Hoy acudiremos a un funeral, el de Domingo Lili “Txomin” (Olarte, Laudio). Y despediremos a una gran persona en lo humano pero, sobre todo, a un inmenso museo en lo que a rituales, leyendas, costumbres, palabras… se refiere.
El mismo sábado pasé por su caserío –hacía mucho que no salía de él– por si sonaba la flauta: él había hecho mucha sidra de joven en su caserío y quería preguntarle al respecto. Sobre eso o cualquier cosa, pues nunca dejaba de sorprender en sus respuestas. Pero no hubo suerte: la casa estaba vacía. Luego he sabido que ya agonizaba en el hospital…
NADIE COMO ÉL atesoró las últimas creencias, palabras, leyendas… de aquel Laudio que hace muchas décadas ya perdieron el resto de vecinos. Relatos vivos de aquellas épocas en las que los cambios se cocinaban a fuego lento, nada que ver con las actuales ollas rápidas que nos hacen galopar sobre la historia vertiginosamente.
ÚLTIMO EUSKALDUN MONOLINGÜE. Quizá toda aquella sabiduría le vino de la mano de su padre, Segundo Lili Urquijo (1880-1968), el último euskaldun monolingüe del municipio de Laudio: nacido en el cercano caserío Zenagorta de Olarte, cuando acudió a las escuelas en Luiaondo no sabía nada de castellano, algo que ya en su día resultó llamativo en el entorno. Y es que el bagaje cultural y las formas de interpretar el universo que nos rodea son un gran baúl que viaja a lomos de la lengua que lo transmite. Y perdiéndose ésta también malogramos aquello.
Al ser mi madre del mismo barrio que Txomin, en la más tierna infancia acudíamos al caserío a pasar unos períodos veraniegos, ayudados por una burra que transportaba las maletas desde la Venta bañada por el Nervión hasta aquel altivo lugar. Y allí me dieron cariño vecinal Segundo y, sobre todo, Txomin, al que recuerdo mejor: nos columpiaba pacientemente en sus piernas y nos cantaba y contaba mil cuentos. No tuvo esposa ni hijos y por ello quizá disfrutaba tanto con los ajenos, como con aquel Felisín –así me llamó hasta el último de sus días– que ahora tanto le añora.
Como homenaje, no se me ocurre nada mejor que acercaros el extracto de unas líneas que sobre él y “sus brujas” publiqué hace catorce años ya (“Koipetsu: el capricho de las brujas”, Aunia 10, 2005).
Nunca dejaré de quererte y mucho menos de admirarte. Donde estés, descansa en paz. Felisín.
CUEVA DE LAS BRUJAS. «Menos dudas ofrece el relato que [sobre brujas] Domingo Lili Urraza nos refiere. Txomin, que es como cariñosamente se le conoce, es una persona afectuosa, cordial y que no duda en ofrecer su inmenso cúmulo de conocimientos a quien necesite de su ayuda. Duda entre el interés suscitado por la temática de las preguntas y el miedo a que esos «cuentos de atrás» puedan suponer una mofa para con él. Sólo desde el calor del fuego de su caserío Bekoetxe, en el barrio de Olarte, se siente seguro para contarnos, pausada pero rítmicamente, esos relatos que tanta emoción producen al ser escuchados.
La mayoría de los habitantes de Olarte han oído hablar de la cueva, desaparecida al hacer la presa del mismo nombre, que existió frente al caserío Lekuona. El sólo hecho de escuchar su tenebroso nombre era suficiente para aterrorizar a los niños y algún que otro mayor del lugar. Se conocía como la «Cueva de las Brujas».
BRUJAS Y PERRO DE LEKUBATXE. Pero lo que ya nadie parece recordar es lo que Txomin nos narra. Dice que, en infinidad de ocasiones, su difunto padre le contó cómo en las cercanías de la cueva y próximas al regato que bajo ella trascurría, solían estar peinándose unas brujas. Éste elemento distintivo nos acerca, sin duda alguna, al antiguo mito de las lamias. Comenta también que dicha cavidad se unía subterráneamente con otra que existía en Lekubatxe, en un remanso del Nervión a la altura de la zona céntrica de Luiaondo [hoy pasa sobre el lugar el parque lineal del Nervión]. De este pueblo es Felipe Markuartu, otro de nuestros informantes, y recuerda haber oído a su madre que las brujas salían a peinarse al lugar conocido como La Era, una pequeña elevación frente al citado lugar y muy próxima al caserío donde se ubica la «Taberna Urriztia» [cerrada desde diciembre de 2004].
Incluso –continúa el siempre sorprendente Txomin– se comenta que una vez entró un perro por la cueva de Olarte y que apareció allí, en Lekubatxe, prueba popular, irrefutable y repetida en infinidad de localidades, para tratar de explicar algo que la lógica nos dice que es imposible. Pero no perdamos de vista a las lamias.
Dicen los estudiosos de la mitología vasca que una de sus características es el hecho de alimentarse con lo que pedían a los humanos, especialmente pan, sidra o tocino, alimento éste por el que sentían una especial debilidad.
QUERÍAN KOIPETSU: OTRA COSA NO. Nos sorprende Txomin cuando, continuando con el relato, nos refiere lo siguiente: «Salían a peinarse fuera y a Mari, la del caserío aquel de Lekuna, que le pedían koipetsu, tocino. Que querían tocino, koipetsu: otra cosa no»
El haber conocido personalmente en su infancia a la entonces ya mayor Mari, la de Lekuona, le hacer dudar durante un instante sobre la credibilidad de su propio relato. Pero pronto pone los pies en el suelo y nos deja claro que lo que tantos miedos le produjo en la niñez, no puede ser en ningún modo cierto: «¡Allí van a estar las brujas, en invierno, con el frío que hace! ¡En un agujero…!»
EL SACERDOTE SALOMÓNICO. Probablemente, lo que en su día más hizo tambalear la seguridad de sus planteamientos fueron las palabras de aquel sacerdote que acudió a visitar a su abuelo enfermo, en el vetusto caserío de Zenagorta. Dice que, ante la extremada gravedad del asunto y por ir descartando posibilidades, el padre de Txomin, Segundo, preguntó al sacerdote sobre algo que le venía perturbando desde tiempo atrás: la existencia o no de las brujas. El religioso, ni corto ni perezoso, evitando meterse en camisas de once varas, le contestó sin dudarlo que, efectivamente, las brujas existían aunque no se debía creer en ellas. […]
CONVERTIRSE EN BRUJA. Pero lo realmente emocionante de lo que nos relata este baserritarra de Laudio llega cuando deja caer en la entrevista unas vagas alusiones a los aquelarres y que, casi con seguridad, sean las únicas y últimas que podamos recoger en este municipio. Por lo excepcional que supone el hecho de haberse transmitido hasta el siglo XXI, estas referencias merecen ser transcritas literalmente, con la sencillez y parquedad en detalles del relato pero con su indudable valor documental. Dice así Txomin: «…Yo al padre le solía decir: ¿y brujas, cómo se hacían brujas pues? Y dice que iban a una campa, se ponían en pelota, con el culo para arriba y que decían «yo quiero ser bruja, yo quiero ser bruja». Y venía el demonio, les besaba el culo y, sin más, se hacían brujas«.
En este asombroso relato parecen entremezclarse dos cosas. Por un lado está el acceso carnal que el diablo tenía con las brujas y brujos que acudían al aquelarre, y por otro la referencia de las creencias vascas a la manera de convertirse en bruja. La más conocida es la de besar el trasero al diablo.
[…]
ÚLTIMOS TRSTIMONIOS. Hemos recogido en apremiantes encuestas etnográficas los últimos coletazos, la mínima expresión de lo que debieron ser hasta no hace demasiado tiempo las diferentes manifestaciones mitológicas de Laudio. Unos relatos especialmente salvaguardados en los barrios más olvidados de Laudio, Olarte e Izardui (Isardio) y que aún generan recelos entre los informantes ante la posibilidad de que puedan verse publicados. Quizá no sepan nuestros protagonistas que esto ya no sirve para ridiculizar a nadie, que es algo que no genera ningún interés en una sociedad embalada exclusivamente hacia aquello que pueda rentabilizar. Es la agonía de una mitología que ha sido dogma respetado durante siglos y que ahora la gente desprecia por su infantilismo. Pero estas creencias populares son mucho más; son la memoria colectiva de un pueblo sin la cual no podríamos saber cómo somos realmente»
No sabemos a ciencia cierta desde cuándo era considerado el Árbol Malato de Luiaondo como el más celebre, simbólico y renombrado hito fronterizo de Bizkaia.
