Lo
bonito de los tesoros es que siempre aparecen por sorpresa, cuando menos se los
espera. Es entonces cuando la alegría producida por el hallazgo se multiplica
hasta el infinito.
Uno
de esos descubrimientos lo hemos tenido hace unas semanas en Laudio cuando, al
acometer las obras de reparación del tejado en un antiguo caserío de Isusi, su
propietario localizó bajo el alero un extraño elemento que no llegaba a
identificar y del que no sabía nada. Tras la consulta realizada, y facilitada
su correspondiente respuesta, hemos pensado que era oportuna la publicación de
unas notas al respecto, para el conocimiento general, dado el gran interés
cultural del objeto localizado.
Se
trata de un objeto precioso, escaso y con la doble vertiente del patrimonio
material —el objeto en sí— y el inmaterial, porque nos enlaza con antiquísimas
creencias y supersticiones populares que ya habíamos perdido.
Asimismo, a pesar de que estos elementos han sido muy comunes en nuestra
cultura, son pocos los que se han conservado. Y los que perduran, se exponen en
museos. No sería merecedor de menos nuestro ejemplar de Laudio ya que, a pesar
de contar con una vejez de un cuarto de milenio, se conserva en buen estado.
Es un artefacto que suele conocerse en la cultura vasca con el término «azkonarra«. El nombre le viene dado porque es una pieza metálica adornada normalmente con una piel de “tejón” —azkonarra en euskera—, animal comúnmente conocido entre nosotros como «tasugo».
La denominación de «azkonarra» para nuestro artilugio la recoge ya R. M. Azkue en su celebrado Diccionario (1905), como palabra propia del occidente vasco: «Collada, melena, adornos que se ponen al yugo de los bueyes y que se hacen con la piel de tejón».
Y
es que para nuestros antepasados laudioarras que utilizaban aquel aparato, no
había nada más deseado y fastuoso que culminar el yugo de una yunta de bueyes
con una piel de tasugo. Ante su escasez, también llegaron a usarse pellejos de
perros o, como todos hemos conocido, unas pieles de oveja o carnero, con buena
lana. Pero nuestra pieza es algo más que una piel.
La
pieza metálica que la soportaba se amarraba con fuerza a la zona intermedia del
yugo, elevándose sobre él, para así aportar más grandiosidad y presencia a la
comitiva que encabezaba la pareja de bueyes. Por si ello fuera poco, el
conjunto se complementaba con campanillas, cintas de colores y, como hemos
dicho, la inexcusable piel de tejón que en nuestro caso va elegantemente cosida
al aparejo.
La
yunta se adornaba así para las ocasiones especiales, sobre todo para
transportar el arreo con el que la mujer contribuía a su casamiento. Muebles,
tejidos varios de lino, calderas, herradas, cerámicas… acumulados durante
años eran la aportación para cerrar el matrimonio, acarreándose hasta el nuevo
hogar, del que la muchacha comenzaba a ser parte inherente e indisoluble.
Todavía se recuerda en Laudio alguna de aquellas comitivas.
La función de nuestro «azkonarra» era la de purificar el entorno de maleficios, malas suertes o sortilegios para posibilitar que todo fuese próspero y venturoso en aquel nuevo enlace. Por ello, el conjunto iba culminado con una cruz que todo bendecía a su paso, marcando además la superioridad del dogma católico sobre el resto de elementos del conjunto, mágicos pero paganos, vulgares pero tan arraigados en la mentalidad popular que era impensable no incluirlos. Entre ellos, siempre había unas campanillas que tintineaban con el traqueteo de los bueyes.
Según las creencias de la época, con su sonido purificaban de malas influencias el entorno, especialmente de sortilegios brujeriles y males de ojo. Algo similar a los grandes cencerros con los que se depura el ambiente en algunos carnavales rurales. Al igual que las cintas de colores que ondeaban al viento.
A
ello se sumaba el sonido chirriante de las ruedas del carro, cuanto más
estridente mejor, pues en nuestra cultura aquel sonido agudo tenía la función
de anunciar el paso de la comitiva pero, sobre todo, otra función muy estimada,
ya que una vez más se creía que su sonido espantaba a las brujas y anulaba sus
malas artes.
La
preciada piel del tasugo cumplía la misma función. El hecho de tratarse de un
animal muy común pero a su vez raramente avistado por los baserritarras—dados
sus hábitos nocturnos— así como la creencia de que era un animal que procedía
de las entrañas de la tierra, conviviendo con los seres “de la otra parte”, del
más allá, le confirió desde épocas muy antiguas unos valores sobrenaturales,
mágicos, en las supersticiones populares. Así, se pensaba que su presencia era
el mejor remedio para ahuyentar el mal, en especial el temido
«begizko» o «mal de ojo». Y es que todo en el tejón parecía
tener poderes prodigiosos.
De
ahí que las garras de tejón —algunas
engarzadas en plata— colgadas al cuello de bebés o personas
débiles fuesen un amuleto habitual entre los siglos XV-XVII. O que, de nuevo
usado como talismán benefactor, encontremos sus cueros en cuadras o sus garras
clavadas en las puertas de caseríos o usada su grasa en los remedios infalibles
de los tratamientos de nuestra antigua medicina popular.
