalismo desmedido con sus súbditos a cambio de los votos que le aupasen al poder político.

Estanislao Urquijo Landaluze

Por ello vio que aquella era la ocasión perfecta para ganarse la confianza del pueblo, mayoritariamente carlista, y que recelaba aún de ese nuevo personaje liberal.

Tres hombres dejaron aquel día la vida, entre escombros, al margen de seis heridos, uno de los cuales falleció posteriormente. Se acababa de desplomar el pórtico de la iglesia, reparado cuatro años atrás a expensas del ya célebre marqués.

EL VIEJO PÓRTICO
La historia comienza mucho más atrás, en el siglo XVIII, cuando, alentados por la bonanza económica, se decide eliminar el vetusto templo para dar rienda suelta a la modernidad y desarrollo con la edificación de una nueva iglesia: la que vemos hoy. La labor de tracista –arquitectura– se le encarga nada menos que a Martín de Larrea, el auténtico héroe del momento por haber conseguido lo tecnológicamente “imposible” en el puente de Anuntzibai: salvar una distancia tan grande con un sólo arco.

Aquel nuevo templo fue dotado con un amplio pórtico (1774) en el que pudiese bullir la vida social en los días de climatología adversa. Pero, la construcción que parecía que iba a ser “para una eternidad” no había sido ejecutada con un mínimo de calidad y, tan sólo un siglo después, se encontraba en un estado lamentable, amenazando ruina. Y es por ello por lo se acomete una restauración o reforzamiento en 1878, aplicando un simple sistema constructivo en tinglado y apuntalando con unas novedosas columnas de hierro que había sufragado el recientemente nombrado marqués. Era el arranque del frenético uso del hierro en la construcción, un fruto de la Revolución Industrial, y que haría furor en Europa décadas después.

Pero aquellos apuntalamientos y soluciones parciales tampoco sirvieron para mucho y, un domingo de mercado con una gran nevada, se desplomó con gran estrépito, como si fuese un gigante abatido. Fue, como hoy, un 11 de marzo pero de hace 135 años, es decir, en 1883. Y esa es nuestra historia…

Torre de la iglesia (XVIII) con la antigua casa consistorial anexa y, en el otro extremo, el pórtico (XIX) en el amanecer de un día de nevada

LA MUERTE, EN EL MERCADO SEMANAL
Una vez más, Dios se olvidó de sus súbditos y allí fallecieron aplastados tres hombres: los laudioarras José Urquijo Muñuzuri y Francisco Urretxi, de 68 y 44 años respectivamente, y Apoliniano Olabarria, natural de Orozko, “de veinte y muchos años” tal y como reza el acta de defunción. Posteriormente falleció uno de los heridos que, por falta de tiempo y de interés real, no hemos localizado. A la dantesca imagen se sumaron diversos heridos de cierta gravedad.

EL SACERDOTE Y SU ESCOPETA
Ya a la medianoche anterior anunció aquel pórtico con sus lamentos que estaba a punto de poner fin a su historia. Debieron ser sonoros los crujidos del maderamen porque, el sacerdote, atemorizado pensando que estuviesen forzando la puerta del templo para robar, efectuó varios disparos de escopeta al aire. Nadie comprendía a qué venía aquello en aquella lóbrega noche en la que los copos de nieve caían sin cesar, engrosando aún más aquella gran nevada.

Al rayar el día pronto vieron que no era cosa de ladrones sino los estertores agónicos de aquella estructura de vigas y columnas que se había desplazado por el peso de la nieve y cuya ruina parecía inminente. Pronto, el excitado alcalde tomó la determinación de designar unos hombres que, con el cargo improvisado de guardas, impidiesen el paso al recinto. Mientras tanto, fueron a consultar al “perito” experto local, alguien que pudiese aportar una solución. Fue un joven herrero del barrio de Goikoplaza que, a la vista del sobrecogedor panorama, no dudo en determinar que había que ir de inmediato a por una pareja de bueyes y derribar aquella amenazante estructura. Pero, mientras se preparaban para ello, en torno a las diez de la mañana, la edificación se desplomó «…con horroroso estruendo…» y atrapó debajo a aquellos desdichados baserritarras que, ante las inclemencias del exterior, habían decidido imponer su terquedad frente a la prohibición de entrar, una prohibición por fortuna sí respetó la gran mayoría de los habituales.