La explicación más recurrida y que más retrocede en el tiempo es la de la legendaria batalla de Padura, en la cual se cuenta cómo, tras haber vencido los vizcaínos al ejército compuesto por asturianos y leoneses, persiguieron a éstos en su fuga hasta el árbol Malato de Luiaondo, árbol que, desde aquel mismo instante, pasaría a ser la muga más reconocida de Bizkaia.
Pero dejemos a un lado los detalles de una batalla sobre la que tendremos ocasión de volver más tarde.
La historiografía legendaria, más basada en sucesos maravillosos que históricos o verdaderos, hace concurrir en un momento concreto varios elementos: la batalla de Padura, el origen del Señorío de Bizkaia, la aceptación del cargo por parte del primer Señor de Bizkaia, Jaun Zuria, y cómo no, la aparición del Árbol Malato a modo de un indiscutible símbolo de limitación territorial. Desde entonces y hasta nuestros días, no hay duda de que dicho elemento se ha convertido en el icono que más proyección ha dado a Luiaondo, resistiendo como ningún otro todos los envites del tiempo.
Aparte de la cita en la batalla de Padura, la otra gran referencia que la historia hace del árbol en cuestión, es la que se constata en el Fuero de Bizkaia.
El Fuero parece tener su origen en una serie de sistemas de ordenamiento y convivencia y que, similar a lo que sucedía en otros lugares, se basaba en unas costumbres asumidas por la comunidad y que venían aplicándose desde tiempos atrás.
Dichas normas no fueron recopiladas por escrito hasta 1342, en una especie de esbozo que luego daría lugar, tras las ampliaciones y desarrollos correspondientes, al llamado Fuero Viejo de Bizkaia, redactado en 1452. Es ahí donde se cita, en su ley quinta, la obligatoriedad de defender con las armas el territorio que tenían todos los vizcaínos, obligación que finalizaba en el Árbol Malato. A partir de ahí, irían a guerrear con un pago por su servicio, como simples asalariados, pero no sin compensación económica, tal y como debían hacer dentro del territorio vizcaíno. Es la misma disposición del Fuero la que más explícitamente detalla tales aspectos:
«Otrosí dixieron que los caualleros e escuderos e fijosdalgo, así de las uillas como de la Tierra Llana de el dicho Condado de Vizcaia, siempre vsaron e acostumbraron de yr cada e quando el Sennor de Vizcaya los llamase, sin sueldo alguno, por cosas que a su seruicio los llamase, fasta el árbol Malato que es en Lujaondo; e si el Sennor con su sennoría les mandase yr allende de el dicho logar de el árbol Malato, que el Sennor deue el sueldo de dos meses si ouieren de yr aquende los puertos, e para allende los puertos de tres meses. E si dando el dicho sueldo en el dicho lugar que los caualleros, escuderos y fijosdalgo de el dicho Condado acostumbraron e acostumbran de yr con el Sennor a su seruiçio, a do quier que los man/dase. E si el dicho Sennor no les diese el dicho sueldo, en aquel lo/gar de el dicho robre Malato, dende adelante nunca vsaron ni acostumbraron yr con el Sennor sin reçiuir el dicho sueldo. E que los dichos caualleros e escuderos, fijosdalgo así vsaron e acostumbraron, e siempre así les fue goardado por los Sennores de Vizcaya»
Al citar «los puertos», se refiere al comienzo de la Meseta, a los territorios sobre Orduña y más allá.
Esta disposición del Fuero –por otra parte, gracias a la cual sabemos que el árbol era un roble– ha hecho correr ríos de tinta aunque, en la mayoría de los casos, acompañando a una carga de idealismo tal que prácticamente ha desfigurado la realidad. Ésta, como siempre sucede, es menos fabulosa que lo que las apariencias nos muestran.
¿POR QUÉ EL ÁRBOL MALATO? En realidad, sucede que en torno al 1200 se producen en Europa una serie de cambios sociales, económicos y estructurales. Éstos se reflejan en muchos aspectos de la vida y, entre ellos, en la codificación que de los desperdigados derechos feudales existentes se hace, como decimos, en toda Europa. No impermeable a dichas corrientes, también esa tendencia general afecta a nuestro ordenamiento legal. De ahí la redacción del Fuero Viejo.
Al igual que sucede con el Fuero, también la existencia del famoso icono de Luiaondo responde a unas razones más pragmáticas que las que nos han llegado durante siglos a través de las fantasiosas explicaciones.
La interpretación más coherente para aclarar la existencia del Árbol Malato es que durante la Edad Media, por simple subordinación, los aristócratas y nobles acompañaban a los reyes o señores de rango superior en las diferentes aventuras militares que aquellos planteasen, aceptando la misión con la más absoluta obediencia y sin llegar jamás a ponerla en tela de juicio.
Pero con el paso de los siglos, la nobleza va paulatinamente alcanzando cotas más altas de poder y, cada vez asume con más incomodidad el tener que obedecer a los caprichos del Señor, que a partir de las últimas décadas del siglo XIV será el rey de Castilla. Un mandatario que en infinidad de ocasiones les aboca, gratuitamente, a auténticos desastres económicos y humanos. Son éstos unos peajes que la pujante nueva nobleza no está dispuesta ya a asumir. Es más, es tal el poderío que ha alcanzado que llega a desafiar el orden establecido y a negarse a un vasallaje incondicional.
Ante la nueva relación de fuerzas, son pactadas las obligaciones militares con los reyes, señores, etc., así como las condiciones de las mismas.
De hecho, lo que anteriormente hemos visto en el Fuero, no es sino un contrato por servicios militares, una especie de convenio colectivo, con todos los aspectos económicos claramente especificados.
Es éste y no otro el origen del Árbol Malato: una limitación en lo geográfico, una referencia nítida para acotar hasta dónde correspondía el servicio por subordinación y a partir de qué punto comenzaban aquellos encaprichamientos del Señor y cuyas funestas consecuencias no se estaba dispuesto a asumir. No al menos gratuitamente.
EL MONUMENTO. Refiere Iturriza al hablar del Árbol Malato que «…después que por su antigüedad se secó, se colocó en sus raíces una cruz de piedra, costeada por el Señorío, el año 1730, para perpetuar su memoria«. Pero, insistentemente, una vez más, la realidad se nos muestra laberíntica.
Por ello, si pretendiéramos ubicar en el tiempo la existencia del famoso hito, nos percataríamos de que en el momento de la redacción del Fuero Viejo de Bizkaia, en el año 1452, se certifica claramente la presencia física del árbol. Podemos además suponer que, por el simbolismo que se le otorga, sería para aquel entonces un ejemplar de cierta envergadura y edad.
Siglo y medio después, más concretamente en 1603, sabemos que llevaba un largo período desaparecido ya que se expresa la preocupación de que su recuerdo pudiera perderse.
Sabemos este último dato por el acuerdo tomado en las Juntas Generales del Señorío celebradas en mayo de dicho año. El acta dice así:
«Otrossi, atento que el árbol malato que dispone el Fuero de este Señorío, por el trascurso del tiempo se havía perdido y es necesario se buelva en poner en el propio lugar donde antes solía estar y lo dispone el dicho Fuero, se acordó y mandó quel dicho señor Hortuño de Alçaybar y Francisco de Urquiça bayan al valle y Tierra de Ayala y aga poner el dicho arbol con una cruz de piedra con su letrero en que se declara que es el dicho arbol, y cerca dello agan si fuere necessario las diligencias necessarias, que para ello les dio poder en forma»
Pero todo parece sugerir que dicha resolución no se llevó a cabo ya que, en un nuevo acuerdo de 14 de junio de 1609, seis años después, se insiste en la necesidad de perpetuar la memoria del glorioso árbol:
«Así mismo propuso el dicho síndico que si estubiere hecho algún decreto en razón del árbol malato, se guarde y cunpla; y si no hubiere, que al alcalde que es o fuere de la çiudad de Hurduña, se le comete para que plante un árbol en el puesto donde antes solía estar, para que se sepa donde hes el dicho lugar del dicho árbol malato, para en conservaçion de las franquezas y libertades deste dicho Señorío, y que se bea el decreto que se hizo sobre ello en tiempo del licenciado Villabeta y Montoya, corregidor, y el dicho alcalde cunpla como en él se contiene, y aga el dicho alcalde poner en dicho sitio una cruz de piedra con su letrero que diga: «aquy es el sitio del arbol malato«.
