Espina de espino

Con las primeras luces del día de hoy, el cielo ha comenzado a mostrar sus iras, tronando con fuerza y exhibiendo fulgurantes relámpagos en el amanecer. Quizá en honor y gloria de San Miguel, el arcángel de la guerra y protección, del que hoy —8 de mayo— celebramos su día.

Fuera de leyendas, poco esfuerzo tenemos que hacer para imaginarnos con qué pavor vivirían nuestros antepasados situaciones similares que, aún hoy en día sabiendo su porqué, sigue estremeciéndonos.

De ahí que, desde el principio de los tiempos, se hayan experimentado mil y una artimañas para protegerse ante tal muestra de destrucción de la naturaleza. Muchas y muy variadas.

Elorri zuria, espino blanco o albar, árbol inhibidor del rayo. Era costumbre introducir una de sus espinas en el pelo o dentro de la txapela.

ELORRIA. Nos llama la atención que sea el espino blanco (crataegus monogyna, «elorri zuria» en euskera) el árbol sobre el que reposaban las esperanzas populares, suponiéndosele una infalibilidad protectora frente a los mortíferos rayos. Quizá por sobreentenderse que era de espino la corona de Cristo, aunque en realidad subyacen bajo todo ello creencias más antiguas, de poderes sobrenaturales atribuidos a árboles de hoja perenne, a simple vista, inmortales.

Cruces en la puerta y rama de espino en el lateral, como protección en un caserío de Aizarnazabal (Gipuzkoa)

Sea como fuere, bien sabían los carboneros, pastores, arrieros o quien se viese sorprendido por una tormenta en un páramo, lo más efectivo era cobijarse bajo un espino. Porque, como si de un enclave sacro se tratase, allí jamás podría sacudir el rayo. Aún hoy en día nos insistirán que eso es así, argumentando su experiencia de años de observación. Justo lo contrario a resguardarse bajo un castaño o, mucho peor, bajo un haya pues son los árboles preferidos por las centelladas.

Pero lo bueno del espino es que, por suerte para aquella pobre gente, creían que era tan versátil que podía convertir en portátil su poder mágico: se llevaba a donde se necesitase. La perfección.

Cruces de espino en una de las chabolas pastoriles del collado de Zelatun, en el monte Ernio (Gipuzkoa)

No es de extrañar por tanto que, como recuerdan aún muchos de nuestros mayores, se pusiesen cruces de madera de espino en heredades, barreras o en las puertas de las viviendas, para hacer inalcanzable al mal aquella porción de mundo humanizada.

Más arriesgado era quien osaba a caminar en plena tormenta, completamente convencido de que era indestructible frente al rayo por el simple hecho de llevar una flor de espino introducida en el ropaje del pecho. O por encerrar en la palma de su mano un ramillete de hojas cuando más atronaba el firmamento. O… por haber sido precavidos al insertar una espina de espino dentro de la mata de pelo o en el interior de la txapela. Si es que podíamos haber empezado por ahí. ¿O alguien duda de que la txapela vasca tenga superpoderes?

Post scriptum: nada más meterse el sol, justo después de publicar estas notas al atardecer, volvió a hacer presencia la tormenta, con un despliegue de aterradores rayos que hicieron retumbar los cimientos de la tierra y el corazón del más sereno de los seres. Así parecía cerrar el círculo el día, pavoneándose ante los humanos, acabando como empezó.

Hay situaciones en las que parece que la magia existe. No puede ser una simple coincidencia el hecho de que cada tema ande con su loco. Porque a mí… a mí siempre me encuentran esos temas y sucesos.









Zapatos contra tormentas

El 3 de mayo y el 14 de septiembre son las dos fiestas que el cristianismo dedica al culto de la cruz como símbolo de fe. Pero en las creencias populares son asimismo las fechas que acotan el período de tormentas, es decir, la mayor amenaza para las cosechas y, en consecuencia, el peligro de la aparición de hambrunas.

Estando a su merced la mismísima supervivencia de las comunidades humanas en las que convivieron nuestros antepasados, no es extrañar que entre esas dos fechas se repitiesen en el mundo rural multitud de rituales populares dedicados a ahuyentar las tormentas, a desviar su capacidad de destrucción hacia otros lugares ignotos.

TRES DE MAYO. Todo empezaba el 3 de mayo, día del supuesto descubrimiento de la cruz en la que ejecutaron a Jesucristo (podéis leer el relato de los hechos en tono de humor e informal en Helena, cada día más buena). Y aquellos trozos de árbol, de madera, se convierten a partir de entonces en un símbolo de adoración, atribuyéndoseles virtudes mágicas, sobrenaturales.

En realidad, no dista nada del ritual pagano previo de los mayos, árboles totémicos que en esta misma fecha se hincaban —e hincan— en las plazas de los pueblos u otros lugares específicos, costumbre precristiana extendida por toda Europa y bien estudiada.

BENDICIONES DEL CAMPO. Marca esta fecha además el arranque del período de máxima producción de la naturaleza y, en su versión doméstica, de la agricultura. Es por ello por lo que este 3 de mayo se multiplican los rituales protectores de los campos, con bendiciones, exhibiciones de imágenes santos, colocación de cruces o cera bendecida en fincas, colocación de mayos, etc. en una serie de costumbres en las que es muchas veces difícil discernir entre lo que es de origen cristiano y lo profano o pagano.

