No gana uno para cuentas atrás. 96 días para la inmunidad de rebaño que Sánchez nos va telegrafiando desde el lunes y 12 para que la carroza catalana se convierta en calabaza y haya que convocar nuevas elecciones. Tocarían, por cierto, en julio, como las de la CAV de hace un año, aunque en este caso, con un pelín más de fatiga pandémica y de urnas, porque las anteriores fueron hace justo tres meses, el 14 de febrero.
¡Ay, el procés, y nosotros, que lo quisimos tanto! Cada vez me siento más incapaz de disimular el hastío, especialmente, ante mis queridos amigos, los procesistas locales de salón, que encontraron allá al nordeste de la península lo que no tenían en casa y se hicieron devotos. Me da hasta pena preguntarles qué piensan de los sucesores del multienmarronado Pujol gritando ante la sede de Esquerra “¡Junqueras, traidor, púdrete en prisión!”. Cierto: ahora que lo pienso, era el partido de vuelta de aquellas 155 monedas de plata de Rufián que fueron las que obraron el milagro de la conversión de Puigdemont de piernas institucionalista en líder carismático del soberanismo fetén.
Todo muy bien, si no fuera porque el unionismo español que muerde el polvo una y otra vez cuando se llama a votar, se está escogorciando de la risa ante la bronca sin cuartel por la hegemonía del independentismo.