Desconocemos si este segundo acuerdo fue ejecutado y se arruinó posteriormente o, lo más probable, que nunca se cumpliese. Decimos esto a tenor de lo recogido en el nuevo acuerdo de las Juntas Generales celebradas en Bilbao en 4 de noviembre de 1723 y que insiste, una vez más, en la necesidad de eternizar el recuerdo del «Arbol Malato que es en el lugar de Luyaondo«. Dice así:
«…en decreto de Regimiento General de diez y siette de Junio año de mill seiscientos y nuebe para que no perdiese la memoria de la sittuacion que ttubo y se conservase la zittada franqueza y exención, se acordó que se plantase otro Arbol en el sitio antiguo y se pusiese una Cruz de Piedra con letrero que dijese: Aqui es el sitio del Arbol Malato. Lo cual parece no haverse executado por omision de la persona a quien se comendo, por tanto Decrettaron y Mandaron sus Señorias queel Señor Sindico General, Don Juan Joseph de Aranguren y Sobrado haga cumplir y que se cumpla el referido Decreto fixando la Cruz de Piedra con la referida inscripcion y lettrero y plantando el arbol en el propio sittio antiguo baliendose para ello de los medios y personas que fuesen designadas«.
Aún así, hasta el año 1730 no se puso por fin la piedra. Casi tres siglos después de su instalación, recordamos aquella fecha al leer la inscripción que observamos en el pétreo monumento:
«Éste es el sitio donde estaba el memorable Árbol de Malato, de que hablan las historias y la Ley quinta del Título primero del Fuero del Muy Noble y Leal Señorío de Vizcaya. Año 1730.»
De sobre si se cumplió la parte del acuerdo que ordenaba también plantar un árbol, no sabemos nada pero es probable que no se llevase a cabo.
El monumento que hoy disfrutamos consiste en una base de piedra cuadrada en la que, en dos de sus caras y a renglón corrido, se encuentra grabado el texto más arriba citado. El material parece ser roca caliza de la zona de Ayala, blanda y quebradiza, por lo que su estado de conservación no es del todo óptimo.
Sobre dicha base se levanta la cruz de piedra, elaborada en mejor roca –probablemente extraída de las canteras de Bitorika (Laudio), antaño famosas por la extraordinaria calidad de sus materiales– y en apariencia bastante más moderna.
No sabemos nada al respecto pero la tradición oral recogida en Luiaondo nos habla de que la parte superior se cayó y rompió en algún vendaval y que por ello fue reparada posteriormente, eso sí, con mejor material.
Igualmente se comenta que dicho monumento estuvo en otra ubicación, justamente en el lado opuesto de la carretera rayante ya que el primitivo camino real pasaba, al parecer, entre las actuales carretera interior y circunvalación del pueblo. Parece coincidir con la descripción que del monumento dio el Padre (Gabriel) Henao (1611-1704) y que lo ubica «cerca de Luyando hacia Amurrio, pasando un arroyo y humilladero dedicado a Santo Domingo de Silos» , cita que no hemos localizado pero que da Micaela Portilla en su Catálogo Monumental-VI (1988).
Pero no todo han sido glorias para el famoso monumento. Prácticamente hasta hace dos décadas, se encontraba en un total abandono, invadido por las zarzas y absolutamente descuidado. Por fortuna para todos, alguien debió conmoverse al ver el lamentable estado y se acometieron unas mejoras del entorno que han contribuido a dignificar del lugar. Para ello se acondicionaron los alrededores y se colocó una nueva placa con el siguiente texto explicativo: «Árbol Malato, hoy cruz, ayer libertad recuperada. Aquí el vasco abandona el arma» y su versión en euskera: «Malato Zuhaitza, gaur egun gurutzea, antzinean zuhaitza, askatasun berreskuratua. Hemen euskaldunak arma uzten du«.
También se plantó un retoño del solemne roble de Gernika aunque, cosas incomprensibles de la vida, fue atacado y destruido –al parecer por motivos políticos– en una noche de irracionalidad. Hoy otro árbol cualquiera, sin pedigree para que la intransigencia no se ensañe de nuevo contra él, da sombra y decoro a la cruz conmemorativa.
EL NOMBRE. El nombre de dicho árbol, malato, ha dado juego para las más variopintas explicaciones. Las más conocidas son las dos que propuso el insigne Antonio de Trueba (1819-1889). Para la primera de ellas la hace derivar de malastu, que él traduce como «lozano». Su segunda hipótesis nos lleva a unos términos diametralmente opuestos al primero: sería a través de mallatu (‘mailatu’), «macerado», «golpeado». Esta ha sido la etimología que más se ha divulgado, probablemente motivada por aquel gesto de clavar las armas en el árbol que las leyendas nos han acercado.
Por nuestra parte preferimos pensar en el término «malato», como «leproso». Recordemos que de la misma raíz surgen los italianos malato «enfermo» o, por ejemplo, malade «enfermedad» en francés.
A favor de dicha hipótesis tendríamos la otra denominación con la que Lope García Salazar designa el célebre árbol en el siglo XV: «árbol gafo«. Con el término «gafo» se denominaban a aquellas personas que por enfermedad degenerativa, solían tener encorvados, en permanente contracción, los dedos de la mano. Era una de las consecuencias más palpables de la lepra. El mismo García Salazar usa el término “malato” para referirse a un enfermo de lepra: «E después fue malato este Constantino. E bautizolo San silvestre e salió del agua del bautismo sano de aquella gafedad…»
Podría, así, sin más, hacer referencia a la disposición o forma del árbol y sus ramas, aunque esta vía daría perfecta cabida a cualquier otro planteamiento.
También nos encaja a la perfección la referencia que se da en la obra conocida como Crónica de Ibargüen-Cachopín que fue compuesta en diversas fases a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI. En ella, al hablar del personaje Íñigo Cadena se dice que «Cadena o Caden, que quiere dezir este bascuençe vuelto en romançe ‘Iñigo Malato’, por mejor dezir, ‘Flaco y Enfermo’ cuyo sobrenonbre le hera muy apropiado por ser entre todos los otros sus hermanos el más ruin y que menos valía dellos».
También parece concordar con la entrada del término malato recogida por Azkue en su Diccionario (1905-1906): ‘achacoso’.
A pesar de que todo parece indicarnos que ésa debe ser la vía etimológica a seguir, no hemos de perder de vista, sin embargo, que a lo largo de la geografía vasca existen varios topónimos como Malatua, Malatuoste, Malatuaga o Malatu y que nos obligarían a buscar en otros espacios idiomáticos.
NOSTALGIAS. Tras la derrota sufrida en las Guerras Carlistas y con la consecuente abolición de los Fueros en 1876, una oleada de pesimismo y nostalgia se instala en el País Vasco. Las referencias a la pérdida de algo que se tenía como pilar estructural de la sociedad vasca y que es arrebatado bruscamente, por la fuerza, son continuas. Ello hace que los Fueros, las libertades vascas y, cómo no, incluso nuestro Árbol Malato, queden idealizados como nunca antes lo habían estado.
Irrumpen así una serie de escritores, pintores, etc. que intentan acercarnos por medio de sus obras a la perfección que, al parecer, se había dado hasta la ley de la abolición foral.
Sin duda la literatura neo-medievalista de Antonio Trueba, Juan Araquistain o Vicente Arana, creó un caldo de cultivo perfecto para inspirar infinidad de obras pictóricas con alusión mítica a los viejos fueros, Jaun Zuria, etc. Este tipo de obras son especialmente abundantes en la década posterior a 1880.
Uno de ellos será el cuadro titulado El árbol malato y que su autor, Mamerto Seguí Arechabala (1862-1908) realizó en 1882 en Roma. El óleo le reportó, además, el segundo premio de la Exposición Provincial del mismo año y que habían organizado conjuntamente la Diputación de Bizkaia y el Ayuntamiento de Bilbao.