El siniestro suceso conmocionó a toda la comarca y tuvo gran eco en la prensa, incluso en la de ámbito nacional. Yo mismo he escuchado en mi casa en más de una ocasión aquel vago recuerdo –ya sin datos concretos ni fechas exactas– del funesto accidente. Debió ser tal la impresión dejada por aquella desgracia que hasta diez años después no se acomete la construcción de un nuevo pórtico, el actual.

En cualquier caso, el multimillonario y todopoderoso marqués de Urquijo vio ahí la ocasión para dar el do de pecho y así ganarse definitivamente a esa apesadumbrada población, que debería acostumbrarse a buscar siempre protección y auxilio en su entorno. Una estrategia política y social que no era sino la reinterpretación moderna del sistema de vasallaje feudal, propiciado por el sistema de corruptelas políticas poco disimuladas, típicas del régimen bajo la presidencia de Cánovas del Castillo.

EL NUEVO PÓRTICO DE HIERRO
Dejando al margen la opulenta historia de nuestras ferrerías, la cultura del hierro estaba de nuevo en plena expansión mundial gracias a la Revolución Industrial. También en el ámbito geográfico más cercano desde que en 1845 se pusiesen en marcha los primeros hornos altos: Santa Ana de Bolueta con los que, como capitalista, tuvo una fructuosa relación Estanislao Urquijo. Y, siempre unido al metal a través del desarrollo del ferrocarril, también obtuvo vínculos económicos intensos con los posteriores Altos Hornos de Vizcaya (1882) y, su sobrino sucesor, con la Sociedad Vasco Belga de Miravalles (1892).

Por eso se ha dudado que el esplendoroso pórtico de hierro –el único de Euskal Herria– se pudo haber encargado en los nuevos talleres de Ugao y no en los de Bolueta como la lógica siempre nos ha hecho pensar. Pero no hay nada claro al respecto pues, en su estilo, los Urquijo acometieron grandes obras que no dejan rastro documental conocido.

Para más inri, Estanislao falleció (1889) tres o cuatro años antes de levantar el nuevo pórtico por lo que lo inaugurará ya el segundo marqués (1889-1914), Juan Manuel de Urquijo Urrutia sobrino del primero, que murió soltero y sin descendencia.

El curioso pórtico es el punto de encuentro de la cofradía de Sant Roque (desde 1599) cada último domingo de agosto

Desconocemos asimismo la fecha exacta de su edificación. Pero sí sabemos que es en el período entre 1892, cuando en la documentación se habla de la necesidad de reedificar un nuevo pórtico y 1894 en el que se cita que urge pintar la nueva construcción de hierro pues “se está oxidando en por esta falta [de pintura]”.

Características celosías elaboradas en moldes, algo novedoso en el momento de su construcción

También la autoría del artístico diseño y concepción del pórtico nos es desconocida si bien se ha apuntado hacia Joaquín Rucoba (1844–1919), uno de los arquitectos más brillantes del momento y que ya usaba el hierro en sus construcciones.

