«¡No seas cabezón!»

Podría haber sido una canción de Pimpinela o una de esas rancias Escenas de matrimonio de José Luis Moreno. El vicepresidente segundo del gobierno español y la portavoz del mismo ejecutivo, que además es titular de Hacienda, discuten con profusión de aspavientos en los pasillos del Congreso de los Diputados. En un momento de la agria disputa, los divertidos testigos escuchan claramente como María Jesús Montero espeta a Pablo Iglesias: “¡No seas cabezón!”. Y sí, luego han venido los voluntariosos esfuerzos por quitarle hierro a la gresca: que si pasa en las mejores familias, que donde hay pasión saltan chispas, que la bronca era entre dos personas que se aprecian y se respetan… Pero es un secreto a voces que el gabinete bicolor del Doctor Sánchez es un campo de batalla permanente donde llueven las bofetadas cruzadas, las zancadillas o directamente las deslealtades.

¿Algo por lo que preocuparse? Me consta que hay aprendices de Nostradamus vaticinando que en cuanto queden aprobados los presupuestos, el pasajero del Falcon le dará la patada al residente en Galapagar. Sinceramente, no lo creo. Por muy enemigos íntimos que sean, por ganas que se tengan, PSOE y Podemos disponen de la mejor argamasa para mantener su sociedad a la fuerza por un tiempo largo: la torpe oposición de PP, Vox y Ciudadanos.

Robles, a lo Abascal

El hábito hace al monje y la cartera hace al ministro. A la ministra, en el caso que nos ocupa. Menuda transfiguración, la de Margarita Robles desde que juró el cargo como titular de Defensa en el gobierno español. De comparecencia en comparecencia, de declaración en declaración, se le van poniendo unas formas castrenses que empiezan a asustar. De seguir la escalada dialéctica, no descarto ver a la (tenida por) muy progresista magistrada soltando filípicas patrióticas en una refundada Radio Requeté.

Me dirán que exagero, pero ahí le anduvo ayer en el Congreso en su respuesta a una pregunta bastante facilita del diputado del PNV Joseba Agirretexea. Como unos cuantos millones de ciudadanos fusilables, el representante jeltzale quería saber si el Gobierno tenía la intención de poner freno a la seguidilla de regüeldos fascistoides de distintos uniformados en activo o jubilados. Ojo, que hablamos desde bravuconadas por guasap a incitación a un golpe de estado, pasando por cánticos franquistas. Robles tenía a huevo quedar de cine prometiendo meter en cintura a los nostálgicos. En su lugar, optó por abroncar a Agirretxea tachándolo de nacionalista excluyente y media docena de excesos verbales del pelo y por una explosión de elogios desmedidos a las milicias hispanas. Hasta Abascal tuvo ganas de aplaudir.

¿A dónde vamos?

No quiero resultar melodramático, pero me da que la banda sonora de esta pesadilla la está interpretando la orquesta del Titanic. Por benévolas y voluntaristas que se pongan las autoridades sanitarias al aventar los datos diarios, quedan pocas dudas de que caminamos de nuevo hacia el abismo de la tercera ola. Como menú-degustación, los aumentos de positivos forjados en los puentes, en las mareas callejeras, en las chuflas domésticas… y mucho me temo que también en lugares a los que no acudimos precisamente por ocio.

“¡Eh, eh, eh, que la hostelería no estaba abierta esos días!”, protestan los recalcitrantes. Y la respuesta no es difícil: menos mal. A nadie que no quiera autoengañarse se le escapa que el descenso que ahora se estanca llegó tras el cierre de tabernas y restaurantes. Cualquiera que haya visto las imágenes de la reapertura en la CAV tiene motivos para temer lo peor. ¿Culpa de los tasqueros? Desde luego que no.

Claro que el pasmo mayor viene al mirar el calendario para comprobar que estamos cada vez más cerca de las fechas señaladas y no parece que nadie con mando en plaza tenga la intención de echar el pie al freno. Nuestros vecinos del norte, incluidos los que se tomaron a la ligera la primera embestida del bicho, se afanan en medidas a cada cual más restrictiva. Y aquí, como si nada.

Ruido de togas

Leo a un jurista poco sospechoso de derrotar por la diestra que la decisión del Tribunal Supremo ordenar la repetición del juicio a Arnaldo Otegi y los otros cuatro de Bateragune no debe ser considerada motivo de escándalo. Sostiene el experto —de nombre, Miquel Pasquau— que tal repetición se deriva directamente de la nulidad del juicio a instancias del Tribunal de Derechos Humanos de la Unión Europea. Si no entiendo mal la explicación, no cabría una condena mayor a la del proceso anterior ni, desde luego, la vuelta a prisión. En el peor de los casos, se dilucidará si los otra vez acusados tienen derecho a ser indemnizados por el tiempo que pasaron en la cárcel y si procede o no la inhabilitación.