En él se representa en grandes dimensiones –la imagen supera los dos metros de altura– a Jaun Zuria en el Árbol Malato, tras la batalla de Padura, adoctrinando a sus aguerridos soldados sobre cuál es el punto que deben guardar para siempre en sus memorias. Por ello en el cuadro, por querer exclusivamente realzar el mito, el paisaje parece no tener importancia alguna. Por el contrario, toda nuestra atención es acaparada por la inevitable nos impone la figura de Jaun Zuria, ligeramente elevado sobre las gruesas raíces del recio roble, el árbol sagrado de los vascos.
Sobra decir que las armas y vestimentas representadas están lejos de cualquier rigor historicista pero no tiene demasiada importancia ya que el autor busca tan sólo recrear un paisaje de gran carga política, henchido de tanta mitología que hiciese superar la depresión anímica provocada, como hemos dicho, por la pérdida de los Fueros y mantener viva la esperanza de poder recuperarlos algún día.
Lo que está fuera de duda es la fuerza del conjunto, de la composición, con una intensidad expresiva tal que llega a sobrecoger. Hoy es una de las piezas más seductoras del Museo de Euskal Herria, ubicado en el Palacio Allendesalazar de Gernika y en donde puede disfrutarse en toda su plenitud.
También como muestra de idealización ante el legendario origen del Árbol Malato, existen unos versos de corte épico medieval y que dicen
«Odoldurik heldu ginian / mallatu arbola onetara / eta urren datozenak bere / alan ikusiko gaitubela» // «Cubiertos de sangre llegamos a este Árbol Malato, y los que osen a volver nos verán del mismo modo«, en clara alusión a la batalla de Padura.
No hemos conseguido dar ni con el autor ni con la fecha exacta de dicha poesía si bien lo documentamos por primera vez en En defensa de los fueros de Vizcaya (1837) de Jose Zarrabeitia, en una época en que empiezan a ser cuestionados y atacados los fueros vascos. Por ello, bien podría ser su autor.
«Odolduric heldu guinian Mallatu arbola onetara, Eta urren datozanac bere Alan icusico gaitube.
Asimismo, repite estos versos, algo variados, Mañé i Flaquer en su obra El Oasis (1880): «La lengua euskara que aun se habla en Luyando reclama para sí el nombre del árbol Malato, bien sea este nombre corrupción del verbo vascongado malástu, que indica lozanía ó bien lo sea del adjetivo mallátu que equivale a macerado, magullado ó señalado á golpe. En confirmacion de esta última hipótesis, parece venir un antiquísimo cantar euskaro que dice:
Odolduric éldu guinian mallátu arbóla onetará eta urrén daoezanac beré alan icúsico gaitubebá»
Juan Gorostiaga también la recoge, en la obra Épica y lírica vizcaína antigua publicada en 1952. En ella dice que, en las alegaciones que el Padre Henao (1611-1704) hizo para tratar de resolver si el árbol del escudo de Bizkaia era el roble de Gernika o el de Luiaondo, y nombre además de las crónicas de Lope García Salazar, una «copla vulgar en Vizcaya y no de muy buen romance» y que refiere así:
Llegamos ensangrentados / en el árbol donde veis / porque nos pinten con armas / los venideros después
A pesar de la discordancia, no cabe duda de que estamos hablando de la misma poesía.
LA BATALLA DE PADURA (ARRIGORRIAGA). Existe una leyenda en Bizkaia que ha sido transmitida a través de los siglos y que sin duda es la más conocida de entre todas las que han surgido en su territorio.
Según la misma, en las últimas décadas del siglo IX y en una fecha sin mayor precisión, hubo una gran batalla en Arrigorriaga y que fue de vital importancia para el nacimiento de Señorío de Bizkaia.
Al parecer, habiéndose dado ciertas desavenencias y disturbios entre don Zenón –heredero de las tierras de Bizkaia– y el rey de Asturias Alfonso el Magno, retuvo éste cautivo al primero en Oviedo. Tras varios años de padecimientos, exhausto, falleció don Zenón.
Humillados y dolidos los vizcaínos por la pérdida de su caudillo, se sublevaron contra el rey Alfonso. Éste, para poner orden en aquella incómoda situación, envió sus ejércitos a Bizkaia, capitaneados nada menos que por su hijo, el príncipe Ordoño.
Al campo de batalla salieron los vizcaínos, guiados por un personaje llamado Jaun Zuria y que a la sazón se convertiría en el primer Señor de Bizkaia algo que, como veremos más adelante, choca con la documentación conocida.
Vencieron los vizcaínos y persiguieron a los asturianos y leoneses hasta el Árbol Malato de Luiaondo, dejándoseles huir a partir de dicho lugar.
Al parecer, fue tan cruenta la batalla, tanta la sangre derramada, que las piedras del lugar quedaron totalmente rojas. De ahí que al lugar se le llamase a partir de entonces Arrigorriaga, de harri («piedra») y gorri («roja(s)»), denominación hoy que se corresponde con el conocido municipio vizcaíno.
Dice también la tradición que los muchos vizcaínos fallecidos fueron enterrados, a modo de honor, en el mismo campo de batalla. También falleció el príncipe enemigo Ordoño, al que se le reservó, por decencia, un enterramiento digno de su categoría. Así fue creado un gran sepulcro de piedra, con una hermosa cruz de piedra tallada en su tapa, y que aún puede verse en la entrada de la iglesia parroquial de Sta. Mª Magdalena de Arrigorriaga. Los expertos en este tipo de elementos no dudan al datarlo en el siglo XV algo que, como veremos, pone en duda el origen mitológico atribuido.
A pesar de ello, la creencia de que dicho elemento ha pertenecido al hijo del rey Alfonso, parece constatarse ya desde épocas notablemente antiguas. Así, en la partida bautismal de una criatura abandonada en la puerta de la iglesia y fechada a 20 de abril de 1621 se dice que «…se halló una criatura junto a la puerta principal en el cementerio de la iglesia de La Magdalena de Arrigorriaga, sobre la piedra del sepulcro del príncipe de León que está sita junto a la dicha puerta…».
Al parecer el sepulcro fue expoliado durante las invasiones napoleónicas de principios del XIX. Lo recoge perfectamente el catalán Mañé y Flaquer en su libro El Oasis (1880):
«…El cadáver permaneció intacto hasta que los franceses invadieron Vizcaya. Al saber los invasores que aquel era el sepulcro de un príncipe, tentados sin duda por la codicia, creyeron hallar alhajas de oro y plata, levantaron la tapa, arrojaron al suelo las cenizas y se llevaron una enorme espada que se conservaba dentro. Cerca de este sepulcro existe un disco de piedra, evidentemente muy antiguo, que fue traído de otro punto del mismo valle«.
Hace referencia a una estela funeraria medieval que aún puede verse junto al sepulcro y que procede de la cercana necrópolis de Finaga. Por su tipología debió ser realizada en el siglo IX o X, es decir, fechas que en esta ocasión sí son más cercanas a la mítica confrontación bélica.
Retomando de nuevo la leyenda de la batalla de Padura, al parecer, en los momentos más cruentos del enfrentamiento, vio Jaun Zuria –el dirigente de los vizcaínos– cómo atravesaron el campo dos lobos con sendos corderos en sus fauces. Por eso, y por inmortalizar el momento más eminentemente histórico del Señorío, se incorporaron como iconos al escudo de Bizkaia. En realidad, los lobos de Bizkaia proceden del apellido de los Haro, Lope (‘lobo’).
También existen vagas referencias a un par de cuadros de óleo que existieron en el salón de sesiones de la casa consistorial de Arrigorriaga y que debieron hacer referencia a la batalla del lugar. Uno de ellos, según nos refieren las noticias que de ello nos han llegado, se encontraba muy deteriorado. En el otro había «una curiosa inscripción» alusiva a los hechos de Jaun Zuria. Pero no sabemos nada más; nadie recuerda ya referencia alguna de aquellos cuadros. El historiador local Juan José Agirre nos sugiere que debieron perderse en el incendio que arruinó la casa consistorial hace más de medio siglo.
ENTRE EL MITO Y LA REALIDAD. La noticia de la batalla de Padura nos llega por dos vías. La primera es del conde Barcelos, escrita en el siglo XIV. La misma leyenda pero con algún aditamento más la publica posteriormente Lope García Salazar en el siglo XV. Es ésta la segunda constatación de la leyenda y a su vez la más conocida y sobre la que se han creado otras muchas versiones posteriores, eso sí, cada vez con mayor aporte de elementos fantasiosos.