TORRE EIFFEL: DE PARÍS A LAUDIO
Aunque ya se había usado este método de construcción en fechas previas, sin duda debemos nuestra curiosidad arquitectónica local al gran impacto y nueva corriente que supuso la erección de aquella gigante torre de 300 metros en París y que conocemos como Torre Eiffel, en la exposición universal de 1889 que rememoraba el centenario de la Revolución francesa. Tan sólo cuatro años antes de nuestro pórtico férroso…

Figura representando a A. Gustave Eiffel en el tercer y último piso de la torre que lleva su nombre. Tras la cabeza se observa la estructura metálica con sus característicos roblones

Con el monumento promovido por Gustave Eiffel, se impone en las construcciones de cierta relevancia el uso de piezas de hierro pudelado –un sistema de refinamiento del hierro obtenido en los altos hornos– y que unidas por roblones –especie de remaches o pasadores– da a la construcción unos horizontes dimensionales hasta entonces sólo factibles en sueños.

Consecuencia de aquella moda, es como contamos con el Puente Bizkaia (1893), llamado “puente colgante” –transbordador que une Portugalete con Getxo– o, sin más, la famosa cruz (1901) que corona la cima de Gorbeia, punto culminante de los territorios de Álava y Bizkaia.

Y es eso, con lo mejor del momento, con lo que el acaudalado marqués quiere beneficiar a su pueblo. Por ello, pórtico de hierro y además tan exquisito y refinado, sólo hay uno: el de Laudio. Lástima que sea una maravilla patrimonial pero a su vez la secuela de que aquellas desdichas almas murieron aplastadas allí, tal día como hoy: un helador 11 de marzo de 1883. Hace 135 años… ¡Cómo pasa el tiempo!

A mi amigo, investigador y cineasta Kepa Sojo, porque en su día me hizo entender ese dichoso pórtico. En muestra de agradecimiento y de la inquebrantable amistad que nos une

Los chicos de la aldea

 

En Laudio somos gente de aldea. Por mucho que nos empeñemos en autoengañarnos con el espejismo de los últimos cien años de industrialización, pesan mucho más en nuestro carácter los siglos y siglos que hemos pasado recogiendo castañas, viendo orgullosos crecer las txahalas o colocando a cada txarrikuma en la teta correspondiente de la makera. Sin duda, somos de aldea…

Eso conlleva también que seamos algo resentidos y que, cuando nos hacen alguna faena, aguardemos a la espera de un momento dulce para ejercer la venganza: lo que más nos va. Y ese estado de acecho lo podemos apuntalar hasta cuando haga falta: de generación en generación, de familia a familia y por los siglos de los siglos… amén.

Por eso creo que hoy es el día para resarcirnos de una afrenta que les hicieron a nuestros colegas hace nada menos que cien años algunos tuercebotas uniformados de Bilbao. Fue el 10 de febrero de 1918 y multaron y / o metieron al calabozo a unos muchachos que sólo querían cantar. Vayamos al relato de los hechos…

Ya desde 1912 llevaba una cuadrilla de chavalotes del barrio de Gardea (Laudio) construyendo unas carrozas carnavaleras. Sobre ellas cantaban e interpretaban unas obrillas teatrales musicales que llevaban de un lado para otro, tiradas por una yunta de bueyes.

En diversas ocasiones bajaron incluso hasta Bilbao, buscando un público más numeroso y agradecido que el local, que no percibía en aquellas muestras de arte aldeano nada más allá de la gracia o la trastada juvenil, ya que sus letras eran en ocasiones y como corresponde al carnaval, reivindicativas y satíricas.

Se autodenominaban la Comparsa de Llodio y tenía su precedente en otro grupo anterior, la Charanga de Llodio, fundada en 1903.

Los carnavales de aquel entonces se limitaban al domingo, lunes y martes. Este último era el día grande, el más íntimo, y lo aprovechaban para recorrer los caseríos cantando, acompañados de un gallo y pidiendo la voluntad de puerta en puerta para hacer luego una merienda.

El domingo, también festividad grande, era sin embargo el día más apropiado para bajar a Bilbao porque en la villa, lejos de la percepción de la aldea, se aplicaba ya lo del fin de semana ocioso.

Corría por tanto el año 1918. 10 de febrero. Porque hemos dicho que fue exactamente hace un siglo.

