Cambiemos las leyes ya

Miren por dónde, el protagonista del 25 de noviembre que acabamos de dejar atrás ha sido ese tipejo siniestro que atiende por Javier Ortega Smith. Resulta imposible no sentir náuseas al presenciar su comportamiento cobarde y brutalmente suficiente ante una víctima de malos tratos que le cantaba las verdades del barquero en el acto del ayuntamiento de Madrid. Ni fue capaz de sostenerle la mirada el muy cagarro humano. Antes y después, el fulano se había vuelto a permitir la chulería insultante de negar la violencia machista, una conducta que en una sociedad medio decente debería implicar bastante más que el destilado de mala sangre y bilis hirviente. ¿La ilegalización de la formación política que cobija a semejante sembrador de odio y a tantos como él? Jamás pensé que escribiría algo como esto, pero mi respuesta es rotundamente afirmativa.

Dado que eso no ocurrirá —me temo—, quizá proceda convertir nuestro cabreo en una actitud de provecho. Debemos conjurarnos para que los miles de Ortegas Smith que hay repartidos por el censo sientan nuestro aliento en el cogote y tomen conciencia de que su justificación (o, directamente, su práctica) de la violencia hacia las mujeres no les va a salir gratis. Y eso, siento decirlo por enésima vez, no se hace solamente con encendidas proclamas, repeticiones sistemáticas de topicazos, concentraciones para el telediario ni campañas resultonas. Tampoco, como demuestran los datos sobre la extrema juventud de muchos maltratadores y depredadores, con la martingala de la educación en valores. Hay que cambiar, por descontando, de mentalidad, pero especialmente de leyes. Es urgente.

Estrellas en el bolsillo

El que no corre vuela. Dos días después de ser glorificado con la tercera estrella de las maravillas gastronómicas, el Cenador de Amós ha subido el precio de todos sus menús. Y no crean que ha sido cuestión de pellizquitos. Las tres propuestas del restaurante cántabro de moda (ahora más) costaban hasta el miércoles —por supuesto, sin incluir bebidas— 89, 120 y 157 euros. Hoy se han puesto en 109, 137 y 167 euros. ¿Algo que objetar? Bien poco. Por mi parte, lo único que cabe afearle al chef Jesús Sánchez es que, distinción en mano, aseguró que no tocaría las tarifas y ha tardado en desdecirse medio suspiro. Salvado eso, el artista de los fogones y, según parece, de las cajas registradoras, es muy libre de tasar sus viandas como le salga de la casaca. Ya lo dijo aquel genio de las finanzas hoy entrullado: “Es el mercado, amigo”.

Y tan es el mercado, que estoy por apostar que a pesar del subidón, la lista de espera para dejarse adelgazar el bolsillo en el templo de Villaverde de Pontones será ahora mismo inmensa. Tampoco osaré deslizar la menor censura hacia los tipos y tipas que, teniéndolo, se pulen un pastizal en lo que estiman oportuno. Como mucho, y apelando al conocimiento directo de algún que otro Bon Vivant de la señorita Pepis, me permitiré reírme hacia adentro ante la evidencia de que los fulanos tienen el paladar en la cartera.

Por lo demás, no dejará de maravillarme el culto rayano en lo baboso que se rinde a toda esta parafernalia que, como acaba de quedar documentado, no está precisamente al alcance de cualquier mortal. Pero no me hagan caso. Yo soy más de croquetas caseras que de esferificaciones.

Todo mal

Lo leí en uno de esos medios digitales que expiden certificados de ciudadanía fetén en régimen de oligopolio. Abandonen toda esperanza de conseguir uno. De hecho, lo que deben hacer es sacar el flagelo del nueve largo y comenzar a fustigarse como los recalcitrantes pecadores medioambientales que son. ¿Por no haberse desprendido del utilitario Diésel? ¿Por no ir al súper con bolsitas de algodón para la fruta? También por eso, por supuesto, pero además, por ver series y películas en Netflix o cualquier otra plataforma satánica por el estilo Sí, sí, sí, incluso aunque se trate de esos documentales requetebuenrollistas que trufan la oferta de los expendedores de productos audiovisuales de consumo masivo.

