Se diría que las autoridades sanitarias españolas han renunciando a la batalla de la comunicación. Lo que no tengo claro es si el motivo es que la dan por perdida o, directamente, que no les parece importante gastar tiempo informando a la ciudadanía de algo que es difícil de explicar. Y así, han optado por imponernos sus decisiones como en tiempos se hacía con el ricino, es decir, por las bravas. Y sin entrar en las ilógicas restricciones actuales —comunidades cerradas y fronteras abiertas para que los turistas exteriores tengan vía libre— el penúltimo episodio más representativo de lo que hablo es lo ocurrido con la vacuna de Astrazeneca.
Para empezar, se frena en seco la inoculación sin dejar claros los motivos; ni siquiera los expertos habituales eran capaces de entenderlos. Luego, cuando la Agencia Europea del Medicamento dice que no hay causa para el exceso de celo, en lugar de reanudar los pinchazos inmediatamente, se espera hasta mañana. Y lo último es que ahora resulta que esa vacuna sobre la que había tantas dudas es también efectiva para la franja de edad entre los 55 y los 65 años. Seguramente, habrá razones basadas en la ciencia que amparen todas y cada una de las decisiones. Sin embargo, es muy complicado que el común de los mortales no sienta que algo que no se le cuenta.