Quizá sea exactamente así y lo aceptaría si estuviéramos hablando de una Justicia —y, sobre todo, de unos encargados de administrarla— fuera de dudas. Es evidente que no estamos ni de lejos ante tal supuesto, como prueba la larga bibliografía presentada por el muñidor de la decisión, el magistrado Manuel Marchena. Tampoco es baladí, que gusta decir a los columneros finos, el hecho de que todo esto sea fruto de la petición de una asociación de víctimas vinculada sin tapujos con Vox. Nos preocupamos con razón por el ruido de sables, pero quizá deberíamos estar más acongojados por el ruido de togas.

Esperando al ‘Preparao’

Se le acumula el trabajo a Felipín Six de cara al discurso de nochebuena. Ya puede pedir ampliación de minutaje porque anda que no tiene cosas de las que largar el muy preparado menarca, digo monarca. En todo caso, apuesto y creo que ganaré, que se liará con el coronavirus y no quedará espacio —perdonen el tonto juego de palabras— para el virus de la corona. Miren por dónde, que los cortesanos que le succionan los esfínteres sostienen exactamente lo contrario. Prometen que el barbado soberano se va a quitar el cinto en el mensaje y vomitará por esa boquita toda la bilis que le ronda, especialmente contra su campechano viejo, que no deja de ponerlo en evidencia desde el mismo día en que, a la fuerza ahorcan, abdicó y le cedió muy a regañadientes el cetro.

Lo creeré cuando lo vea. De momento, sonrío al pensar si va a tener bemoles en remedar al asesino de elefantes en aquella frase para la histeria, o sea, para la historia: la Justicia es igual para todos. Siempre puede marcarse un Ayuso y ser sincero: no todos somos iguales ante la ley, ¿qué se van a creer? Las otras dudas son si para esas fechas señaladas el aludido mantendrá la condición de rey y si seguirá siendo un distinguido huésped en una satrapía o, siguiendo el lema del célebre anuncio de turrón, habrá vuelto por Navidad. Más palomitas.

Siempre mal

Acuñé hace un tiempo el término cuantopeormejorismo, y ahora les vengo con otro palabro que, mucho me temo, emplearé con frecuencia: siempremalismo. Lo definiré como la disposición permanente a enmendar a la totalidad una cosa, su contraria y lo que sea que haya en el medio. Y no, no es eterno inconformismo ni humana contradicción. Es, hablando en plata, ganas de jorobar la marrana, de dar la nota y, si procede —que suele proceder—, de arrimar el ascua a la sardina partidista correspondiente. Pero toda esta parrapla se ve mejor con un ejemplo.

Cuando hace unas semanas se decretó el cierre de la hostelería como modo de hacer doblar la cerviz a la maldita curva, hubo quien echó espumarajos de todos los colores y graduaciones biliosas. Pregonaban allá donde les daban un micrófono, un foco, una tribuna o, más modestamente, en sus redes sociales que era una indignidad culpabilizar a los bareros del aumento desbocado de contagios y condenarlos a la ruina. Vaya risas más tristes, que ni un minuto después de que las autoridades sanitarias —en este caso, de la CAV— anunciaran la inminente reapertura de los tascos, los mismos quejicas profesionales se lanzasen a vaticinar con los ojos fuera de las órbitas la tercera ola de la pandemia. Inasequibles al desaliento, sea lo que sea les parecerá mal. Qué pereza.

Fiesta… ¿impune?

67 mastuerzos se pasan las medidas vigentes entre las ingles para celebrar un fiestón nada menos que en la hospedería de un convento de Derio. Sin mascarilla, sin distancia y sin ventilación, faltaría más. Son jóvenes —tampoco unos críos exactamente— y se creen inmortales. ¿Que pueden contribuir a matar a otros, incluidos sus mayores? Vayan e intenten que les entre en su única neurona. A ellos, plín, que para eso duermen en el Pikolín del egoísmo abismal y la falta oceánica de empatía. Lo primero, sus culos narcisistas, qué pena de patada con unos zapatos de chúpame la punta.

Claro que lo peor de todo es la impunidad. Oigo cuentos y cuentas de la lechera sobre los puros que les pueden caer a estos memos jactanciosos. Pero, por de pronto, la Ertzaintza tuvo que esperar durante horas a que salieran para identificarlos de uno en uno. Resulta que nuestro fastuoso estado de derecho no permite que la policía entre a unas dependencias privadas cuando solo se está incurriendo en un infracción administrativa. Y aunque al común de los mortales nos parezca que el asunto era más grave, como poco, un comportamiento que pone en peligro la salud colectiva, no hay tutía. Ya será suerte que si el asunto llega a sede judicial no aparezca una de tantas señorías heroicas a dejar marchar de rositas a los gañanes.