RITOS CONTRA LAS TORMENTAS. Salvo alguna muy ocasional plaga, la gran amenaza de pérdida de las cosechas eran las tormentas de pedrisco, algo que en un instante podía arruinar el trabajo de todo un año. De ahí que abundasen los rituales para protegerse frente a ellas: tañido de campanas en ermitas, conjuros, ramos o velas bendecidas, colocación de hachas con el filo hacia arriba, toques campaniles de tentenublo —»¡detente, nublo!»— rogativas a Santa Bárbara, uso de hachas o puntas de flecha neolíticas o piedrecillas, fósiles, espinas de espino blanco… como amuletos protectores, etc.

Era asimismo una temporada de gran agitación para sacerdotes y sacristanes ya que, a diario, tras la misa, solían salir al pórtico para bendecir los cielos contra la amenaza de las tormentas. Debían acudir raudos también a tocar las campanas si se intuía la tempestad, fuese la hora que fuese. Era tal el esfuerzo que los feligreses solían hacer un pago extraordinario por el servicio.

ZAPATO ARROJADO CONTRA LA NUBE. Pero, dentro de este maremágnum de liturgias dirigidas a modificar el discurrir natural de los acontecimientos meteorológicos, quisiera centrarme en la costumbre popular de arrojar los sacerdotes un zapato contra el nublado, para asustarlo y desviarlo hacia otro destino. Probablemente sería el último recurso usado, el de máxima urgencia, cuando todas las medidas protectoras previas habían fracasado y el desastre era inminente.

LAUDIO. La referencia de esta costumbre la recogí en su día de Txomin Lili (1930-2019) el laudioarra que mejor supo atesorar todas las costumbres (Ver Txomin Lili, la última leyenda). Me contaba en 2005 que «…la gente decía que los curas que salían en sandalias cuando había una tormenta grande, al pórtico y dicen que tiraba la zapatilla para el monte para que vaya para allá, pero allí si pilla un caserío… ¡aquello que jode! Salía el cura para mandar la tormenta para el monte y salía al pórtico y algunos rezos y algunas cosas y, con las zapatillas, enchancletado, tiraba para el lado que quería echar la tormenta» Finalizó el relato con un expresivo «¡Qué cojones va a ir! Iría para donde tocaría, como siempre…» que le devolvió del añorado pasado a la actualidad.

Txomin Lili (1930-2019) el último laudioarra oriundo que sabía de zapatos que los sacerdotes arrojaban contra las tormentas de pedrisco

OROZKO. También recordaba haber visto realizar esa operación Sofia Etxebarria (Egurrigartu, 1926-2010) en la iglesia de Olarte (Ibarra, Orozko), con un asustado sacerdote que, mostrándose en chancletas frente al nublado de pedrisco, le arrojó su zapato. Relataba, quizá con ciertas dosis de humor popular, que aquel zapato lo encontraron después los pastores en un muy alejado lugar de Gorbeia, en las faldas del monte Oderiaga, en el enclave llamado Algorta. Cuando se lo devolvieron, el sacerdote negaba que fuese suyo, avergonzado quizá por haber recurrido a artes tan poco canónicas. Sé de esta referencia gracias a la amiga luiaondoarra Anuntxi Arana que la recogió en su recopilación y estudio de los relatos míticos del valle de Orozko (Orozko haraneko kondaira mitikoak, 1996).

Aldea de Urigoiti (Orozko) tras una fuerte tormenta primaveral. Tan solo unos rastros de arco iris al fondo nos reencuentran con los temores del pasado y las costumbres para hacer frente a las tormentas.

OTROS. Como siempre, es inconmensurable la aportación de relatos similares recogidos durante toda su vida por el prolífico sacerdote R. Mª Azkue (1864-1951), y cuyos breves apuntes publicó en su obra Euskalerriaren Yakintza. Contaba Azkue que «El sacerdote que en los días de truenos salía al pórtico a hacer los conjuros, solía ponerse un calzado en chancletas para que el diablo no le llevase al mismo sacerdote» o que «Un párroco a quien yo conocí en una de esas villas, en la cuarta, creyéndolo así, solía ponerse sus zapatos en chancletas las veces que había de conjurar la tempestad». Así también que «En Elorrio (B), si ha de creerse a mi colaboradora, vio ella a un sacerdote en un día de truenos hacer los conjuros sudando copiosamente, y no pudiendo vencer al demonio le arrojó un zapato, y el tal calzado no apareció nunca más».

Para finalizar, relataba los recuerdos de infancia en su Lekeitio natal: «En Lekeitio (B), muchachitos que me precedieron cuatro o cinco años, solían ir al pórtico los días de conjuro, creyendo que allí verían al aire un zapato del sacerdote. Se decía en esta villa que en cierta ocasión un sacerdote, no pudiendo de otra manera vencer al diablo, diciéndole «¡toma!», le arrojó uno de sus zapatos».