Por su belleza e interés reproducimos a continuación la cita de las Bienandanzas y fortunas, obra escrita en el período 1471-1475 por Lope García Salazar. Para facilitar su comprensión se han realizado ciertas adecuaciones lingüísticas, especialmente ortográficas. Dice así:
«Siendo este don Zuria hombre esforzado e valiente con su madre allí cavo Mondaca, en edad de XXII años entró un fijo del Rey de León con poderosa gente en Vizcaya, quemando e robando e matando en ella porque se quitaran del señorío de León. E llegó hasta Baquio. E juntados todos los vizcaínos en las cinco merindades, tañendo las cinco bocinas en las cinco merindades según su costumbre en Gernjca. E habiendo acuerdo de ir pelear con él para lo matar o morir todos allí. E enviáronle decir que querían poner este hecho en el juicio de Dios e de la batalla aplazada a donde él quisiese.
E por él les fue respondido que él no aplazaría batalla, sino con Rey o con hombre de sangre real y que les quería hacer su guerra como mejor pudiese. E sobre esto acordaron de tomar por mayor e capitán de esta batalla a aquel don Zuria que era nieto del rey de Escocia. E fueron a él sobre ello e halláronlo bien presto para ello. E enviando sus mensajeros, aplazaron batalla para en Padura, cerca de donde es Vilvao. E llamaron a don Sancho Astegis, señor de Durango, que los viniese a ayudar a defender su tierra. E vino de voluntad e juntose con todos ellos en uno. E habiendo fuerte batalla e mucho porfiada e después de muchos muertos de ambas partes, fueron vencidos los leoneses e muerto aquel hijo del Rey e muchos de los suyos. E murió aquel Sancho Astegis señor de Durango e otros muchos vizcaínos.
E siguieron el alcance matando en ellos, que no dejaban ninguno a vida, hasta el árbol de Luyaondo. E porque se tornaron de allí pesándoles, llamaron el árbol gafo. E los leoneses que escapar pudieron, salieron por la peña de Gorobel que es sobre Ayala. E como encima de la sierra dijeron ‘a salvo somos’, e por eso la llaman Salvada. E porque en Padura fue derramada tanta sangre, llamaron Arrigorriaga, que dice en vascuence peña viciada de sangre, como la llaman ahora«.
En realidad no existe constancia documental alguna de aquella batalla de Padura por lo que, a pesar de que sí que sabemos que se dieron una serie de rebeliones y levantamientos contra los afanes expansionistas de aquellos nuevos reinos occidentales de Asturias y León, no podemos, por cautela, ubicar la épica batalla fuera del terreno de las leyendas fabulosas.
Tampoco tiene lugar en la documentación histórica el referido Jaun Zuria porque, como sabemos, el primer Señor de Bizkaia constatado es Eneko López.
A ello debemos añadir que, según los estudios realizados parece ser que la leyenda de la batalla de Padura se crea en torno al siglo XIV, casi quinientos años después de los hechos descritos y que, por la cronología de los personajes referidos, debieron suceder en las últimas décadas del IX.
Quienes conocen con más profundidad la época medieval, opinan que la leyenda no es sino una invención para explicar la situación política de la Baja Edad Media, marcada por la necesidad de fijar por escrito las relaciones entre el Señor de Bizkaia y el Señorío y los derechos, obligaciones, impuestos o rentas que a cada uno correspondía. Es decir, surge para dar credibilidad y estabilidad a una situación que, siendo novedosa, pretende presentarse como netamente tradicional y perteneciente a la personalidad misma del Señorío. Es, por así decirlo, una voluntad de explicarse a sí mismos su propia identidad.
Como una bola de nieve, la leyenda va cargándose de más y más elementos según pasa el tiempo y así se convierte en el mejor oráculo para poder explicar, basándose en una tradición como decimos inexistente, cualquier aspecto referido al Señorío.
Esto se produce fundamentalmente a partir de la abolición foral, cuando la leyenda había dejado ya de ser un instrumento útil para explicar la situación del momento, y pasa a convertirse en un mecanismo de autodefensa frente a las agresiones del centralismo borbónico.
Inmersos ya como estamos en el siglo XXI, tan sólo nos queda luchar para que esa cruz que encontraremos cada vez que pasemos por Luiaondo, un pueblecillo ayalés entre Laudio y Amurrio, vuelva a convertirse en elemento mítico, no ya para justificar ningún aspecto histórico, sino para gozarlo, ahora que lo conocemos un poco más, con toda la intensidad que se merece.
OHARRA: gaurko egunean, omenaldi xume bat egin dio Luiaondo herriak bere sinbolorik esanguratsuenari. Eskerrik asko bertaratu zareten guztiei.
El personaje de Olentzero que tan incuestionable nos parece hoy, poco o nada tiene de tradicional entre nosotros y sí mucho de una necesidad ideológica de un momento concreto, siendo luego bien espoleado por el comercio, siempre ansioso de mover las cajas registradoras. Y no está mal del todo y de hecho me encanta para celebrarlo. Pero no soporto que ello conlleve una matarrasa de todo lo anterior, de lo propio y genuino. Tanto que lleguemos a olvidar quiénes somos y de dónde venimos. Así es que vamos a revolver un poco, como un modo de lucha revolucionaria y antisistema contra el olvido generalizado.
EL SOL Y EL FUEGO. Nuestra celebración navideña se debe —como a estas alturas todos sabemos— no a la rememoración del nacimiento de Jesucristo sino a unos antiquísimos ritos previos consistentes en la adoración al sol, costumbres que el cristianismo enmascarará posteriormente con esa efeméride natalicia inventada ad hoc para adueñarse de ellos.
En estas fechas tan entrañables celebramos el inicio del invierno en nuestros calendarios actuales o, quizá mejor, tal como se percibe en los países del norte de Europa, el día central del invierno, ya que es ahora cuando menos fuerza tiene el sol y comienza a resurgir.
También sabemos que aquellos ancestrales ritos de adoración al sol se materializan entre nosotros por medio del fuego, una especie de delegación simbólica de aquel astro en la Tierra. Un fuego que en las fechas señaladas del ciclo solar adquiere siempre un carácter mágico, purificador, benefactor y protector para sus súbditos los humanos. Es el sol el que da y quita la vida a esa naturaleza de la que nos sustentamos.
La especulación sobre la posible antigüedad de esa veneración al fuego solar es algo que estremece. Pero prueba de ello es que, de un modo u otro, se lleva a cabo en prácticamente todas las culturas del mundo. Es decir, es algo en apariencia inherente a nuestra existencia como seres humanos.
EL TRONCO PRODIGIOSO. Con los nombres de eguberri, gabon, gabonzuzi,gabon-subil, gabon-mukur, olentzero-enbor, onontzoro-mokor, subilaro-egur, suklaro-egur, sukubela, porrondoko... recogió J. M. Barandiaran en toda la geografía vasca la costumbre de traer desde el bosque hasta el hogar un gran tronco cuyo destino era el ser «sacrificado» en el fuego, quizá ofrendado al sol para atraer su protección y prosperidad en el futuro más cercano. Debía de arder durante esa noche solsticial —Nochebuena— y así poder convertirse en algo mágico, dotado de poderes sobrenaturales.
«El tronco que en Trespuentes ardía por Nochebuena en el hogar lo traía hasta la cocina una pareja de bueyes y allí estaba en el fogón durante todo el año. En Larraun, como en la mayoría de los pueblos, ardía en el hogar sólo durante Nochebuena; en Llodio y en Salvatierra hasta la última noche del año...» contaba el sacerdote de Ataun en unas densas notas que, por su interés, reproducimos completas al final de este post.
De la gente entrevistada en Laudio —mi pueblo de nacimiento—, nadie lo recuerda hoy [con posterioridad conseguí un precioso testimonio: El tronco navideño de Goirizabal]. Aunque sí las vagas referencias de algunas personas mayores de los cercanos Luiaondo (Aiara), Okondo o Saratxo (Amurrio). Su ceniza bendecía los campos y ayudaba a mantener la buena salud del ganado.
OLENTZERO. Curiosamente ese madero mágico de Nochebuena recibe el nombre de Olentzero en algunos rincones de nuestra geografía, en referencia a la bondad de los augurios de esa noche, al instante estrictamente navideño, nada que ver con el personaje que hoy conocemos. Sí tenemos referencias, claro está, de un complejo personaje mitológico que simboliza estas fechas solsticiales o al menos actualmente comparte su nombre. En cualquier caso, nada tiene que ver con un carbonero, el mito moderno actual. Por no extendernos, dejamos para otra ocasión la profundización en la metamorfosis histórica de ese personaje.