Por
eso, por sus grandes poderes mágicos, era por lo que tanto se ambicionaba la
piel de tasugo colocada en elementos como el de nuestro nuevo tesoro. Ya
recogieron hace un siglo los etnógrafos Azkue y Barandiaran, diciendo que los
boyeros solían cubrir sus animales con piel de tejón, y «en zonas de
Bizkaia y Gipuzkoa se consideraba un gran lujo el poner pieles de tejón sobre el
yugo en los arreos de boda». Nada menos que para protegernos del mal de
ojo, una influencia negativa que ejercen algunas personas, fundamentalmente las
brujas, sobre otras personas, animales, cosas y actividades, por diversas
caudas, en especial las envidias. Y no es extraño que hasta no hace tanto se
atribuyesen las muertes de ganado, enfermedades, plagas en las cosechas y
calamidades varias a un maleficio que no se sabía de dónde venía.
Y nada más efectivo conocían nuestros antepasados para protegerse de tal amenaza como aquellos azkonarras, como el que casi milagrosamente hemos conservado en el siempre hechizante entorno del Yermo. Dos siglos y medio después, ya está con nosotros, bien protegido, estudiado y a buen recaudo: el azkonarra ha funcionado y una vez más nos ha sonreído la buena suerte.
El artículo, en versión bilingüe, se encuentra publicado en papel en la revista bimensual ZUIN (octubre 2019) del Ayuntamiento de Laudio.
Acabo de regresar de bendecir unas velas porque hoy, 2 de febrero, es su día: Día de Candelas o Candelaria. Y no unas velas cualquiera sino unas expresamente compradas para la ocasión en la cerería Donezar de Iruñea, el último establecimiento artesanal que se dedica a aquella labor gremial que conoció mayores glorias que hoy. Porque en días especiales como hoy todo capricho parece poco.
Las velas bendecidas en esta fecha tan señalada adquirían un poder mágico, sobrenatural y se usaban –junto al agua bendita– como desesperado último auxilio frente a aquellas situaciones que superaban lo humanamente alcanzable y que, por ello, necesitaban de la intercesión divina.
Encender una vela que se había bendecido un 2 de febrero era la mejor de las soluciones para hacer que una tormenta se aplacase, para que no descargasen su temible fuerza los rayos, para retornar al cauce habitual un desbordado río o aminorar la fuerza del mar que amenazaba a los marineros, para ayudar a los moribundos agonizantes a poner fin a su existencia corporal, para orientar a las almas de nuestros difuntos a la hora de regresar a casa en fechas como Todos los Santos o Navidad u otras que andaban penando, errantes en cruces y rincones, por no haber cumplido una promesa en vida o cualesquiera otra razón. Igual que para ahuyentar brujas y otros seres maléficos cuando crujía el caserío, temblaban las tejas o se mostraba especialmente inquieto el ganado. Porque las velas y la cera en sí estaban consideradas como el más apropiado vínculo material para enlazar lo humano con lo divino, lo terrenal con lo celestial.
RITOS PREVIOS. Pero en el fondo, como siempre suele suceder con nuestros ritos y creencias, bajo esta fiesta cristiana –que por otra parte conmemora la presentación de Jesús en el templo tras cumplir los 40 preceptivos días de purificación tras el parto– subyacen otros símbolos de creencias más arcaicas, ancestrales si se quiere, previas a la cristianización y que nos transportan a lo más intenso, puro y esencial de nuestra cultura y existencia. Vamos a repasarlas aunque sea someramente.
Realmente las velas que algunos madrugadores hemos bendecido hoy representan la victoria de la luz frente a las tinieblas, de lo humano frente a lo no humano y mitológico, de la primavera frente al invierno, del bien frente al mal o, por simplificarlo, de la vida frente a la muerte.
No es casualidad que el 2 de febrero coincida en una concatenación de días rebosantes de rituales con los que buscamos una vida mejor o la misma la supervivencia: Candelaria, San Blas, Santa Águeda, carnavales rurales, basaratuste (ofrendas al bosque)… Sin duda estamos en el epicentro del calendario de nuestra simbología tradicional, en ese punto de inflexión en el que hay que dar paso a la vida frente al mal y la oscuridad, la fiesta que marca el centro el invierno.
También subyacen bajo esta fecha los cultos previos que se rendía en diferentes épocas de la historia de la Humanidad, a las divinidades Demeter griega y su posterior Ceres romana, con sus precedentes y más lejanas Isis egipcia o Astarté fenicia. Todas ellas, concatenadas en la historia, celebran el despertar de la naturaleza tras el letargo invernal por medio de esas diosas, siempre femeninas, que son guía de la agricultura, alimento de la tierra joven y fértil y artífices de que se repita con éxito cada cada año ese ciclo vivificador entre la muerte y la vida.
Nuestros antepasados, sin duda, lo percibirían como la reaparición del mal, no solo por los daños que como alimaña les causaba, sino porque surgía de las cavernas, de las entrañas de la tierra, de la oscuridad en donde reina el mal y los seres mitológicos no humanos. Hay por ello quien apunta que quizá muchos de nuestros gentiles o basajaun avistados en los bosques serían en realidad osos, interpretados por aquellos atemorizados personajes que les tocó vivir tan duras condiciones.
