Pactando con el diablo

Tremendo cabreo al fondo a la derecha por el acuerdo sobre el Cupo. Los guardianes de las esencias hispanas braman las maldiciones del repertorio habitual por la nueva traición del melifluo inquilino de Moncloa. Le acusan de haberse vuelto a bajar los pantalones ante el insaciable sablista vascón. En su doliente versión, se trata de la enésima concesión a los egoístas e ingratos nacionalistas periféricos que viven como Dios a costa del sacrificio de los laboriosos naturales del país que dicen querer abandonar. Como corolario, sentencian con la carótida a punto de explotar que la venta de la primogenitura por cinco votos era innecesaria, pues unos presupuestos prorrogados no supondrían, en la práctica, un gran roto.

No les voy a engañar. Me resulta enternecedor y hasta divertido el rasgado ritual de vestiduras. Máxime, tras comprobar que al escocido coro de la reacción patriotera se le ha unido la crema y la nata del progritud local, foránea y entreverada. Dando la razón al castizo autor del astracán titulado Los extremeños se tocan, la izquierda fetén también habla de traiciones. En este caso, al pueblo, la ciudadanía o la mayoría social (escójase la terminología al gusto del consumidor), aprovechando que, como se sabe, todas las mañanas y algunas tardes despacha uno a uno con cada integrante del censo.

1.400 millones de euros de vuelta a las arcas vascas, otra rebaja de 256 en la liquidación de este año y cifras similares en los próximos ejercicios. Eso, de saque, y a sumar al resto de lo económico y no digamos a lo extraeconómico que se ha rascado. Pues no sale tan mal pactar con diablo, ¿o sí?

Tocar las mociones

Algo sí hemos avanzado. Esta vez Iglesias Turrión no se presentó con la lista completa y cerrada de los ministerios que se pide. Ni siquiera dijo que el obligatorio candidato alternativo debía tener coleta, perilla y una pareja que, en el mejor estilo de los croqueteros que se cuelan a las bodas, se autoinvita a las tertulias de emisoras privadas. Lástima que de nuevo se olvidara un paso que se antoja fundamental cuando alguien va a presentar una iniciativa que incluye a otros y requiere impepinablemente de su concurso, se trate de salir de cañas o, como es el caso, presentar una moción de censura.

Efectivamente, al erigido en martillo pilón de corruptos se le olvidó consultar con sus necesarios socios qué les parecía la idea de juntarse para tumbar el gobierno del Tancredo pontevedrés. Casi parece un chiste que el método elegido por el cid regenerador vallecano para comunicar la ocurrencia a sus pretendidos socios haya sido mandarles un SMS. Sí, como el de Rajoy a Bárcenas o, más recientemente, el de Catalá a Ignacio González. Enorme desparpajo del mengano, broma interna dentro de la guasa principal, que es el anuncio posturero de la moción.

Posturero y tramposo. Salvo el todavía nutrido grupo de palmeros acríticos, cualquiera con los conocimientos básicos de los usos políticos es capaz de ver el trile. Esto no va de echar a los malvados peperos del banco azul, sino de marcar paquete salvapatrias, mantenerse bajo el foco y poner en un presunto brete al resto de los partidos para poder culparles después del fracaso anunciado. Exactamente igual que hace un año. Y en esta ocasión tampoco colará.

Quién gana y quién pierde

El epílogo chusco pero impepinable del singular desarme del sábado en Baiona es la atribución de la victoria y de la derrota tras seis decenios de barbarie. La prensa del día siguiente, o por lo menos, buena parte de ella, entró de hoz y coz a la disputa. Con la camiseta del equipo correspondiente se proclamaba el éxito arrollador de las huestes propias. “ETA se ha rendido”, proclamaban los tirios. “El Estado español (y el francés) ha(n) hecho el ridículo”, bramaban los troyanos, tan venidos arriba que ni se daban cuenta de qué manera postrera le estaban dando la razón al juez que veía amanecer.

No es que sospeche ni me tema, es que sé a ciencia cierta que esta va a ser la gran contienda de los próximos años. De hecho, hace tiempo que ya entramos en esa fase, que no por casualidad llaman batalla del relato: ba-ta-lla. Lo de menos es la verdad. Se trata de saber venderla. Primero se coloca en la parroquia propia —eso ya está— y después, a base de lluvia más fina o más gruesa e inmisericorde repetición, se intenta hacer comulgar a todo quisque con la rueda de molino. Como si los acontecimientos históricos fueran cuestión de opiniones.

Ya, muy bien, columnero, pero según usted, ¿quién ha ganado y quién ha perdido? Sinceramente, casi tengo una respuesta para cada vez que me lo pregunto. En ocasiones, creo que las más, siento la certeza de que prácticamente todos hemos palmado por goleada y con nulas posibilidades de equilibrar algo en el partido de vuelta. Otras, en cambio, miro a mi alrededor, veo escenas imposibles hace solo diez y no digamos quince años, y siento que poco a poco vamos remontando.

Más sobre ‘Patria’

Volvamos a hablar de Patria. Desde que les conté en estas mismas líneas mis impresiones favorables de la novela de Fernando Aramburu, han ocurrido media docena de cosas. La más importante, que se ha confirmado como fenómeno del recopón de la baraja. ¿Literario o extraliterario? He ahí la cuestión. Sospecho que más lo segundo que lo primero. De hecho, me cuesta imaginar que alguien con paladar fino pueda encontrar grandes virtudes en sus casi 650 páginas. Es indudable que hay mucho oficio y, desde luego, eficacia narrativa. Quien busque algo más que eso compra boletos para la decepción. Quien haya encontrado algo más que eso se tira un largo o es que realmente ha leído muy poco.