DEL MÁS ALLÁ. Ahondando un poco más en esta última referencia, es de resaltar que en sentir popular, las tormentas de pedrisco no son meras perturbaciones atmosféricas sino que se interpretan como un ataque del mal frente al bien, con un origen en el más allá, en la parte infernal de nuestra existencia.

Conocí en cierta ocasión a la orozkoarra Ángela Bilbao (1924-2012), madre de un buen amigo, José Ángel, muy activo en la recuperación de elementos de interés etnográfico (ericeras, tejeras…). Era Ángela asimismo la hija del sacristán de Urigoiti (Orozko), el encargado de tañer las campanas cuando se avistaban las tormentas, una labor que tras su fallecimiento, asumió la misma Ángela hasta que dejó de practicarse en los años 50 del siglo pasado. Es curiosa la visión, alejada de la actual, que aquella mujer tenía de los nublados que surgían del cielo amenazando las cosechas. Traducido de su euskera original decía que «desde el tres de mayo hasta la otra Santa Cruz bendecía la tormenta. Y tenían a la tormenta… el llegar la tormenta era «del lado malo» [«parte txarrekoa»]. Con el «del otro lado» querían decir que eran cosas del infierno o que surgían de allí». Continuaba relatando que «...acudían mi padre [sacristán] y el sacerdote al pórtico y bendecían el nublado. Y tengo escuchado en cierta ocasión que, igual estando allí el sacerdote, la tormenta le arrebató el zapato. Quitarle la tormenta el zapato de su lado y cosas así».

Ángela Bilbao (1924-2012), posando pacientemente en 2004 para un reportaje fotográfico que le hicimos sobre la elaboración del poste navideño llamado intxaur-saltsa. Ella fue, como lo fue su padre, la encargada de tocar las campanas contra las tormentas en Urigoiti, Orozko.

También esa idea de interactuación de las tormentas con la vertiente malvada de los seres del más allá, nos la refuerza el también orozkoarra Moisés Larraondo, (1926-2020) buena persona y mejor conocedor de nuestras leyendas. Contaba que (traducido del original en euskera recogido por Anutxi Arana, 1996) «llegó la tormenta y su piedra, dispuesta a arrasar todo. Y [allí el sacerdote] bendiciendo y bendiciendo con el hisopo, haciendo cruces y oraciones y más oraciones. Y la lamia y la tormenta cada vez más briosas. Allí tenía a las lamias al lado, observando, lamias en tropel, vestidas con calzas rojas y con aspecto de abejas. Y, en una de esas… ¡el sacerdote arrojó el zapato! Y con el despiste de aquel revuelo, se llevaron el zapato por ahí las lamias. Y en aquel preciso instante dejaron ya de sonar los truenos…».


Moisés Larraondo mostrándome en 2005 su gran tesoro: las piedras arrojadas por los gentiles y con las que incluso jugaban a bolos por los aires (son en realidad proyectiles usados en el año 1351 en un asedio contra el castillo del monte Untzueta)

Moisés es una persona que afortunadamente aún vive entre nosotros. Ahora en Laudio, al cuidado de su hija Zorione [PS: fallecido en diciembre de 2020]. Quizá sea la última persona que sepas explicarnos esa extraña relación entre el mal, los seres del más allá y los zapatos de los sacerdotes, confluyendo todo ello a través de las tormentas, símbolo del mal y la destrucción. Desde luego que será de los pocos humanos que percibirá el día de mañana, 3 de mayo, con una intensidad tan mágica y especial que el resto de los mortales seremos ya incapaces de sentir. Descarguen su furia pues los rayos, truenos y centellas contra la desmemoria de nuestras costumbres, tradiciones y modos de sentir populares. No seré yo quien les arroje el zapato…


NOTA: No sé a ciencia cierta cómo interpretar esta costumbre tan extraña. Pero la intuición me lleva a otra realidad que, al menos en lo que conozco, no parece que se haya investigado aún. Se trata de unas siluetas que suelen aparecen dibujadas en tejas concretas de nuestros caseríos y que seguramente habrán tenido una función protectora para la casa y que hoy desconocemos. Son una especie de chinelas, antiguo calzado que a modo de babuchas se usaba en chancletas.

Tampoco podemos obviar que arrojar un zapato a alguien o mostrarle su suela es una gran ofensa en el mundo islámico, pues el calzado es considerado impuro, al ser la parte del cuerpo más baja y por lo tanto más sucia al estar en contacto con el suelo. De ahí que no se permita su presencia en mezquitas, etc. En realidad, es una creencia generalizada en todo Oriente. Tiene su reflejo en la Biblia cuando Dios le dijo a Moisés (Antiguo Testamento, Éxodo 3:5) «No te acerques aquí. Quita el calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es».

Quizá arrojando lo más inmundo, lo más despreciable, a la tormenta, se pretendía influir en su voluntad. Pero son hipótesis, meras elucubraciones, a las que les falta algún paso para que podamos imbricarlas definitivamente con esas historias populares nuestras, tan bonitas, relatadas más arriba.

Bideo bat honi buruz, euskaraz:
https://www.youtube.com/watch?v=hLz-T-3O6hU a