Tampoco es casualidad que la misma doctrina cristiana ubicase el infierno, el diablo… en un idealizado interior de la tierra, readecuando para su beneficio las antiguas creencias previas. El mal, por ello, reaparecía estos días desde los avernos de nuestro mundo.
CARNAVALES. De ahí que las representaciones populares de los carnavales rurales, los de verdad, culminen en muchas ocasiones con el apresamiento y muerte del oso, tras una purificación del entorno con el sagrado sonido de los grandes cencerros: Vijanera, joaldunak de Ituren y Zubieta, Markina… Simbolizan así la victoria del bien sobre el mal, de lo humano y divino sobre lo diabólico… de la vida sobre la muerte. Así es que disfrutad de esta fecha que nos transporta mucho más allá de la bendición de unas simples velas: es el fin del invierno y a partir de estas fechas renace una vez más la naturaleza que nos mece en nuestra existencia. No es pequeño motivo para una celebración…
Berehala ohartu nintzen zerbait bereziren aurrean geundela eta ez nuela une hori bizi bitartean ahaztuko. Bat-batean, ustekabean eta baso baten erdian egotearen babesgabetasunean, deskubritu nuen usaimenak antzemandako hats hura eta gure arbasoengandik iritsitako istorioak gauza bera zirela funtsean.
Iragan diren Gabonetan izan zen, ateri zegoen egun euritsu baten arratsaldean. Menditik gindoazen familian, nekatuta baina alaiki ibilbidearen amaiera sumatzen genuelako: Oleta (Aramaio, Araba) atzean utzita, Otxandiora (Bizkaia) gindoazen Limitado izeneko baso liluragarriaren erditik.
Han ez dago ezer: ez etxerik, ez fabrikarik, ez antzekorik. Horregatik ezin zitekeen oker bat izan: eliza-usaina zen nagusi. Sendoa, gainera. Olio eta argizari nahaste bereizgarri hori, guztiok errazki identifikatzen duguna. Orduan ulertu nuen, umilduta, gure arbasoek basoetako olio-usainez kontatzen zizkiguten gertaerek azalpen arrazoitu bat zutela eta, hein batean, egiazkoak zirela.
Ez dakit orbelaren usteltze prozesua izango ote den edo hezetasunaren ondorioa –euria izan zen egon osoz– edo… baina errealitate eztabaidaezin baten lekukoak ginen: han, baso bazter hartan, gurekin zen olio-usain beldurgarri bezain ospetsua. Sorgin edota arimen hatsa ei zen behinolako herri-usteen arabera.
Entzuna nuen nola behin batean ikatz-lanetan ziharduen behargin talde bat iheska joan zen, korrika, izuak hartuta, noraezean jauzika. Bazekitelako olio-usaina basoan arnasteak, nahitaez, ondore txarra zekarrela.
Ezaguna da –oraindik ere Orozko bezalako herrietan– nola bakerik lortu ezin dezaketen arimak agertzen zaizkien bizidunei su-itxura edota olio-usaina hartuta. Olio-usaina, askoren ustez, horixe izan zelako beste partera joan aurretik gizajo haiek jaso zuten azken igurtzia, azken sakramentua.
Basoetan eta bidegurutzetan izaten da nabaria kirats hori, ezaguna denez, horiexek direlako arima herratuen gordeleku gogokoenak.
Jose Mari Satrustegi (1930-2003) ikertzailea bere azken urteetan izan nuen lagun. Hark argitaratu zuen luzifer hatsa zela bidegurutzetan, olio-usainari erreferentzia eginaz. Eta hau gehitu zuen, argigarri: «Sorgin-usaina es el nombre con que se designa en Beasain y en Asteasu el olor que se siente a veces hacia la madrugada. (…) Este olor recibe el nombre de sorgin-putza en Etxalar. (…) En Bermeo dicen que es olor del aceite con que las brujas untan su cabello al peinarse. (…) Este olor es atribuido a las almas del Purgatorio en Placencia. (…) En Zerain y en Anoeta decían que es animen usaina; en Ataun es olor producido por el paso del diablo y, según otra versión, es debido al argitalume, “lámpara” de Dios. En Soravilla dicen que es Satanasen putza; en Segura lumera-usaia u olor de aceite de lámpara que los búhos roban en las ermitas».
Bitxia da, bestalde, azken herri-uste hori: olio-hatsa ez zutela arimek edo sorginek eragiten, gautxoriek baizik. Ez da kontu txikia eta badirudi zerbait sakonagoa eta arkanoagoa dagoela sineste horren atzean. Honela azaldu zuen bere tesian Anuntxi Arana luiaondoarrak, hontzuriei buruz hitz eginda:
«Hontzak kriseiluetako olioa edaten duela sinesten da eskuarki. Eta herioaren hegaztia da hontza, baita sorginena ere. Laudioko gizon batek adierazi zidan zergatik esaten duten olio usainak sorginen presentzia salatzen duela; haren ustez sorginik ez da, eta olio usaina ez dute sorginek ematen baizik eta hontzek, horiek kriseiluetako olioa edaten dute-eta.
Mitoaren interpretazio arrazionala eman nahiz, mitoan kokatu da berriemailea bete-betean, sorginen eta hontzen arteko lotura bezain mitikoa baita haien olio-zaletasuna.
