Tarde andamos. Parece que todavía están sin leer los últimos resultados electorales en la demarcación autonómica. ¿Cómo pudo ser que, incluso con la irrupción poderosa de unas siglas nuevas, el PNV no solo no perdiera ningún escaño sino que creciera? Y eso, ojo, después de haber estado gobernando en un periodo de vacas flacas y de propina, tras la reaparición en escena de Arnaldo Otegi, llamado a comandar el vuelco de la hegemonía.
No creo que sean necesarios cientos de doctorados en politología parda para dar con la respuesta. Basta apenas repasar en la moviola el proceso negociador de las últimas semanas. En términos futboleros, los jeltzales han jugado con su rombo clásico, el que tantos y tantos trofeos ha llevado a sus vitrinas. Salvo que se sea un fariseo irredento, no hay lugar para hacerse el sorprendido. Se trataba, sin más y sin menos, de aprovechar la debilidad del de la silla de enfrente y sacarle hasta los higadillos. Obviamente, con una narrativa más fina (responsabilidad, diálogo sin líneas rojas, bla, bla, bla) y siguiendo la coreografía habitual de Barrio Sésamo: ahora estamos cerca del pacto, ahora estamos lejos, ahora ya lo hemos firmado.
Una foto todo lo incómoda que quieran, pero con la buchaca llena. Obras son amores, y si los que tanto hablan en su nombre conocieran media gota a la ciudadanía del terruño, sabrían que somos más de pájaro en mano que de discursitos de dignidad impostada volando. Sobre todo, los que no tienen las alubias garantizadas. Como le he leído a mi admirado Alberto Moyano, quien desde el propio país arremeta contra el acuerdo va directo a la melancolía.