Sánchez, el gran vacunador

He perdido la cuenta de las veces que habré escrito aquí mismo que quien nace lechón muere gorrino. Ay, Sánchez, eterno Sánchez. Llevaba el tipo silbando a la vía de perfil durante lo más crudo de la segunda ola, dejando que se comieran el marronazo las autoridades de cada Comunidad, y cuando parece que dejan de pintar bastos, sale a darnos la buena nueva. Otra vez, en un aló, presidente dominical de los de hace unos meses. Españoles, españolas —inclúyanse ahí los y las de novísima obediencia, ya saben quiénes—, sepan que tenemos un planazo de vacunación contra el bicho que es la leche en verso. Oigamusté, que en esto vamos de la mano de Alemania, por delante de toda la purria de la UE, también de aquellos a los que les vamos dar el sablazo para pagar la ronda.

Un notición, ¿verdad? Tal que así les coló a los ingenuos y pelotas de diverso cuño. Este servidor, con pellejo duro y renegrido, olió el tufo a gato encerrado incluso bajo tres capas de mascarillas. Y así se lo solté a los oyentes de Onda Vasca: ¿Cuánto les va a que las autoridades de cada terruño, que son las que habrán de llevar a la práctica el pomposo plan de inmunización, no tienen ni pajolera idea de lo que ha anunciado urbi et orbi el prohombre de Moncloa? De nuevo, bingo. El lehendakari lo confirmó resignado y contrariado. Un caso.

Comprender las paradojas

Jajá, jijí. Cuántas risas de esas de rebaba cayendo y boina (o txapela, tanto da) enroscada hasta la quinta vuelta atronaron el viernes pasado, después de que el lehendakari abogara en el Parlamento vasco por “republicanizar la monarquía”. Incontables gañanes de babor a estribor se lanzaron en plancha a Twitter para participar en el inevitable concurso de cargas de profundidad sobre la expresión que había provocado un cortocircuito en sus cabezas nada dotadas para la paradoja. Las sutilezas, las ironías, las aparentes contradicciones escapan a las entendederas de quienes solo conocen el trazo grueso, el regüeldo dialéctico o, más directamente, el zurriagazo.

Por lo demás, cómo ceder a la tentación de atizar una bofetada a mano abierta al objeto de odio favorito —más que nada porque te da para el pelo en las urnas— o de cascarse una gracieta del once a su costa. Hasta algún chusquero bienmandado entró al trapo sobre lo que tildaba como ocurrencia a bote pronto de Iñigo Urkullu. Quizá con alguna lectura más o una simple búsqueda en Google, los chistosos odiadores habrían descubierto que el primero que teorizó sobre la republicanización de la monarquía fue el filósofo Daniel Innerarity. Y lo argumentó con una claridad y una sencillez exquisitas. Otra cosa es que haya quien no quiera entenderlo.

Miente, que queda todo

Si no fuera tremendamente trágico, sería gracioso que en un país donde excusitas de a duro farfulladas como letanías pasan por revisiones críticas del pasado se esté negando que el lehendakari pidiera ayer disculpas explícitas por los errores en la gestión del derrumbe del vertedero de Zaldibar. “Siento mucho los errores que hemos podido cometer en este operativo”, dijo Iñigo Urkullu. Añadiría que el documento audiovisual está al alcance de cualquiera que esté por la labor de comprobarlo, pero sé que pincho en hueso. Una vez más, la realidad es una minucia al lado de los juicios prefabricados y lanzados al enmerdadero en la certeza de que casi cualquier especie hará fortuna. Los dispuestos a creer creerán. Cualquier intento por confrontar con hechos contantes y sonantes las trolas caerá en saco roto.

¿Ejemplos? Mil. El penúltimo lo comentaba, creo que ni siquiera sorprendido, un querido compañero de fatigas informativas y opinativas. Ayer corrió la especie de que en el Teleberri se habían obviado las declaraciones de Maddalen Iriarte. Es solo la enésima vuelta de tuerca a la mandanga que sostiene que EITB pasa de puntillas sobre la cuestión, cuando va a todo trapo con información no precisamente cómoda. Y qué decirles de mi propio trabajo. A pocas cosas les habré dedicado tanto tiempo de radio —amén de un par de columnas que hubo quien tomó por fuego amigo— como al derrumbe. Si rescatan las tertulias de Euskadi Hoy en Onda Vasca, escucharán durísimas diatribas de contertulios de varias siglas. Da igual: a cada rato se me reprocha callar yo y silenciar las versiones poco amables. Pues lo lamento. No me rendiré.

Sobre el adelanto

Confieso que me cogió a contrapié el portavoz del Gobierno vasco, Josu Erkoreka, cuando contó que el lehendakari había pedido a las consejeras y los consejeros una reflexión sobre la fecha más propicia para celebrar las elecciones que tocan este año. Ahí, sin duda, había un mensaje. No digo en el hecho de que se pidiera opinión a quienes integran un gabinete, que es lo razonable y deseable cuando se forma parte de un equipo, sino en la decisión de hacerlo público. ¿Qué nos quería decir Iñigo Urkullu con ese gesto? Sigo preguntándomelo y a lo más que llego a partir de lo que conocemos sobre su forma de actuar es a que hay una buena razón.

Respecto a la fecha, les ahorro las especulaciones y las dejo para mi círculo próximo, porque cualquier afirmación que dejara por escrito no pasaría de cuñadada de barra de bar. Los vaticinios enteradísimos no son lo mío. Ayer, sin ir más lejos, asistí a la divertida yenka de los que fijaron el 5 de abril a primera hora de la mañana, lo desmintieron a mediodía y volvieron a asegurarlo por la tarde.