Gaztelan sineste bera bada eta Okzitanian hontzaren izenean islatzen da: “En Languedoc les enfants donnent au chat-huant le nom de Jan l’Oli, Jean de l’Huile, et Béu l’Oli, l’Huile, parce qu’ils l’accusent de boire celle des lampes (Sébillot, 1968…)».
Gautxoriei leporatuta elizetako olioa edan izana, usain berezi haren sorburua…
Zein sinesmen-mundu konplexua honen guztiaren atzean. Zein ahaztu eta zein galdua gutako gehienontzat. Zelakoa izango zen nire bizitza Oleta eta Otxandio bitarteko baso bazter hartan arimen olio-kiratsa usaindu izan ez banu. Arimak edo… arima… gure herriak modernitatearen trukean saldu zuen arima bera.
El personaje de Olentzero que tan incuestionable nos parece hoy, poco o nada tiene de tradicional entre nosotros y sí mucho de una necesidad ideológica de un momento concreto, siendo luego bien espoleado por el comercio, siempre ansioso de mover las cajas registradoras. Y no está mal del todo y de hecho me encanta para celebrarlo. Pero no soporto que ello conlleve una matarrasa de todo lo anterior, de lo propio y genuino. Tanto que lleguemos a olvidar quiénes somos y de dónde venimos. Así es que vamos a revolver un poco, como un modo de lucha revolucionaria y antisistema contra el olvido generalizado.
EL SOL Y EL FUEGO. Nuestra celebración navideña se debe —como a estas alturas todos sabemos— no a la rememoración del nacimiento de Jesucristo sino a unos antiquísimos ritos previos consistentes en la adoración al sol, costumbres que el cristianismo enmascarará posteriormente con esa efeméride natalicia inventada ad hoc para adueñarse de ellos.
En estas fechas tan entrañables celebramos el inicio del invierno en nuestros calendarios actuales o, quizá mejor, tal como se percibe en los países del norte de Europa, el día central del invierno, ya que es ahora cuando menos fuerza tiene el sol y comienza a resurgir.
También sabemos que aquellos ancestrales ritos de adoración al sol se materializan entre nosotros por medio del fuego, una especie de delegación simbólica de aquel astro en la Tierra. Un fuego que en las fechas señaladas del ciclo solar adquiere siempre un carácter mágico, purificador, benefactor y protector para sus súbditos los humanos. Es el sol el que da y quita la vida a esa naturaleza de la que nos sustentamos.
La especulación sobre la posible antigüedad de esa veneración al fuego solar es algo que estremece. Pero prueba de ello es que, de un modo u otro, se lleva a cabo en prácticamente todas las culturas del mundo. Es decir, es algo en apariencia inherente a nuestra existencia como seres humanos.
EL TRONCO PRODIGIOSO. Con los nombres de eguberri, gabon, gabonzuzi,gabon-subil, gabon-mukur, olentzero-enbor, onontzoro-mokor, subilaro-egur, suklaro-egur, sukubela, porrondoko... recogió J. M. Barandiaran en toda la geografía vasca la costumbre de traer desde el bosque hasta el hogar un gran tronco cuyo destino era el ser «sacrificado» en el fuego, quizá ofrendado al sol para atraer su protección y prosperidad en el futuro más cercano. Debía de arder durante esa noche solsticial —Nochebuena— y así poder convertirse en algo mágico, dotado de poderes sobrenaturales.
«El tronco que en Trespuentes ardía por Nochebuena en el hogar lo traía hasta la cocina una pareja de bueyes y allí estaba en el fogón durante todo el año. En Larraun, como en la mayoría de los pueblos, ardía en el hogar sólo durante Nochebuena; en Llodio y en Salvatierra hasta la última noche del año...» contaba el sacerdote de Ataun en unas densas notas que, por su interés, reproducimos completas al final de este post.
De la gente entrevistada en Laudio —mi pueblo de nacimiento—, nadie lo recuerda hoy [con posterioridad conseguí un precioso testimonio: El tronco navideño de Goirizabal]. Aunque sí las vagas referencias de algunas personas mayores de los cercanos Luiaondo (Aiara), Okondo o Saratxo (Amurrio). Su ceniza bendecía los campos y ayudaba a mantener la buena salud del ganado.
OLENTZERO. Curiosamente ese madero mágico de Nochebuena recibe el nombre de Olentzero en algunos rincones de nuestra geografía, en referencia a la bondad de los augurios de esa noche, al instante estrictamente navideño, nada que ver con el personaje que hoy conocemos. Sí tenemos referencias, claro está, de un complejo personaje mitológico que simboliza estas fechas solsticiales o al menos actualmente comparte su nombre. En cualquier caso, nada tiene que ver con un carbonero, el mito moderno actual. Por no extendernos, dejamos para otra ocasión la profundización en la metamorfosis histórica de ese personaje.