Concuerda con el hecho de que no se hable de ningún carbonero ni personaje ni nada similar en la primera referencia de esa palabra, como es sabido, a manos de Lope Martínez de Isasti (Lezo, 1565-1626). Su explicación no deja lugar a dudas: «A la noche de Navidad [llamamos] onenzaro, ‘la sazón [la época] de los buenos’». Tampoco en las siguientes citas documentadas, limitadas a describir con ese término el período de tiempo de esas fechas mágicas. Lo aclara a las mil maravillas un dicho popular mucho más tardío recogido por R. Mª Azkue (Euskalerriaren Yakintza) de un Almanaque bilbaíno de 1897: «Onezaroz leihoan, Pazkoetan sua» [‘Por Navidades en la ventana, en Pascua junto al fuego’]. Es decir, que ha de hacer invierno cuando toca porque, si se altera el orden natural, nos golpeará su crudeza en primavera, cuando más perjudicial es para las cosechas. Algo similar al «Cuando marzo mayea, mayo marcea» con el que mi madre sentencia el firmamento cada vez que mira por la ventana. Una y otra vez. Año tras año. Con la pasión de quien cree estar desvelando algo hasta entonces desconocido.
Nunca encontramos en los registros mínimamente clásicos de nuestra lengua carbonero alguno bajo en nombre de Olentzero. Sospecho por ello que lo inventaríamos a fines del XIX o, quizá incluso, a principios del XX.
En cualquier caso, no es difícil de hacer una extrapolación para sugerir que podrían identificarse perfectamente la extracción de un llamativo tronco del bosque y la labor de los carboneros en las más apartadas montañas, la idealización moderna del concepto de Olentzero.
TIÓ DE NADAL, TIZON DE NABIDAT. La misma concepción de ese tronco navideño que conlleva la prosperidad y la bondad lo tenemos en el Tió de Nadal, –también llamado tronc(a), soca, xoca, cachafuòc o soc de Nadal…– de las culturas circumpirenaicas de Cataluña, Andorra, Occitania y Aragón, un tronco al que se cuida y “alimenta” en casa hasta que en Nochebuena se le hace “defecar” todos los alimentos, regalos, etc. poniendo un fin simbólico al hambre y las penurias.
Una referencia con un mayor valor etnográfico si cabe podemos observarla en una plegaria ritual recogida en Escalona (Huesca) y en donde, en el momento de prenderle fuego, el más viejo o dueño de la casa solicita al madero navideño todo tipo de favores con los que, prácticamente, se hace una definición de lo que se considera felicidad:
«Tizon de Nabidat tu yes o tronco d’a casa por ixo yo bendizco con bin esta troncada en nombre de Dios y o nino que baxa ta la tierra ta que ta ista casa traigas a felizidat más plena. O primer trallo ta tu, porque tu tot lo nabegas. O segundo por nusatros que nos des salut a espuertas. O terzero ta que niebe y se críen as cosechas. O cuarto ta que as arreses no se disgrazien ni mueran. Y o quinto ta que a Paz nos espante toda guerra».
YULE LOG EUROPEO. Nuestras ancestrales costumbres han sido compartidas por los países del norte de Europa, con el nombre de Yule log–hoy reducido en muchas ocasiones a una tarta con forma de madero–, el Christklotz…unos grandes troncos, símbolos por excelencia de la Navidad, y que se acarreaban hasta el hogar para que éste quedase bendecido con su simple presencia. Es exactamente lo mismo que tan arraigado aparece en nuestras costumbres locales vascas.
Antiquísima cultura europea común basada en una religión de adoración del bosque… Una vez más, otro camino diferente nos conduce hasta la misma piedra angular.
ÁRBOL DE NAVIDAD. Curiosamente, en estos días que ahora nos toca vivir, muchos de nuestros hogares, calles y plazas se encuentran decoradas con el árbol de Navidad. Es una costumbre moderna entre nosotros pero que a su vez, con su importación, cerramos el círculo del culto al árbol que nuestros antepasados practicaron: recogemos de fuera lo que perdimos aquí.
En efecto, la moda del árbol adornado en nuestros hogares la importamos en su día de Francia y ésta, a su vez, a mediados del XIX, de los países germánicos. En su lugar de origen –Alemania y Escandinavia– con él se adoraba al dios Frey, el responsable del sol, la prosperidad y la lluvia: mitología en su estado más esencial.
De ahí que se adorne con regalos, comida, felicidad… colgando de sus ramas como reclamo y preludio de esa prosperidad que con él auguramos. Hablamos sin duda de lo mismo, de aquel árbol que con gran esfuerzo arrastraban desde el bosque hasta nuestros hogares para que portase la abundancia, fecundidad y felicidad a la comunidad que allí vivía. Idéntico fin y origen que esa expresión de «próspero año nuevo» que una y otra vez repetimos casi sin ser conscientes de ella.
Ahora hemos de conformarnos con un personaje de diseño idealizado para las fiestas solsticiales y que por su complejidad ya trataremos en otra ocasión. Nada que ver ni siquiera con aquel último gentil, el único que no se inmoló al ver nacer a Jesucristo y que —cuenta la leyenda— descendió al valle a dar la noticia de que empezaba una nueva era.
Un afinado Olentzero el actual, recién casado con una esposa impuesta por conveniencia, último grito en modernidad. Una modernidad que de nuevo queda desfasada porque, dicen, Olentzero y Mari Domingi refuerzan el modelo heterosexual como única opción de emparejamiento, condenando al ostracismo a las demás opciones amorosas o familiares. En fin…
Tampoco hoy en día puede citarse que le gusta beber vino con fruición. Ni puede mostrar su pipa porque incitaría a fumar a los más pequeños. Un personaje, para más deshonra y ofensa, al que hemos añadido un saco repleto de regalos a la espalda que nunca hasta entonces había llevado. Unas dádivas que los niños reciben tras haber escrito una carta con sus infantiles deseos y que puntualmente recoge un emisario de nuestro orondo Olentzero. Y si se le puede poner un zapato para que identifique a cada uno de la familia, perfecto. Eso sí, como es carbonero, entrega carbón a quien se ha portado mal. ¿Nos suena de algún otro lugar, verdad?
En resumen, lo único cierto de esta historia es que hemos creado un San Nicolás o Santa Claus “a la vasca”, diseñado a medida hace unas pocas décadas: ya tenemos el Euskal Papa Noël, el sustituto perfecto para los Reyes Magos. Cuando no lo hacemos posar junto a una mula y un buey…
LOS REGALOS. Por cierto, personaje éste de Santa Claus que comenzó a hacer regalos de juguetes,etc. a los más pequeños en torno a 1820, auspiciado por el comercio. O la réplica comercial de aquél, nuestros Reyes Magos cuyos «regalos de siempre» comenzaron en 1850… Dicho de otro modo: ayer. Y de ahí nuestra también «ancestral tradición» de los regalos de Olentzero que nunca hasta estas últimas décadas lo había hecho.
LA INFELICIDAD DEL OLVIDO. Y no es que esté en contra de la actualización, readecuación de nuestras costumbres, porque en el fondo siempre han sido cambiantes en el tiempo y porque, bienvenidos sean los cambios si ellos ayudan a su perduración. Pero a su vez, mientras alentamos esos nuevos mitos y leyendas, dejamos escapar sin siquiera ningún guiño de añoranza aquello que durante siglos fue nuestra esencia, el alma de nuestra cultura. Ni una sola referencia en ninguna publicación ni una breve explicación sobre nuestro tronco navideño en la más remota escuela infantil. Nada de nada.
No parece posible que sea cierto lo que estoy contando ¿verdad? Con lo celosos que somos los vascos para nuestras tradiciones…
Así es que os deseo mucha felicidad a todos/as y un “próspero” año nuevo. Comprad lotería para ver si os toca, que yo me quedo conforme pegado al tronco de árbol que arderá, más mágico y atávico que nunca, en el fuego de Nochebuena. Porque bien es sabido que es el fuego el que da nombre al hogar. Eso ya es suerte de por sí, un auténtico premio. Eguberri on.