¿Será ese día? Echando mano de los plazos previstos, muy pronto saldremos de dudas, así que insisto en que no merece la pena entrar a jugar a Rappel y/o a politólogos de lance, que en el fondo es lo mismo. Sí quiero decir, a riesgo de volver a ser minoría absolutísima, que si el motivo del leve adelanto es buscar no coincidir con las elecciones catalanas anunciadas en diferido por Torra, lo comprendo pero no lo comparto. El riesgo de contaminación siempre va a estar ahí, y nuestros procesistas de salón se van a emplear a fondo. Quizá no calculen que el tiro les salga por la culata.

Urkullu, no; Chivite, sí

Celebro, no saben ustedes cuánto, el preacuerdo para aprobar los presupuestos de Nafarroa que han alcanzado el Gobierno de María Chivite y EH Bildu. Por la parte maliciosa, por la bilis que —imagino con delectación— empezarán a supurar las huestes cavernarias en cuanto sepan de la noticia. Confirmarán con los ojos fuera de las órbitas y expeliendo espumarajos por las fauces que Sánchez ha vendido la sacrosanta Comunidad foral a la ETA, así, con artículo, que es como les gusta pronunciar el nombre de su bicha favorita.

Será divertido. Pero más allá de eso, el pacto también me provoca una sonrisa socarrona al pensar que las cuentas que va a apoyar la coalición soberanista —la llamo así porque un día puse abertzale y me lo afearon algunos integrantes de la formación— no creo que sean muy diferentes de las que desdeñó con cajas destempladas en la demarcación autonómica. Y sí, ya se conoce uno la película del relato y los adornos sobre los compromisos megamaxisociales que se dirá que se le ha arrancado a la contraparte. Pero no me cuela. O sea, me cuela en la misma medida que hice como que me tragué las aleyuyas de Podemos en la CAV, pretendiendo que gracias a ellos, los presupuestos son requetefeministas, requeteverdes y me llevo una.

Allá cada cual con los autoengaños al solitario y, sobre todo, con lo que se vende a la parroquia. Bienvenidos los pactos, que no dejan de ser males menores porque a la fuerza ahorcan o estrategias del rato que toca. Como digo más arriba, este en concreto lo aplaudo, como aplaudí la abstención con sabor a sí en la investidura de Sánchez. Lo que no se me escapa es el contraste.

Amigos como Puigdemont

No me cansaré de repetir que ninguna buena acción queda sin castigo. Ni tampoco que hay determinados amigos que hacen que sobren los enemigos. Que se lo pregunten al lehendakari. En buena hora se le ocurrió atender la llamada angustiada de un entonces accidental president de la Generalitat que no sabía cómo salir de la brutal trampa para cazar elefantes en la que había entrado por su propio pie. Lo suyo habría sido preguntarle al desbrujulado Puigdemont, menos Carles que Manolete, que si no sabía torear para qué se había metido. Pero Urkullu es como es y, como siempre, pensando en echar una mano, que en el caso que nos ocupa era evitar un desastre, cambió los mocasines por las katiuskas y se fue de hoz y coz a un barrizal del que inevitablemente iba a resultar pringado por activa, pasiva o circunfleja.

Como se acaba de ver, el pago por tal favor ha sido que el señor de Guaterló se haya despachado tildando a quien le echó el capote de desmemoriado o, como han entendido nuestros succionadores procesistas de salón, de mentiroso. Hay que ser muy miserable para hacerlo y muy malnacido para jalearlo. Más, cuando sobran los detalladísimos archivos de Urkullu para saber que la trola gorda a la par que cobarde —¡otra vez!— es la del delfín desviado de Artur Mas. Lo que ocurrió aquel 26 de octubre de 2017 es público y notorio. Está tasado y medido porque lo contamos todos los medios, igual los más proclives al soberanismo que los entregados al unionismo. Puigdemont citó a la prensa para anunciar la convocatoria de elecciones. Un tuit hablando de 155 monedas y tres mil estudiantes gritando le hicieron dar marcha atrás.

Cien por cien Urkullu

Después de asistir con cierto interés a las declaraciones de los principales testigos del juicio por el procés, me descubro ante la capacidad para el retrato de esa especie de mesa camilla desde la que los interpelados han tenido que responder a las preguntas, no siempre bienintencionadas, de las diferentes partes. Como tituló certeramente Manuel Jabois, en su turno, Mariano Rajoy resultó Marianísimo, es decir, pura esencia de sí mismo. Pero el zigzagueante expresidente español no fue el único. Cabe decir algo muy similar de Soraya Sáenz de Santamaría, que jamás se moja ni bajo el chorro de la ducha, o del cada vez más taimado Artur Mas, que está con y contra o contra y con, según se mire. Ídem de lienzo respecto a Gabriel Rufián, que se autointerpretó con tal precisión que era imposible distinguirlo del original, o sea, de su caricatura.

Y, por lo que nos toca más cerca, la afirmación vale también para el lehendakari, que en ese ínfimo pupitre resultó cien por cien Urkullu en fondo y forma. Con su tono de diario, ese que hace que a los pentagramas les sobren rayas, desgranó concienzuda y minuciosamente los hechos, de modo que la épica de los contendientes soberanistas y unionistas quedó reducida a la casi nada. Medió porque se lo requirieron desde Catalunya, pero también porque se lo solicitaron desde la Moncloa de entonces, al modo rajoyano, sin pedírselo expresamente. Estos y aquellos, por inflamados que estuvieran los discursos, querían evitar encontrarse en el callejón sin salida del enfrentamiento en bucle. Hubo un momento en que casi se consiguió. Pero a alguien le temblaron las piernas. Y se acabó.