Concuerda con el hecho de que no se hable de ningún carbonero ni personaje ni nada similar en la primera referencia de esa palabra, como es sabido, a manos de Lope Martínez de Isasti (Lezo, 1565-1626). Su explicación no deja lugar a dudas: «A la noche de Navidad [llamamos] onenzaro, ‘la sazón [la época] de los buenos’». Tampoco en las siguientes citas documentadas, limitadas a describir con ese término el período de tiempo de esas fechas mágicas. Lo aclara a las mil maravillas un dicho popular mucho más tardío recogido por R. Mª Azkue (Euskalerriaren Yakintza) de un Almanaque bilbaíno de 1897: «Onezaroz leihoan, Pazkoetan sua» [‘Por Navidades en la ventana, en Pascua junto al fuego’]. Es decir, que ha de hacer invierno cuando toca porque, si se altera el orden natural, nos golpeará su crudeza en primavera, cuando más perjudicial es para las cosechas. Algo similar al «Cuando marzo mayea, mayo marcea» con el que mi madre sentencia el firmamento cada vez que mira por la ventana. Una y otra vez. Año tras año. Con la pasión de quien cree estar desvelando algo hasta entonces desconocido.
Nunca encontramos en los registros mínimamente clásicos de nuestra lengua carbonero alguno bajo en nombre de Olentzero. Sospecho por ello que lo inventaríamos a fines del XIX o, quizá incluso, a principios del XX.
En cualquier caso, no es difícil de hacer una extrapolación para sugerir que podrían identificarse perfectamente la extracción de un llamativo tronco del bosque y la labor de los carboneros en las más apartadas montañas, la idealización moderna del concepto de Olentzero.
TIÓ DE NADAL, TIZON DE NABIDAT. La misma concepción de ese tronco navideño que conlleva la prosperidad y la bondad lo tenemos en el Tió de Nadal, –también llamado tronc(a), soca, xoca, cachafuòc o soc de Nadal…– de las culturas circumpirenaicas de Cataluña, Andorra, Occitania y Aragón, un tronco al que se cuida y “alimenta” en casa hasta que en Nochebuena se le hace “defecar” todos los alimentos, regalos, etc. poniendo un fin simbólico al hambre y las penurias.
Una referencia con un mayor valor etnográfico si cabe podemos observarla en una plegaria ritual recogida en Escalona (Huesca) y en donde, en el momento de prenderle fuego, el más viejo o dueño de la casa solicita al madero navideño todo tipo de favores con los que, prácticamente, se hace una definición de lo que se considera felicidad:
«Tizon de Nabidat tu yes o tronco d’a casa por ixo yo bendizco con bin esta troncada en nombre de Dios y o nino que baxa ta la tierra ta que ta ista casa traigas a felizidat más plena. O primer trallo ta tu, porque tu tot lo nabegas. O segundo por nusatros que nos des salut a espuertas. O terzero ta que niebe y se críen as cosechas. O cuarto ta que as arreses no se disgrazien ni mueran. Y o quinto ta que a Paz nos espante toda guerra».
YULE LOG EUROPEO. Nuestras ancestrales costumbres han sido compartidas por los países del norte de Europa, con el nombre de Yule log–hoy reducido en muchas ocasiones a una tarta con forma de madero–, el Christklotz…unos grandes troncos, símbolos por excelencia de la Navidad, y que se acarreaban hasta el hogar para que éste quedase bendecido con su simple presencia. Es exactamente lo mismo que tan arraigado aparece en nuestras costumbres locales vascas.
Antiquísima cultura europea común basada en una religión de adoración del bosque… Una vez más, otro camino diferente nos conduce hasta la misma piedra angular.
ÁRBOL DE NAVIDAD. Curiosamente, en estos días que ahora nos toca vivir, muchos de nuestros hogares, calles y plazas se encuentran decoradas con el árbol de Navidad. Es una costumbre moderna entre nosotros pero que a su vez, con su importación, cerramos el círculo del culto al árbol que nuestros antepasados practicaron: recogemos de fuera lo que perdimos aquí.
En efecto, la moda del árbol adornado en nuestros hogares la importamos en su día de Francia y ésta, a su vez, a mediados del XIX, de los países germánicos. En su lugar de origen –Alemania y Escandinavia– con él se adoraba al dios Frey, el responsable del sol, la prosperidad y la lluvia: mitología en su estado más esencial.
De ahí que se adorne con regalos, comida, felicidad… colgando de sus ramas como reclamo y preludio de esa prosperidad que con él auguramos. Hablamos sin duda de lo mismo, de aquel árbol que con gran esfuerzo arrastraban desde el bosque hasta nuestros hogares para que portase la abundancia, fecundidad y felicidad a la comunidad que allí vivía. Idéntico fin y origen que esa expresión de «próspero año nuevo» que una y otra vez repetimos casi sin ser conscientes de ella.
Ahora hemos de conformarnos con un personaje de diseño idealizado para las fiestas solsticiales y que por su complejidad ya trataremos en otra ocasión. Nada que ver ni siquiera con aquel último gentil, el único que no se inmoló al ver nacer a Jesucristo y que —cuenta la leyenda— descendió al valle a dar la noticia de que empezaba una nueva era.
Un afinado Olentzero el actual, recién casado con una esposa impuesta por conveniencia, último grito en modernidad. Una modernidad que de nuevo queda desfasada porque, dicen, Olentzero y Mari Domingi refuerzan el modelo heterosexual como única opción de emparejamiento, condenando al ostracismo a las demás opciones amorosas o familiares. En fin…
Tampoco hoy en día puede citarse que le gusta beber vino con fruición. Ni puede mostrar su pipa porque incitaría a fumar a los más pequeños. Un personaje, para más deshonra y ofensa, al que hemos añadido un saco repleto de regalos a la espalda que nunca hasta entonces había llevado. Unas dádivas que los niños reciben tras haber escrito una carta con sus infantiles deseos y que puntualmente recoge un emisario de nuestro orondo Olentzero. Y si se le puede poner un zapato para que identifique a cada uno de la familia, perfecto. Eso sí, como es carbonero, entrega carbón a quien se ha portado mal. ¿Nos suena de algún otro lugar, verdad?