Aquel domingo de carnaval había amanecido cálido, con un viento sur que animó más que nunca a los bilbaínos a salir a ver el desfile de carrozas que, por la situación convulsa del momento, sólo contó con dos carrozas que previamente habían tramitado el permiso para desfilar: el coro bilbaíno de Caballeros de los Campos y la docena de laudioarras que se presentaron como Los chicos de la aldea, que era lo que mejor les definía, porque eso es lo que eran y un siglo después es lo que somos.

E hicieron las delicias del respetable como nadie y la expectación y acogida fueron extraordinarias. No en vano, se daban todos los ingredientes para cosechar aquel éxito.

El primero, que en aquella época se da una exaltación y añoranza en Bilbao de aquel país rural que ven cómo se va desvaneciendo. Se frecuentan más que nunca los chacolís de Begoña y Abando y surgen obras musicales de imitación a lo baserritarra, algo que también sucede en la literatura y pintura. Y la obra y escenificación de aquella carroza reflejaban como nunca aquel gusto por lo aldeano.

Por otra parte, tenemos la composición musical de Ruperto Urquijo Maruri (1875-1970) –que por aquel entonces vivía en Bilbao– cuya letra se recogía en un folleto encabezado con un dibujo de su amigo José Arrue Valle (1885-1977), el artista de moda en aquellas épocas, retratista del mundo rural añorado.

Aquellas coplas se vendieron, siguiendo la costumbre de la época, para que la gente pudiese seguir la obra —al no haber megafonía éste era el método habitual— y de paso para sacar algún real con el que tomarse luego algunos cuartillos de vino.

Y esa fue la causa de su tragedia, el no tener en cuenta que los edictos municipales recogían bien claro que no se podía vender nada: «Queda prohibida la circulación de comparsas y estudiantinas por la vía pública, exceptuando las que lleguen de fuera de la provincia […] sin que puedan postular ni vender coplas en la vía pública ni en los cafés y otros establecimientos». Más claro, imposible.

Eran años tensos por motines, huelgas, etc. y no se dejaba que ningún detalle escapase del control policial. Hasta se había pensado en suspender aquellos carnavales por el riesgo que suponían… Pero todo aquello sonaba a chino a los chicos de la aldea y, creyéndose intocables, no hicieron ni caso. Y se armó la marimorena.

A pesar de alegar ante las autoridades que tan sólo habían pedido la voluntad por los libretos –que por cierto, también quedaba prohibido– los numerosos testimonios dejaron patentes que sí los habían vendido. Y todo acabó en un pequeño alboroto y, dicen algunos y las canciones posteriores que hacen referencia al suceso, que dieron con sus huesos en el calabozo o perrera: «En Bilbao al perrera no nos han de meter, cansiones de quimera que no nos gusta haser. Además, verdaderos bilbaínos los que son, tienen para los aldianos abierto el corasón».

Ellos sospechaban que alguien afín al Marqués de Urquijo, había dado el chivatazo de que eran gente «polémica» pero nunca se pudo probar. El marqués era una isla liberal dentro del océano carlista de Laudio y la hostilidad frente a aquel ricachón era una realidad patente en ciertos ambientes populares. Pero nos extraña que fuese así porque era el mismo marqués quien cubría los gastos de la elaboración de aquellas carrozas con forma de caserío, unas carrozas que luego quedaban en los jardines de su palacio, como un elemento pintoresco más.

En opinión de otros testimonios, a pesar de que así lo contaron y cantaron —y cantamos en la actualidad— no acabaron en ningún calabozo y todo se redujo a una reprimenda y una vejatoria y cuantiosa multa.

Y es así como aquel día de gloria acabó en desastre. Con la humillación además de quien se siente ofendido y vapuleado. Por ello es aún una anécdota muy sonada, comentada y celebrada en Laudio y alrededores, porque la tradición oral se ha encargado de mantenerla viva.