Insisto. A mi me sigue pareciendo recomendable como apunte del natural de lo que (nos) ocurrió prácticamente anteayer. También como antídoto frente a la amnesia autoinducida, la contemporización, y no digamos contra el relato glorificador que nos cuelan entre bote y bote en el tramposo suelo ético. Como no soy tonto, o no del todo, sé que se trata de una visión de parte y que, por más que se niegue, el autor tiene mucho que ver con el narrador. Aun así, como ya anoté aquí, me resultan perfectamente reconocibles esos personajes que los críticos que se dan por aludidos —reitero que no hablo de los que buscan valores literarios— califican como estereotipos forzados o directamente caricaturas. Comprendo que nos joda, pero parte de nuestro drama reside justamente en que la mayoría de los protagonistas reales responden a toscos clichés. ¿Que hay quien aprovecha el viaje para chupar de la piragua? Seguro. Con todo, merece la pena.

Gilipolémicas

El jueves a las 10 de la mañana ya se sabía que era de todo punto imposible que la final de Copa se jugase en San Mamés. Lo contó José Manuel Monje en Onda Vasca. El motivo se caía de obvio. El 30 de mayo, tres días después de la fecha fijada para el encuentro, el estadio bilbaíno acogerá un concierto de Guns N’ Roses, anunciado, si no me falla la memoria, desde primeros de diciembre del año pasado. No estamos hablando de una verbena de pueblo. Un montaje así requiere varias jornadas, como confirmaron los promotores de la actuación del legendario grupo.

Mientras duró, fue bonito fantasear o especular con la idea del Alavés disputando el histórico partido frente al Barça a 65 kilómetros de casa. Y sí, sin olvidar el resto de ingredientes picantones añadidos: lo de la rivalidad entreverada de franca antipatía por un lado, y el hecho de acoger una competición española que, para colmo, lleva en su nombre al rey. Pero una vez demostrado que materialmente era inviable, el asunto debió haber quedado zanjado.

¿Por qué no fue así? Respondan los medios —y particularmente, el que se cascó un titular de primera amarillo chillón metiendo al lehendakari y al Sursum corda por medio— que, con todos y cada uno de los datos en la mano, siguieron enmerdando el patio. No pasa de moda el clásico: que la realidad no te joda un titular. Ahora, además, unos miles de clics, y a la mínima ética que le vayan dando. Pues nada, sigamos para bingo, que las finales futboleras surten de muchas broncas de diseño. Pasada esta que explota el provincianismo local, enseguida llega a sus pantallas la de la pitada al himno y al monarca.

Buenos fines, malos medios

No vale todo. Por supuesto que no. Ni siquiera por una buena causa. De hecho, el propósito más noble queda bastardeado cuando en su nombre se usa intencionadamente el juego sucio. La mentira, la manipulación o eso que una vocera de Trump ha bautizado con jeta de titanio como “Hechos alternativos” ponen en evidencia a quienes, a falta de escrúpulos y argumentos, los utilizan como atajo hacia sus fines. Insisto, por meritorios que estos sean. Y peor, si la sórdida estrategia incluye un ataque de mala fe a una persona, que en el caso que nos ocupa, reúne, además, la condición de representante de la soberanía popular.

Cierto, son mis palabras. No creo, sin embargo, que la opinión que expresan esté muy lejos del mensaje que el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco lanza a las plataformas antidesahucios en el auto de archivo de la denuncia que presentaron contra Iñigo Urkullu por haber aportado datos sobre el desalojo de una mujer en Gasteiz. Ocurrió, seguro que lo recuerdan, en el debate electoral en EITB. Interpelado por una de sus adversarias, el entonces candidato a la reelección aportó los citados datos, que desmentían la versión —como poco— exagerada que se había hecho circular. “Lo único que está haciendo es constatar una realidad y lo que es más importante, cumplir con su obligación de mandatario público”, anota el TSJPV junto a media docena de consideraciones en las que deja claro que no hay falsedad, revelación de secreto ni intromisión en ninguna intimidad. El daño está hecho. No tanto al lehendakari como a la verdad y a la propia causa justa a la que supuestamente se pretendía servir.

La madre de Garzón

Palabras de Baltasar Garzón Real en una entrevista-masaje para promocionar el enésimo libro en el que se casca una manola a mayor gloria de sí mismo: “No me voy a olvidar del dolor que han causado a mi madre con todo esto”. El otrora juez que veía amanecer se refería a su descabalgamiento de la judicatura después de haber defraudado a aquellos poderosos amiguitos para los que rindió tantos servicios.

Qué rostro. Reparen en la frase de nuevo, y piensen en cuántas y cuántas víctimas de las arbitrariedades de Garzón podrían repetir exactamente lo mismo. “Coño, Don Javier, es algo gratuita esa comparación, digo yo. Seguro que hay alguna diferencia con narcos y terroristas”, me replica un tuitero, perfecto representante de muchísima buena gente de fuera de Euskadi que tiene un gran concepto del dandy de las sienes plateadas. Tremenda tarea, y estoy viendo que también baldía, explicarle a mi interlocutor que en la lista de damnificados por este individuo se cuentan mayoritariamente hombres y mujeres que pasaban por allí. Eso, sin mencionar que incluso los culpables gozan de unos derechos que eran sistemáticamente ignorados cuando las operaciones político-policiales llevaban su firma.

No es la primera vez que escribo, y me temo que no será la última, aunque sirva para poco, que Garzón ha sido objeto de un tipo de faena jurídica que por algo recibe el nombre de garzonada. Manda muchas narices que él, que retorció la ley a discreción, vaya por ahí haciéndose el ofendido. Y aun resulta más increíble y desolador que, con la bibliografía que tiene presentada, haya quien le compre la moto averiada que vende.