En resumen, lo único cierto de esta historia es que hemos creado un San Nicolás o Santa Claus “a la vasca”, diseñado a medida hace unas pocas décadas: ya tenemos el Euskal Papa Noël, el sustituto perfecto para los Reyes Magos. Cuando no lo hacemos posar junto a una mula y un buey…
LOS REGALOS. Por cierto, personaje éste de Santa Claus que comenzó a hacer regalos de juguetes,etc. a los más pequeños en torno a 1820, auspiciado por el comercio. O la réplica comercial de aquél, nuestros Reyes Magos cuyos «regalos de siempre» comenzaron en 1850… Dicho de otro modo: ayer. Y de ahí nuestra también «ancestral tradición» de los regalos de Olentzero que nunca hasta estas últimas décadas lo había hecho.
LA INFELICIDAD DEL OLVIDO. Y no es que esté en contra de la actualización, readecuación de nuestras costumbres, porque en el fondo siempre han sido cambiantes en el tiempo y porque, bienvenidos sean los cambios si ellos ayudan a su perduración. Pero a su vez, mientras alentamos esos nuevos mitos y leyendas, dejamos escapar sin siquiera ningún guiño de añoranza aquello que durante siglos fue nuestra esencia, el alma de nuestra cultura. Ni una sola referencia en ninguna publicación ni una breve explicación sobre nuestro tronco navideño en la más remota escuela infantil. Nada de nada.
No parece posible que sea cierto lo que estoy contando ¿verdad? Con lo celosos que somos los vascos para nuestras tradiciones…
Así es que os deseo mucha felicidad a todos/as y un “próspero” año nuevo. Comprad lotería para ver si os toca, que yo me quedo conforme pegado al tronco de árbol que arderá, más mágico y atávico que nunca, en el fuego de Nochebuena. Porque bien es sabido que es el fuego el que da nombre al hogar. Eso ya es suerte de por sí, un auténtico premio. Eguberri on.
ANEXO: TEXTO DE J. M. BARANDIARAN SOBRE EL TRONCO DE NAVIDAD (1956)
«El tronco que en Trespuentes ardía por Nochebuena en el hogar lo traía hasta la cocina una pareja de bueyes y allí estaba en el fogón durante todo el año. En Larraun, como en la mayoría de los pueblos, ardía en el hogar sólo durante Nochebuena; en Llodio y en Salvatierra hasta la última noche del año. En Esquiroz y en Elcano ponen al fuego tres troncos: el primero para Dios, el segundo para Nuestra Señora, el tercero para la familia. En Eraso y en Araquil ponen, además, un madero para cada uno de los miembros de la familia y otro para el pordiosero. En Olaeta encienden en el hogar un tronco de haya durante la última noche del año y queman a su lado todo lo que queda del tronco del año anterior. Por haber estado al fuego durante la Nochebuena o en el último día del año, Gabonzuzi tiene virtud especial. Con su fuego preparan la cena de Nochebuena en Oyarzun.
En Abadiano y en Anzuola hacen lo mismo; además, después de la cena, la familia se agrupa en su derredor para calentarse. En Elduayen procuran hacerle arder a gran fuego, a fin de evitar, según se lo dicen a los niños, que descienda de la chimenea el personaje Olentzaro, armado con una hoz, a quitar la vida a cuantos viven en la casa.
En Esquiroz colocan el tronco o Gabonzuzi consagrado a Dios en el umbral de la puerta principal de la casa el primer día del año, o el día de San Antón, y hacen pasar por encima a todos los animales domésticos. Creen que así los animales no morirán por accidente durante el año. La misma costumbre existía también en Oyarzun y en Araquil. En Salvatierra creen que Gabonzuzi tiene la virtud de alejar las tempestades y lo ponen al fuego cada vez que se acerca una tormenta.
En las casas donde hay toro semental practican lo siguiente: colocan al fuego en el hogar dos palos durante la cena de Nochebuena; ambos se queman algo por un extremo; hienden luego el más largo de los dos por el extremo quemado y colocan el segundo atravesado en la hendedura del primero de modo que ambos formen una cruz; ésta es llevada al establo donde se halla el toro y clavada o colgada de un muro o poste. Con esto creen que el toro no tendrá durante el año el mal conocido con el nombre maminpartidu.
En Aezcoa recogen el carbón y la ceniza producidos por la combustión de Gabonzuzi. Cuando una vaca tiene endurecida la ubre, ponen al fuego tales residuos y aplican su sahumerio a la ubre enferma. En Amorebieta dicen que el nochebueno o Gabonzuzi evita que la comadreja perjudique a quienes viven en la casa o a sus animales. No dejan que se apague el fuego del hogar durante la Nochebuena para evitar que alguno de la familia muera durante el año.