ANEXO: TEXTO DE J. M. BARANDIARAN SOBRE EL TRONCO DE NAVIDAD (1956)
«El tronco que en Trespuentes ardía por Nochebuena en el hogar lo traía hasta la cocina una pareja de bueyes y allí estaba en el fogón durante todo el año. En Larraun, como en la mayoría de los pueblos, ardía en el hogar sólo durante Nochebuena; en Llodio y en Salvatierra hasta la última noche del año. En Esquiroz y en Elcano ponen al fuego tres troncos: el primero para Dios, el segundo para Nuestra Señora, el tercero para la familia. En Eraso y en Araquil ponen, además, un madero para cada uno de los miembros de la familia y otro para el pordiosero. En Olaeta encienden en el hogar un tronco de haya durante la última noche del año y queman a su lado todo lo que queda del tronco del año anterior. Por haber estado al fuego durante la Nochebuena o en el último día del año, Gabonzuzi tiene virtud especial. Con su fuego preparan la cena de Nochebuena en Oyarzun.
En Abadiano y en Anzuola hacen lo mismo; además, después de la cena, la familia se agrupa en su derredor para calentarse. En Elduayen procuran hacerle arder a gran fuego, a fin de evitar, según se lo dicen a los niños, que descienda de la chimenea el personaje Olentzaro, armado con una hoz, a quitar la vida a cuantos viven en la casa.
En Esquiroz colocan el tronco o Gabonzuzi consagrado a Dios en el umbral de la puerta principal de la casa el primer día del año, o el día de San Antón, y hacen pasar por encima a todos los animales domésticos. Creen que así los animales no morirán por accidente durante el año. La misma costumbre existía también en Oyarzun y en Araquil. En Salvatierra creen que Gabonzuzi tiene la virtud de alejar las tempestades y lo ponen al fuego cada vez que se acerca una tormenta.
En las casas donde hay toro semental practican lo siguiente: colocan al fuego en el hogar dos palos durante la cena de Nochebuena; ambos se queman algo por un extremo; hienden luego el más largo de los dos por el extremo quemado y colocan el segundo atravesado en la hendedura del primero de modo que ambos formen una cruz; ésta es llevada al establo donde se halla el toro y clavada o colgada de un muro o poste. Con esto creen que el toro no tendrá durante el año el mal conocido con el nombre maminpartidu.
En Aezcoa recogen el carbón y la ceniza producidos por la combustión de Gabonzuzi. Cuando una vaca tiene endurecida la ubre, ponen al fuego tales residuos y aplican su sahumerio a la ubre enferma. En Amorebieta dicen que el nochebueno o Gabonzuzi evita que la comadreja perjudique a quienes viven en la casa o a sus animales. No dejan que se apague el fuego del hogar durante la Nochebuena para evitar que alguno de la familia muera durante el año.
En Bedia conservan el tronco o sus carbones, pues piensan que asi continúa bendecida la casa. La ceniza producida al quemarse ese tronco en el hogar es conservada hasta el día de San Esteban en Ibárruri. Ese día la llevan a las piezas de cultivo y es esparcida en forma de cruz en la tierra. Así piensan que los animales dañinos morirán.
Según creencia de Liguinaga el nochebueno influye en que sean hembras los corderos que nazcan en el rebaño. Cuando muere una persona le ponen al lado Gabonzuzi en Eraso. En Olaeta ese tronco, que allí arde en la última noche del año, es retirado después de la cena y colocado en el establo a fin de preservar de enfermedades a los animales allí recogidos».
Una vez más, la coincidencia de fechas es la disculpa ideal para hurgar en la historia y rescatar para la memoria del siglo XXI aquellos hechos olvidados de nuestro pasado.
En efecto, un día como hoy, 14 de noviembre, pero de 1880 se publicó en el diario Noticiero Bilbaíno la curiosa noticia que relata un suceso acaecido la víspera –13 de noviembre de 1880– y que llamó en sobremanera la atención «en el Arenal de Bilbao vimos ayer de 25 a 30 carros de castaña destinada al embarque para la isla de Cuba y procedente, si no estamos equivocados, de los castañares de Balentza que median entre el valle de Oquendo y los de Llodio y Luyando. No recordamos haber visto hace muchos años embarque de este fruto y por eso ha llamado mucho nuestra atención y la del público en general…»
Hace referencia al barranco de Markuartu, conocido como Balenchana en castellano y Balentxa en euskera, actualmente derivado a Balintxa. Pero, al citar Okondo o Luiaondo incluso, podemos pensar que por extensión se refiere a todo el monte Pagolar, rebosante de castaños en otra época y con abundantes kortinas (cortinas: cercados para proteger del ganado la cosecha de castañas apilada en el monte). A mí, tirando del cordón umbilical y del recuerdo de mis antepasados, estas historias me conectan con la kortina situada en el paraje conocido como Mendi, del citado monte Pagolar por parte paterna y con la de Ubieta (Olarte) por la materna.
Y es que también mis abuelos –paternos y maternos–, como la mayoría de los baserritarras del lugar, vendían las castañas de las kortinas para Bilbao, procurándose así unos jugosos ingresos dinerarios que pronto invertirían al adquirir productos de primera necesidad. Su entrega se negociaba los domingos en la plaza de Laudio, a donde acudían vendejeras bilbaínas que luego llevarían los sacos en el tren. Otros laudioarras como José Izagirre, cosechaban y compraban en grandes cantidades para bajarlas ellos mismos en carros al potentado Bilbao y así evitar intermediarios. Lo mismo que Evaristo Murga Gorbea (1865) de Luiaondo, cuyos nietos rememoran que enviaba a la villa “varios vagones llenos de castañas” para su venta.
En cualquier caso, no era necesario contar con kortinas en el monte para ello ya que, en cantidades tan inconmensurables, era en ocasiones inviable. De ahí que también se apilasen las castañas en los caseríos, almacenadas bajo cubierta cuando había espacio, o amontonadas y tapadas en cualquier era frente a la casa. Recuerdo asimismo cómo el pastor Fernando Ibarrola (Larrazabal, Laudio) me refirió en cierta ocasión que su abuelo –asimismo llamado Fernando Ibarrola y nacido en 1870– contaba que iban a la cama y por todas las dependencias del caserío caminando sobre miles de castañas que habían almacenado dentro de casa, pues eran unos de los grandes comerciantes del lugar.
Pero esas cantidades que nos parecen hoy inmensas y de las que aún tenemos referencias orales no eran sino la punta del iceberg de un pasado más esplendido en cosechas de castaña. Nos referimos a cuando el preciado fruto vasco se exportaba en grandes barcos que partían desde Atxuri (Bilbao) hacia Flandes y Países Bajos. ¿Para qué? Pues, al margen del evidente destino comestible, se demandaba por su cáscara, usada en el tinte de bayetas tipo gamuza.
Así es que se cosechaba «…exportándose ya en aquella época una gran parte al extranjero, aplicando su pellejo para teñir los paños» (Iturriza, 1787).
También nos lo recuerda con más concreción y en referencia a Laudio el escritor catalán Mañé i Flaquer en su obra El Oasis (1878):
«A fines del último siglo se cosechaban en el Señorío anualmente unas cien mil fanegas de castaña, y aun en el primer tercio del siglo presente casi todos los pueblos de Vizcaya tenían en sus cercanías bosques de castaños de aprovechamiento común y la echada de la castaña era ocasión de fiesta y regocijo para los aldeanos, pues llevaba a sus hogares un importante elemento de su existencia. La cosecha de castaña servía no solamente para el consumo de la casa, sino que también proporcionaba un auxilio pecuniario no despreciable, pues se enviaba en gran cantidad á países extranjeros, donde se utilizaba en el doble concepto de alimento muy nutritivo y sano y de materia tintórea en la fabricación de paños y bayetas, así como hoy se aprovecha para hacer con ella una pasta con la cual se fabrican los muñecos que aquí pagamos muy caros»
Sobre Laudio añade que «En Vizcaya hay castañares muy buenos, tanto por su lozanía, como por la abundancia y buena calidad del fruto, […] Los que hay en Belenchano, entre Llodio y Oquendo, que atravesaremos luego, son muy extensos y lozanos y aunque se hallan en territorio de Álava están situados en la zona de Vizcaya» en referencia una vez más a nuestra zona de recolección.