De aquella cuadrilla surgiría años después el glorioso club Rakatapla (1931 aprox.) y, décadas más tarde y con un Ruperto Urquijo ya anciano, Los Arlotes (1950 aprox.). Un grupo éste cuya canción más identitaria, titulada Carnavales, grita a los cuatro viento que «Que digan lo que digan ya estamos aquí, nos traen los Carnavales…» y, por si acaso, pone en aviso a los oyentes de que todo aquello fue un error: «…no pedimos nada a nadie porque eso está prohibido pero si echan a la calle será muy bien recibido«. Con terquedad se defiende aún que no se vendieron, buscando un resarcimiento cara a la historia.

Yo soy miembro de este coro, arlote por tanto y chico de aldea a partes iguales, y a mí no se me despistan estas fechas. Por eso sé que ha pasado un siglo exacto… y aquí ando dándole vueltas sin saber cómo poner fin a aquella necesidad de venganza que nos transmitieron nuestros predecesores, que hemos mantenida encendida durante diez décadas y que no podemos cerrar en vacío. Porque las eternidades son muy tediosas.

Se me ocurre el echar el guante a la asociación bilbaína que lo desee o al mismo ayuntamiento y que nos invite a bajar a las Siete Calles a compartir unos potes y a llenar de música y color el ambiente bilbaíno, como sucedió hace ya cien años. Porque preferimos solucionarlo de una vez por todas y vivir lo que nos quede en paz. Que tan de aldea no somos ya…

ANEXO CON LOS DOCUMENTOS ORIGINALES (ARCHIVO MUNICIPAL DE BILBAO). Tienes una visión normal de los documentos. Pero si pinchas en los enlaces podrás además acceder a los documentos con gran resolución, para poder descargarlos e imprimirlos con calidad.

Bando municipal con las prohibiciones para aquellos carnavales:

[Expediente tramitado por el Ayuntamiento de Bilbao en virtud de instancias presentadas por varias comparsas y estudiantinas, solicitando permiso para desfilar por la vía pública durante el Carnaval de 1918, y de la moción del concejal Facundo Perezagua proponiendo la supresión de dicha fiesta por considerarla inoportuna ante de la situación de crisis que se atraviesa. INCLUYE: Programa de la comparsa Los Chicos de la Aldea para las fiestas de Carnaval de 1918 que incluye un dibujo firmado por José Arrúe. Impreso por la Imprenta Sucesores de Aldama en Bilbao. Bando promulgado por el Ayuntamiento de Bilbao haciendo saber al vecindario las disposiciones adoptadas para la celebración del Carnaval los días diez, once y doce de febrero de 1918]
Solicitud que junto al libreto presentó al ayuntamiento de Bilbao el laudioarra Juan Etxebarri, en representación de Los chicos de la aldea:

Detalle del encabezado del libreto, precioso dibujo de José Arrue:

Anverso del libreto con la obra a interpretar:

Reverso del mismo:

 

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Misterios del cordón de San Blas

A pesar de que ya habían perdido el euskera décadas atrás, se intercambiaban como alegre saludo la frase ritual «Sanblasa agerian!!«, ‘¡el [cordón de] san blas a la vista!‘.

Era la manera de mostrar en comunidad la importancia del cordón de San Blas en aquel Laudio de 1935. Lo sabemos gracias a unas anotaciones manuscritas que José Miguel Barandiaran (antropólogo, etnólogo y arqueólogo vasco: 1889 – 1991), el famoso sacerdote ataundarra, recibió a través de un alumno suyo del seminario tras entrevistarse con los ancianos del lugar: Juan Egia Orue, del caserío Torrejón en Gardea (Laudio). No es la única sorpresa que nos aportan aquellos apuntes que hoy sacamos a la luz.

El cordón de San Blas es un fino cordel de llamativos y variados colores que es bendecido el día del santo (3 de febrero) y se porta atado al cuello durante un período de tiempo para ser finalmente quemado. De hacerlo así, adquiere cualidades sobrenaturales y se convierte en el amuleto perfecto para protegernos de «todos los males de garganta«, sean cuales fueren éstos.