En Bedia conservan el tronco o sus carbones, pues piensan que asi continúa bendecida la casa. La ceniza producida al quemarse ese tronco en el hogar es conservada hasta el día de San Esteban en Ibárruri. Ese día la llevan a las piezas de cultivo y es esparcida en forma de cruz en la tierra. Así piensan que los animales dañinos morirán.
Según creencia de Liguinaga el nochebueno influye en que sean hembras los corderos que nazcan en el rebaño. Cuando muere una persona le ponen al lado Gabonzuzi en Eraso. En Olaeta ese tronco, que allí arde en la última noche del año, es retirado después de la cena y colocado en el establo a fin de preservar de enfermedades a los animales allí recogidos».
Como me encanta el Magreb, la semana pasada he vuelto a ir una vez más al fascinante Marruecos. Pero en esta ocasión, para evitar andar acarreando equipajes molestos, fui con la vestimenta mínima y, una vez allí, compré en el zoco de Marrakech una chilaba, la indumentaria ideal para moverse por aquel país.
Durante varios días nos ha acompañado un muchacho bereber originario de Merzouga y que ha sido nómada hasta hace unos años. Hablando con él de la chilaba le comenté una curiosidad que yo conocía y le deleitó. Por ello creo que es interesante compartirla.
La chilaba es para nosotros una prenda típica árabe que cubre todo el cuerpo y que identificamos rápidamente. Su rasgo distintivo es que están dotadas de una característica capucha puntiaguda: si no, no son chilabas de verdad.
Se trata de una prenda muy antigua, poco evolucionada en aquellas latitudes y que no difiere demasiado de los kapusai que usaban nuestros pastores hasta hace un siglo o de los hábitos de los monjes.
Sin embargo, lo que para nosotros es «tan unificado», en el mundo árabe es más complejo. Así, distinguen perfectamente que la chilaba es en realidad esa prenda en su versión femenina, pasando a denominarse kandora cuando es la de los hombres, normalmente con menos adornos.
Pues bien, aquellas kandora del pasado eran, al ponerles el artículo, al-kandora. Y de la convivencia de varios siglos con los árabes en la Península, el castellano antiguo adoptó para sí aquel término que, aunque no se usa en la actualidad, sí lo recoge aún el diccionario de la Real Academia Española: «Alcandora: Vestidura a modo de camisa o la camisa misma«.
Y, una vez más, el euskara la tomó prestada. Y la meció durante siglos para hacerla llegar hasta nuestros días, devolviéndonosla llena de vida, mimándola y queriéndola como sólo nuestra lengua sabe hacer. De ahí nos surge el nombre de las «alkandora» vascas, las ‘camisas (de hombre)’ que vestimos a diario.
Como sabemos, fruto de una metátesis —salto de lugar de algún sonido dentro un vocablo— tenemos la variante alkondara, versión léxica muy extendida si bien Euskaltzaindia desaconseja su uso, priorizando la más genuina alkandora por ser aquella variante tardía de ésta.
Por otra parte, el castellano usa hoy en día la palabra «camisa» que en realidad tiene origen celta. Y de ahí el camisón que, salvo la capucha, no difiere mucho de la concepción de la prenda conocida como kandora o chilaba.
Otra curiosidad más, recuerdo de una dulce conversación nocturna sobre el arenal desértico de Merzouga, el legendario Erg Chebbi.
Cualquiera de nuestros agricultores y ganaderos nos dará fe de que es a partir de estos primeros días de febrero cuando por fin empiezan a reverdecer la hierba, los bosques y el campo en general. Es el lapso anual en el que el paulatino aumento de las horas de luz tiene ya la suficiente fuerza como para sacar del letargo a la naturaleza yacente, para insuflarle de nuevo esa vida que hará que otro ciclo arranque, que todo se mueva para seguir en el mismo lugar. Es, por otra parte, el punto intermedio entre el solsticio de invierno y el equinoccio, es decir, cuando había que hacer el último y más humano esfuerzo.
Maravillados con la grandiosidad e importancia que aquellos indicadores, nuestros antepasados lo celebraron cíclicamente, al igual que si se tratase de una auténtica resurrección. Y, no queriendo perderse el acontecimiento y sabiéndose beneficiarios del renacer anual, asistían con su ayuda a la madre naturaleza, como si de un gigante parto se tratase. Al igual que un joven vigoroso debe ayudar siempre a su anciana madre, así lo hacían los humanos con aquel universo que desde el inicio de los tiempos les acogía, alimentaba y daba vida.
Pero, una vez más, dejamos de soñar en algún lugar del camino. Y ya no convivimos como antes con la naturaleza. Ya no es un familiar con el que ansiemos reencontrarnos para conversar un rato. Ya no: somos modernos. Y modernas. Ahora sólo hablamos nosotros, en un irreverente soliloquio, sin escuchar a nuestro entorno salvaje. Porque, nos guste o no, ya no somos lo que éramos.
Resto de aquellas embriagadoras celebraciones prehistóricas tan sólo nos quedan unas fiestas religiosas, bastante fatuas hoy en día: la Candelaria, San Blas y la víspera de santa Águeda, 2, 3 y 4 de febrero respectivamente. Y, una vez más, se encuentran difuminadas y desfiguradas por la gran barredora de creencias que ha sido el cristianismo. Pero vayamos por partes, a ver qué podemos entresacar de lo que hasta nosotros ha llegado.
