Caso Larrion, no tan personal

Mantengo lo que dije anteayer sobre el desgraciado caso de Miren Larrion. Es una auténtica pena que se haya visto en la necesidad de suplantar la identidad de una compañera de partido para abrir una cuenta bancaria. Seguro que fue un problema personal. No lo vamos a discutir. Pero después de lo que revelan las webs, y los diarios del Grupo Noticias, ha pasado a ser, sin el menor género de dudas, una cuestión para el debate público que concierne a la formación de cuya Ejecutiva en Araba han sido integrantes la suplantadora (no digo presunta porque lo ha confesado) y la suplantada.

Desde el momento en que sabemos que la dirigente local de EH Bildu intentó paralizar la denuncia al tener conocimiento de que la que se había hecho pasar por ella era la líder de su propio partido en el ayuntamiento de Gasteiz, el foco apunta a la coalición soberanista. Si se tratara de un marrón que afectara a PNV, PSE o PP, lo tendríamos meridianamente claro, ¿verdad? Así que, aunque obviamente no se trata del Watergate ni cosa parecida, damos por caducadas las palabras de Maddalen Iriarte asegurando que EH Bildu había dicho “todo lo que tenía que decir” sobre el asunto. De eso, nada. Es la hora de las explicaciones que estarían exigiendo con vehemencia si el pufo, por muy personal que fuera, hubiera caído en otra casa.

¿Salvar qué democracia?

A cuenta de los cuatro decenios del 23-F, llevamos varios días echándonos las manos a la cabeza porque los jóvenes —ojo, que hablamos de los que tienen de cuarenta para abajo— no saben quiénes fueron el golpista Tejero, el héroe tardío Adolfo Suárez y no digamos ya el (como poco) oscuro Santiago Carrillo. Y sí, no digo yo que no vendría bien una gotita de barniz cultural para desasnar a las nuevas y no tan nuevas generaciones que pasan un kilo y pico de la sacrosanta y falsaria Transición española. Tanto o más me duele, fíjense ustedes, que a los de treinta y casi cincuenta tacos les resulten desconocidos los nombres de José Barrionuevo, José Luis Corcuera, Rafael Vera, José Amedo Fouce o del reciente finado por coronavirus que atendía por Enrique Rodríguez Galindo, conde Drácula de Intxaurrondo.

Claro que lo que verdaderamente me hiere es la desmemoria respecto a las víctimas de los recién citados. Hablo de Mikel Zabalza, muerto en el potro de tortura benemérito, o de Joxi Zabala y Joxean Lasa, que además de haber corrido el mismo infortunio que el anterior, tuvieron que cavar su propia tumba, como acabamos de saber. O de Joxe Arregi, también asesinado a manos de sus torturadores apenas diez días antes de que el hoy celebrado rey emérito salvara lo que aún tienen el cuajo de llamar democracia.

Larrion y el factor humano

No puedo negar que me apena enormemente la situación por la que está pasando la ya ex portavoz de EH Bildu en el ayuntamiento de Gasteiz, Miren Larrion. Por demás, me resulta imposible imaginar qué circunstancia privada tan apremiante le pudo llevar a suplantar la identidad de una compañera de partido para abrir una cuenta bancaria. Sí alcanzo a hacerme cargo de la angustia que le impulsó a dar semejante paso en falso que ha resultado irreversible para su carrera política y me temo que también a la profesional y, desde luego, a la personal. Una vez más se ha impuesto el factor humano, —tan básico, tan primario, tan pedestre— a cualquier otra consideración. Aquí se van al guano los argumentarios partidistas y las defensas dialécticas de lo indefendible.

Me consta que habrá lectores que ahora mismo piensen que soy comprensivo con una actitud intolerable. Nada más lejos. Solo anoto que, independientemente de lo que determine la investigación judicial en curso —que puede ser algo muy grave—, Larrion lleva literalmente la penitencia en el pecado. O definitivamente desconozco su personalidad, o nadie será más dura que ella misma al juzgarse y al comprobar todo lo que ha echado por la borda con su comportamiento a la desesperada. Quizá ahora piense en otros casos en los que pudo haber sido menos hiriente.

23-F, operación limpieza

En medio de mis cambios personales y profesionales, prácticamente se me ha venido encima otro aniversario del 23-F. ¿Otro? En realidad, uno con los toques particulares que marcan las efemérides redondas. Oigan, que son ya 40 años, y seguimos en la inopia más absoluta de lo que pasó antes, durante y después de las chuscas imágenes del bigotón del tricornio pistola en mano en el Congreso de los Diputados. Diría, incluso, que con el transcurso de estos cuatro decenios hemos ido avanzando en el desconocimiento de los hechos a base de mezclar intentos serios de documentación con las más peregrinas teorías de la conspiración. Claro que lo peor es que a quienes tienen menos años que los sucesos todo aquello les importa una higa. Supongo que esa era y sigue siendo la idea: mejor correr un tupido velo.