Poco sabemos del porqué de esta costumbre tan arraigada en el occidente vasco pero que, a su vez, es desconocida en la mitad oriental del territorio. Pero el hecho de que nos encontremos en el período de la reactivación de la naturaleza, el que se bendigan alimentos con los que salvaguardarnos con tan solo ingerirlos y que con idéntico fin se protejan los animales de la casa al darles espigas bendecidas, su relación con la llegada de pájaros de buen agüero como la cigüeña, etc. nos hace pensar en un posible origen previo a la cristianización, con raíces más profundas que el relato de que un eremita turco –luego declarado santo por la Iglesia– sanase a un muchacho que tenía una espina en la garganta.

Margarita Basterra Agirre (1928-2021), con sus mostachones y cordones bendecidos, infalibles talismanes para los males de garganta.

DE DÓNDE SURGE
No lo sabemos. Pero dentro de este desconocimiento, se han aventurado diversas especulaciones como que se comenzaría a utilizar en una epidemia en concreto u, otra más curiosa, que sugiere que parte de la bendición tradicional de los alimentos en ese día. Para llevar éstos (rosquillas, etc.) a la iglesia se usarían al parecer cordeles de vistosos colores e incluso alambres. Al llegar de nuevo al hogar, alguien en algún momento de la historia se percataría de que aquellos amarres estaban tan bendecidos como los alimentos mismos. Y por tanto podrían aprovecharse y usarse como protección en vez de tirarlos.

No deja de ser algo aventurado pero sí que encajaría con las notas de Barandiaran que nos dicen que, en el Laudio de hace casi un siglo, «se bendicen además [de los alimentos para personas y ganado y en referencia a los cordones del cuello] toda clase de collares metálicos o de hilo». Metálicos…

Nuria Larrinaga Ortiz muestra los cordones bendecidos para la numerosa familia.

HASTA CUÁNDO LO LLEVAMOS
Tras ser bendecidos en la misa de la festividad de San Blas se anudan en el cuello y no se retiran de él bajo ningún concepto. Pero no nos ponemos de acuerdo en el hasta cuándo.

En amplias zonas de Bizkaia –incluido el gran Bilbao, en donde esta costumbre goza de gran arraigo– suele portarse durante nueve días, lo que se conoce como una «novena» [‘práctica devota, dirigida a Dios, a la Virgen o a los santos, que se ofrece durante nueve días’, según la RAE].

En otros casos, los menos, se lleva durante una semana o incluso sin ninguna duración determinada.

Por el contrario, la práctica totalidad de los cordones-collares en Laudio, Enkarterri, Okondo, Orozko, Amurrrio… se retiran el Miércoles de Ceniza –los más rigurosos, al comenzar ese día, noche de martes de Carnaval– es decir, el inicio de un período de penitencias y recogimiento conocido como Cuaresma. Y, más que retirar, han de quemarse para recordárnos lo efímera que es la existencia humana.

Mi madre por ejemplo, siempre recuerda haberlo hecho en el fuego bajo, en la noche que media entre el martes de carnaval y el Miércoles de Ceniza. En nuestra misma cuadrilla de amigos lo hemos quemado varios años a la media noche del último día de carnaval, en la puerta de un conocido bar por el que andábamos gozando de la noche festiva.

Este calendario móvil plantea situaciones curiosas ya que en unos años llevaremos el cordón durante mucho tiempo y en otros, muy poco. Hay incluso casos extremos en que sólo se lleve un día por caer el Miércoles de Ceniza en el día 4 de febrero. Eso sucedió en 1573, 1668, 1761 y 1818, y ocurrirá de nuevo en 2285: creo que no lo veremos.