En el día de hoy, 2 de febrero, empiezan unas jornadas prodigiosas con las que, como hemos adelantado, se activaba el interruptor de la vida. No había más que observar e interpretar las señales de la naturaleza. Por eso, en toda Europa, existe la creencia de que el día de hoy era cuando despertaban los osos tras pasar el invierno invernando en su cubil y salir al exterior, a afrontar de nuevo la vida. El oso… tan recordado, sin que hoy lo sepamos relacionar, en los personajes de nuestros carnavales rurales.
El recuerdo de aquella creencia —y seguro que también realidad— lo recoge Oihenarte entre sus sabios Refranes y Sentencias de 1596, cuando los osos aún eran habituales en nuestros bosques: «Otsailean urteiten daroa arzak lezerean«, con su equivalente en castellano del mismo autor ‘En hebrero (sic) salir suele el oso de la cueva’.
Tampoco es casualidad que, al otro lado del océano, en Norteamérica, se celebre hoy el conocidísimo Día de la Marmota, similar a la creencia europea del oso, ya que sale de su estado de hibernación. Según la tradición popular de aquellas comunidades rurales, si la marmota abandona la madriguera, el invierno está a punto de acabar. Si por el contrario se mete de nuevo, significa que el invierno durará seis semanas más.
Aunque lejana en la distancia, no está aquella traición muy distante de lo que se ha practicado en nuestra Euskal Herria. Ello quiere decir que, aquí o allí, tienen todas esas costumbres un sustrato cultural común, lo que nos retrotrae a las más antiguas edades del ser humano.
Y es que, efectivamente, también el día de hoy (Candelaria en español y Kandelero, Gandelero, Kandelario… en euskera) lo hemos usado los vascos para adivinar cómo nos iban a tratar los designios meteorológicos: «Kandelero bero, negua heldu da gero, kandelero hotz negua joan da motz«, «Kandelarioz elurra, joan da neguaren bildurra«, «Kandelarioz eguzki, negua dago aurretik«, «Ganderailu hotz, negua iraganik botz; ganderailu bero, negua gero» o «Ganderailuz bero, negua Bazkoz gero«… Como cuando duda la marmota, como cuando despierta el oso…
Tan sólo un día más tarde, el 3 de febrero (San Blas) es la referencia adivinatoria para la vecina cultura castellana: «Por San Blas la cigüeña verás; y si no la vieres, año de nieves«. Insistimos de nuevo en que todo ello forma parte de lo mismo, de lo más esencial del nuestra cultura, de la infinidad de signos naturales que nos envía el universo natural para indicarnos que algo nuevo ha echado a andar.
Pero volvamos a la antigüedad, que la historia es más bonita de lo que creemos…
2 de febrero… conocida como «La Candelaria» o «Fiesta de las Luces» era una celebración antiquísima, pagana, que no fue aceptada en la liturgia del occidente europeo hasta bien entrado el siglo VII. ¿Y anteriormente?
En realidad la celebración de nuestra Candelaria suplantó a otras celebraciones paganas anteriores y que se conocían con el nombre de Lupercalias. Se celebraban en todo el ámbito del Imperio Romano y eran ya por aquel entonces costumbres populares arcaicas.
Al margen de otros detalles, hay uno que nos interesa en especial y sobre el que no se ha reparado. Entre los rituales practicados en aquellos festejos, jóvenes cubiertos con pieles de animales danzaban rítmicamente mientras que, con las manos o palos, golpeaban la tierra y la vegetación, para que despertasen. Se creía que así, estimulándola, se garantizaba la fertilidad y fecundidad de la tierra y, en consecuencia, llegarían tiempos de bondad para los humanos y animales.
El ritual se practicaba sin la presencia del sol, siempre de noche, a la luz de antorchas y velas. De aquella remota costumbre nos viene la de bendecir el día de hoy, el de la Candelaria o Día de Candelas, las velas que de por sí adquieren poderes mágicos. Nada lejano pues, sin más, lo han practicado mis padres… Se encendían aquellas velas bendecidas el día de hoy cuando era necesario espantar una tormenta, cuando ésta amenazaba con destrozar la cosecha; también servía para ayudar a sanar a las personas o animales enfermos o para, volviendo a las ofrendas a tierra, echar algunas gotas de su cera en los huertos y así procurar una cosecha abundante y saludable, preservada de desgracias. Magia en estado puro…
Pero volvamos a aquellos rituales precristianos que hemos dejado a medias… ¿No os es demasiado semejante lo del ritual de las pieles a la espalda, para convertirnos por momentos en animales, con nuestras vestimentas de carnavales? Sin duda hablamos de lo mismo.
Para finalizar, también os quisiera invitar desde estas líneas a que el sábado cantéis o gocéis de los coros de Santa Águeda. Yo sí lo haré, como desde que era un niño lo he hecho. Si cantáis, probablemente sin ser conscientes de ello, estaréis reviviendo dos mil años después aquella costumbre de golpear la tierra para que despierte. Para estimular a la madre naturaleza, un año más, de nuevo de noche, otra vez a la luz de una vela. Ya no tan jóvenes como marca la costumbre pero seguiremos saboreando en toda su intensidad lo que estos días han significado para nuestros antepasados. Porque el que no vea en ellos más que unas celebraciones cristianas, con todos los respetos, es que no se ha enterado de qué va la fiesta…
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