La fuente es una beatifica organización francesa llamada The Shift Project, que asegura haber echado cuentas de los estragos que causan lo que creíamos inocentes pasatiempos modernos. Según esos cálculos que a ver quién es el guapo que demuestra o desmiente, media hora de La casa de papel, Juego de Tronos o un partido de la Champions por streaming emite la misma cantidad de CO2 que un coche chungo durante 6,3 kilómetros. Y si suman todos los vídeos descargados en un año, les saldrá el equivalente a las emisiones de dióxido de carbono de España o Bélgica.

Les dejo que saquen sus propias conclusiones. La mía es que va llegando el momento de entregarse con armas y bagajes al imperio de sabiondos apocalípticos para que dispongan de nuestras destructivas existencias a su justo entender. O quizá proceda mandarles a esparragar y, en nombre de su propia buena causa, exigirles que depongan el sensacionalismo de una vez.

Un acuerdo posible

Sigo con atención moderadamente escéptica el baile presupuestario en la demarcación autonómica. Comprendo que a la mayoría de mis convecinos el asunto se la trae bastante al pairo, incluso aunque lo que esté en juego sea literalmente el mejor o peor destino de sus dineros. No lo apunto como reproche, sino como constatación. Me hago cargo de lo complicado que es para el común de los mortales entender los intríngulis de las cuentas públicas y no digamos ya los tiras y aflojas entre los gobiernos y los grupos de la oposición, que generalmente no pasan de imposturas demagógicas. Lo que ocurrió el año pasado en estos mismos lares es el ejemplo perfecto de lo que digo. Tanto marear la perdiz para acabar en una prórroga que, gracias a unos parches legislativos, no ha supuesto grandes quebrantos.

Eso fue con EH Bildu. En este caso, como saben, la fuerza aparentemente más proclive al acuerdo con el gobierno bipartito es Podemos. Ni siquiera Elkarrekin Podemos, pues los representantes de Ezker Anitza se han borrado de saque alegando no sé qué de unas líneas rojas. Merecerían una columna aparte los humos que gastan quienes, de haber concurrido en solitario a las elecciones, no se hubieran comido un colín y ahora van con el mentón enhiesto. Lo dejo para otra ocasión, pues apenas me quedan caracteres para señalar que sería muy digno de aplauso que los presupuestos de 2020 salieran adelante con el respaldo de tres partidos, a primera vista, tan diferentes. Si abrimos una gota el foco, y por mucho que nos repitan que no se deben mezclar negociaciones, el acuerdo sería coherente con el que se intenta conseguir en Madrid.

Va de corruptos

A la hora en la que tecleo, sigue sin aparecer el presidente del gobierno español en funciones y secretario general del PSOE para decir esta es boca es mía ante la demoledora sentencia de los ERE andaluces. Ahí es nada, un expresidente de la Junta enviado al trullo para seis años, otro inhabilitado por casi un decenio y un quintal de cargos públicos con carné socialista emplumados a modo por haberse pulido un pastizal en comprar voluntades, sustancias estupefacientes y sexo a granel. Cumpliendo una costumbre ya inveterada, Pedro Sánchez ha mandado a comerse el marrón a su fiel escudero José Luis Ábalos, experto en despejes a córner, digodiegos y, como ha sido el caso, frasezuelas de argumentario.
Pese a la barba y la voz grave, el número dos del PSOE parecía un remedo muy logrado de María Dolores de Cospedal explicando que la mangancia de sus conmilitones había sido en diferido y en régimen de simulación. Cómo de blindados hay que tenerlos para tratar de convencer a la concurrencia de que en el ránking de las corrupciones esta no es de Champions League porque los fulanos que la cometieron no se llevaron un euro a casa.
Resultaría medianamente creíble el intento del estajanovista de la portavocía, si no fuera por los denodados esfuerzos en poner distancia con los condenados, subrayando por triplicado que ya ni siquiera son militantes del partido. Estamos a un cuarto de hora de que sean “esas personas de las que usted me habla”. Y para que el paralelismo vergonzoso pero altamente revelador sea perfecto, el PP enmerdado hasta las cartolas, poniendo el grito en el cielo y exigiendo dimisiones. ¿Reímos o lloramos?