Por el contrario, en años como el 1546, 1641, 1736, 1886 y 1943 así como en el futuro 2038, será cuando más días llevemos el cordón al cuello, ya que el Miércoles de Ceniza será el 10 de marzo: un total de 35 ó 36 días en función de que febrero sea bisiesto o no. Un lío…

Cordones de San Blas rodean entrañables dibujos de José Arrue (1885-1977)

Como vemos, la fecha de la quema del cordón ha sido motivo de grandes corrientes del «pensamiento popular», con apasionadas discusiones como si nos fuese la vida en ello. Por el contrario, aquel informante de Laudio no tuvo reparos en declarar al sacerdote etnógrafo que «se acostumbra llevarlos al menos una semana o hasta el sábado siguiente o bien todo el año hasta el siguiente año». Y no era alguien extravagante sino una persona que había buscado los informantes idóneos para recabar las respuestas al cuestionario etnográfico, conocedores de las costumbres populares antiguas del pueblo.

En otro lugar de sus apuntes [también de 1935 y con un informante local de nombre Daniel Isusi, también alumno suyo en el seminario] añade que los cordones estarán «…atados al cuello de cada uno de la familia. Lo han de llevar hasta el año siguiente». Añadiendo a continuación que «en caso de que a alguno se le rompiese en el transcurso del año, lo lanzará instantáneamente al fuego, después de hacer la señal de la cruz».

Un año al cuello… Y, sin embargo, hoy nos choca. Y aquello que antes debía ser normal hoy parece motivo de herejía.

Así las cosas, opino que esa rigidez en la fechas ha de ser moderna y, si bien su origen puede ser más antiguo, se generalizarían en el uso con la excesiva clericalización que la sociedad sufrió durante el franquismo. Y cuidado con la memoria, que es traicionera…

El harri-jasotzaile –ya retirado– Venancio Ussia, con el cordón benefactor al cuello.

LA OBLIGADA QUEMA
El acto de quemar el cordón era en sí tan importante como el de su bendición inicial ya que, sin el uno o el otro, carecería de poderes benefactores para la salud de la garganta. Hoy es algo que se ha olvidado y que pocos practicamos. Por eso invito a recuperarlo, especialmente si hay niños/as de por medio, ya que la incorporación del fuego dotará a todo ello de un halo de magia hechizante.

El cordón, en el momento previo a ser incinerado

Solía recogerse entre los dedos y, tras hacer una oración o santiguarse con él, se arrojaba al fuego, el elemento purificador por excelencia. A partir de ahí comenzaba a reinar la renuncia, la oscuridad, la mortificación del cuerpo… propios de la Cuaresma. Un período duro, temido e incluso odiado.

Por ello estoy seguro de que, hasta el mayor de los beatos, soñaría con que aquello finalizase cuanto antes y que llegase un nuevo año para poder saludarse airosos por la calle con aquel “sanblasa agerian!” que indicaba que nos iba más el carnaval que la cuaresma, la fiesta que la penitencia y la felicidad que la tristeza. Sanblasa agerian… orain eta beti. Izan zaitezte zoriontsu.

Anexo con las notas textuales tomadas por J. M. Barandiaran el 1 de enero de 1935:

«2 de febrero, San Blas
Bendición de objetos comestibles que se supone tienen eficacia contra las enfermedades, tanto en las personas como en los animales domésticos, principalmente el vacuno.
Consistía en pan, naranjas, galletas, espigas (enteras siempre) de maíz, etc.
Cuando enferma algún animal, se le administran. No existe para este caso ninguna fórmula ritual.
Se bendicen además toda clase de collares metálicos o de hilo. Se acostumbra llevarlos al menos una semana o hasta el sábado siguiente o bien todo el año hasta el siguiente año. 
Se les atribuye alguna eficacia como amuleto, creyéndose que al que los lleve no le atacará "ningún mal de garganta".
Es corriente entre erdaldunes la frase euskerica "SAN BLASA AGIRIAN" ('el san blas a la vista') cuando por algún motivo se deja ver.
NB: estas prácticas están en uso solamente en los caseríos»