No les niego, en todo caso, que del presente aniversario sí me está resultando golosamente llamativo el intento indisimulado de aprovechar el viaje para quitarle emérito el manto de roña que se le ha ido pegando al trascender sus pufos diversos. Allá al fondo a la derecha, pero también un poco más acá, hacia el tibio centro-izquierda, comienza a venderse la especie de que hay que ser indulgente con los mangoneos del turista de Abu Dabi porque hace 40 años salvó la democracia española. Esperemos que no cuele.

Vayamos con tiento

¿Cuántas veces tenemos que desmorrarnos en la misma piedra para aprender algo? Infinitas, me temo. Perdonen, de nuevo, que ejerza de cenizo, pero se me ponen las rodillas temblonas al asistir al enésimo festival de triunfalismo ante la evidencia de que la tercera ola va cediendo. Es verdad que venimos de números terroríficos, pero las cifras actuales siguen siendo escandalosas. Están muy pero que muy lejos de los parámetros que permitirían pensar en algo que, aun así, sería remotamente parecido a nuestra vida anterior al desembarco del virus. Todo eso, sin dejar de lado la enorme e impía ligereza que supone anotar casi a beneficio de inventario los casi 5.000 fallecidos por covid —datos oficiales; los reales son más— que sumamos en el sur de Euskal Herria.

No. Por supuesto que no digo que no sea motivo de alivio ver cómo las gráficas confirman de día en día el camino descendente. Eso es tan esperanzador como la certificación de que las vacunas, incluso al ritmo seguramente muy mejorable que llevamos, empiezan a manifestarse efectivas; las curvas de contagios en las residencias, por ejemplo, han caído en picado. Soy el primero que se alegra al comprobar que también hay buenas noticias. Por eso mismo, para que siga habiéndolas, ruego a gobernantes y gobernados que esta vez vayan (vayamos) con tiento.

Libertad de expresión, según

Ya estamos otra vez con la pelmada cansina y tramposa de la libertad de expresión. Tiene uno las renovaciones de DNI suficientes como para no tomarse en serio a tanto digno que nos alecciona sobre el irrenunciable derecho a piar lo que le salga al personal de la sobaquera. No suele fallar, por otra parte, que cuanto más se levanta la voz y más se empina el mentón, se resulte menos creíble en la soflama. No es casualidad que uno de los que con mayor brío dialéctico se ha ejercitado en las parraplas inflamadas, un tipo de profesión vicepresidente segundo del gobierno español, sea el mismo que cada tres por dos hace listas negras de periodistas, pseudoperiodistas y medios a los que hay que emplumar.

La pereza de entrar en la discusión se torna infinita cuando uno tiene que empezar explicando que no es partidario de entrullar a memos bocazas que quieren ir de malotes sin asumir las consecuencias de serlo. Y luego está eso que tanto encabrona al retroprogrefacherío, lo de preguntarles si hay el mismo derecho a pedir la muerte de Patxi López o de un militante del PP —por citar alguna de las soplapolleces miserables del tal Hasél— que a alentar el apiolamiento de judíos, como hizo el otro día esa cagarruta humana del homenaje a la División Azul. “¡No es lo mismo!”, contestarán al unísono. Ya me lo sé.

Robles no rectifica

Se dice que hay personas que no aciertan ni cuando rectifican. Y la cosa es que ni siquiera podemos incluir en tan poco edificante categoría a Margarita Robles. Sencillamente, porque la jefa del negociado de milicias españolas no ha tenido la decencia de tratar de enmendar sus miserables palabras —siento la dureza, pero no hay otro modo de calificarlas— sobre lo que podría haber evitado la actuación del ejército patrio en las labores de rescate tras el derrumbe del vertedero de Zaldibar. “A lo mejor si la UME hubiera intervenido hace un año, un cadáver no estaría en un sitio”, les recuerdo que escupió la ministra. Eso, por cierto, después de haber reconocido ella misma en las fechas de autos que los uniformados no hubieran podido hacer más de lo que se hizo.

Y, sí, muy bien, dice la magistrada en excedencia que el Gobierno vasco ha hecho “todo lo que está en su mano” para recuperar el cadáver de Joaquín Beltrán, pero no va más allá. Ni se desdice de la desmesurada e injusta imputación ni recuerda que doce meses atrás aseguró que la tal UME no pintaba nada entre los cascotes del vertedero que se vino abajo. Qué lejos quedan aquellos días —yo sí me acuerdo— en que teníamos a Robles como balsámica voz comprensiva con los entonces malvadísimos vascos. Su transformación es digna de estudio. O quizá no.