Injusticia con sordina

Pues no. Esta vez no ha habido rasgado de vestiduras ni concurso de soflamas incendiarias contra la manga ancha de la Justicia. Será en vano que busquen pronunciamientos de campeones siderales del Yo acuso, ni airadas peticiones de cambio inmediato del Código Penal. Qué va. Únicamente silencio en la grada progresí y algarabía en la de enfrente, la ultramontana, que ha disfrutado sin competencia de una denuncia que debería haber sido compartida por cualquiera con un mínimo sentido de la decencia. Pero es que en este viaje no molaba por quiénes eran el criminal y la víctima. Les cuento, por si no acaban de caer.

Ocurre que la Audiencia de Zaragoza ha absuelto a un fulano llamado Rodrigo Lanza, de oficio sus antisistemeces, del delito de asesinato de un tipo al que pateó hasta la muerte porque le provocó… ¡llevando unos tirantes rojigualdos! Los togados, a medias con un jurado popular, le han hecho precio de amigo y dejan el matarile —por la espalda y a traición— en homicidio imprudente. En román paladino, de 25 años a un máximo de 12, que todo quisque apuesta que será mucho menos.

Es bastante fácil imaginar la explosión de bilis que se hubiera producido de haber estado cambiados los papeles. De hecho, sin llegar a eso, me consta que más de media docena de los lectores de estas líneas las habrán dejado cabreados antes de llegar aquí. No pocos de los que alcancen el punto final verán confirmada su tesis de que soy un fascista que lamenta que le hayan dado su merecido a un individuo que sobraba de la faz de la tierra. Eso, sin contar con los que se encogerán de hombros y concluirán que no les gusta la columna.

Vetar al vetador

Desde mis ya tres décadas en el oficio, contemplo con cara de póker la llantina tontorrona de algunos de mis compañeros porque Vox veta periodistas y medios a discreción. Entre la puñetera manía de creernos el ombligo del mundo, la tendencia al enfurruñamiento exhibicionista y la incapacidad para preguntarnos por qué ocurren las cosas, estamos dando pisto del bueno, del que engorda, a esos malotes que pretendemos denunciar. Oh, sí, queridos colegas que os rasgáis las vestiduras como no lo hacéis por otras mil y una injusticias que padecéis o de las que incluso sois cómplices: Abascal y sus secuaces no os prohíben entrar a sus actos porque os tengan manía. O no solo por eso, vamos. Buscan justo lo que han conseguido, a saber, multiplicar por ene la ya desproporcionada repercusión de sus regüeldos fachuzos.

Así va la vaina y muchos del gremio plumífero lo saben, pero se lo callan porque en este juego de pillos, los vetados saben que también aumentará su relieve y las entradas —los clics, se dice ahora— a sus cabeceras digitales. Esa, me temo, es la razón fundamental por la que no se opta por la solución más sencilla y, a la larga, eficaz, que es el veto al vetador. ¿Qué pasaría si la mayor parte de los medios que nos consideramos, en sentido amplio, progresistas dejamos de cubrir los actos públicos de los ultramontanos? Sería una medida muy higiénica.

Por lo demás, un saludo a los que, gritando tanto ahora, no tuvieron una palabra de reproche cuando no hace mucho se sacaba reporteros de las sedes a empujones o, en lo más personal, cuando el Gobierno de Patxi López vetaba a los profesionales del Grupo Noticias.