A falta de un buen trabajo de investigación en los registros de mercancías portuarias de Bilbao, sabemos sin embargo que la exportación de la castaña a Flandes tuvo su mayor esplendor antes de fines del siglo XVII, ya que los franceses, a la vista del potencial negocio que ello suponía, plantaron bosques extensísimos de un nuevo castaño –el castaño de Indias– que fue llevado desde Constantinopla a Francia en 1615. Al ser más voluminoso su fruto, poseía más cáscara que las castañas vascas por lo que eran más interesantes. Además, la duración y el coste del porte en barco se reducían en gran manera. Así es como, sin desaparecer, sí comienzan a declinar aquellas exportaciones del preciado fruto vasco.
Hasta ese punto de inflexión que marca el paulatino descenso fue tal magnitud la exportación que, a fines del XVII, «…la villa de Bermeo se había opuesto a la extracción de la castaña para reinos extraños. Pero el Señorío la había defendido alegando que era la cosecha muy superior al consumo interior y de su exportación resultaba al país el doble beneficio de lo que lucraba con su venta y de que los buques que la llevaban al extranjero se comprometían a traer de retorno trigo y otros alimentos de que carecía el país, con lo que aquí se moderaba mucho el precio de los cereales»
También en 1703 se acordó imponer un real a cada fanega exportada «…con destino al pago de réditos de censos contraídos para la fortificación y defensa de la costa el mismo Señorío: constituía un arbitrio de mucha entidad» tal y como recuerda el diario que da pie a esta reflexión.
Pero ya para 1787 nos recuerda Iturriza lo decadente del negocio usando un “apenas” que parece añorar tiempos pasados mejores: «en la actualidad apenas se cogerán en Vizcaya setenta mil fanegas anuales, de las cuales se exporta una gran parte al extranjero: en el año en que escribo este libro (1787) vale la fanega de castaña once reales».
Asimismo es digno de atención el documento que en su día nos facilitó el investigador Alberto Santana en el que se relata un plantón y bronca de unos comerciantes de castañas orozkoarras acaecido en un lluvioso 23 de noviembre de 1780. Todo sucedió porque al entregar en la lonja del embarcadero de Atxuri las 1.200 fanegas de castaña –unas 50 toneladas– el comprador quiso forzar a la baja el precio de compra acordado en 15 reales por fanega a 11, acabando la operación mercantil en un gran tumulto.
Pero lo curioso del documento es la información añadida que aporta ya que la transacción económica se había negociado por Joachim Roussellet, mercader de Nancy –ciudad de Francia próxima a Luxemburgo– que contaba con su despacho en Bilbao y su agente local el laudioarra Manuel de Goikoetxea, quien había subcontratado con aquellos jóvenes orozkoarras la apreciada mercancía de sus castañares.
Al margen del puerto de Bilbao, también se embarcaban exorbitantes volúmenes de castaña procedentes de Enkarterrien Zubileta, punto del río Cadagua hasta donde ascienden las mareas de la ría para hacerlo navegable. Porque también esta comarca era una muy gran productora.
No en vano, es en el Fuero de las Encartaciones (1503) en donde encontramos la primera referencia a las kortinas o kirikino-hesis, aquellos cercos de almacenamiento de castañas con sus erizos, indicando además qué condiciones técnicas habían de reunir:
«…la senbradura que es hecha en monte de concejo e castannos e cortina e vivero se han de defender con seto suffiçiente […] segun costunbre antigua, ha de estar mas çerrado e mas defendido/ e ha de aber ocho palmos de ençeas en largo e vn palmo so tierra e ha de aber tres hiladas de verdugas texidas con las ençeas e/ ençima sus escajos; e si desta manera no estan çerradas, no han/ pena los ganados que entraren e fezieren danno».
Es decir, cierres de entrelazado vegetal reforzados con espinos. Y es que muchísimas han sido las kortinas vegetales de ese tipo y que por tanto no han dejado rastro en nuestro paisaje. En su momento debieron ser las más comunes ya que cuentan con numerosas referencias orales y, sin ir más lejos, mi padre mismo las ha conocido.
Un pasado glorioso para Laudio que pivota en torno a aquellos bosques de castaños de los que nadie actual parece querer acordarse: «Los castaños [de Laudio] son muy numerosos y corpulentos; así es que en ciertas estaciones del año, como por ejemplo la primavera, éste es uno de los valles más hermosos de estas provincias» como recogió entusiasmado Mañe i Flaquer (1878).
Porque a pesar de decaer el comercio con Flandes, no dejó de tener salida la castaña en otros mercados como, por ejemplo, la villa de Bilbao, cada vez más poblada. Así se entiende que en pleno siglo XIX, casi cuando aquellos muchachos aparecieron con los carros por el embarcadero de Atxuri-San Antón, la demanda hiciese que continuamente se plantasen más y más castaños que traían la riqueza al valle: «Los montes más famosos son el Yermo, Mostacha y Tardamente, poblados en su mayor parte de robles y castaños, cuya plantación aumenta diariamente y es una gran riqueza en el país» (Pascual Madoz, 1845-50).
El ocaso de toda aquella ensoñación llegó a fines del XIX, en la década entre los años 1880-1889, con la irrupción de enfermedad de la tinta del castaño que prácticamente los exterminó. Dicen que decía mi abuela (1900-1956), “apañadora” de castañas y a quien no conocí, que la enfermedad apareció en Laudio en el cruce de Barbara –entre Larrazabal y Markuartu– y que de ahí se extendió por todos los montes. Justo en el lugar en donde comienza el barranco de Balintxa, Balenchana, aquel que tanta fama había adquirido por sus ingentes cosechas. Principio y fin de una fecunda historia, cuya relevancia, ante todo, no podemos ni debemos olvidar.
Así es que comencemos hoy mismo por rememorar aquellos alegres muchachos que, para enviar castañas a las colonias cubanas de ultramar, no dudaron hace 138 años en avanzar hasta Bilbao con un espectacular y anacrónico convoy de 25-30 carros que causaron gran admiración entre los que tuvieron la fortuna de presenciarlo. ¡Lo que daría yo por verlo!
A la abuela Dominga Mendiguren Solaun (1900-1956) quien, también un 14 de noviembre como hoy, decidió dejarnos como antes lo habían hecho los castaños. Seguro que en ese espacio para eternidad y el recuerdo andará aún colmando su kortina de Mendi, aquella que –decía– por nada del mundo debíamos olvidar
Cuando dos décadas después irrumpieron el ferrocarril y las locomotoras de vapor, todo cambiaría para siempre. Era el progreso que irrumpía para, insaciable, engullir lo vivido hasta entonces.
Pero por aquel 1846 que nos interesa, lejos todavía de hacer acto de presencia los endiablados trenes, aún era Luiaondo el pueblo de siempre: una comunidad humana que respiraba acomodada en una interminable hilera de casas y que daba sentido a su existencia ofreciendo servicio a aquel venturoso camino que les garantizaba el sustento. Carreteros, arrieros, almacenistas y mesoneros eran el enjambre humano que allí moraba.
Porque por Luiaondo trajinaban sin descanso mercancías y gentes que le daban el palpitar diario, como para sentir la vida necesitamos las personas que fluya sangre por nuestras venas.
Así, a diferencia de otros pueblos del entorno más basados en la ganadería o la agricultura, aquí el movimiento de almas era mucho más agitado y volátil que lo habitual. Por ello, fueron numerosos los seres que, sin tener raigambre histórica en el lugar, vieron la primera y última luz en aquel valle ayalés. Y vamos a centrarnos en uno de ellos, aunque sea someramente, para comentar una curiosidad toponímica.
He esperado al 18 de diciembre para publicar este articulillo desde Luiaondo [localidad en donde resido] porque he querido que fuese así. Porque en una mañana de un día como hoy pero de 1846 fue cuando suponemos que avisaron a un vecino de Luiaondo de nombre Ángel y de apellidos Romo Aldaeta. Debía dejar sus ocupaciones y acudir raudo a casa porque su esposa Feliciana Isasi Barcina ya estaba de parto con la comadrona del lugar. Había llegado el momento esperado, el mejor regalo para la cercana Navidad. Apareció Ángel sudoroso y nervioso para ponerse al lado de su amada y esperar. Poco más que clamar compasión a los cielos podía hacer. Y la miraba temeroso por los inherentes riesgos del parto pero confiado a su vez en la saludable fertilidad de aquella muchacha que había conocido años atrás.
Por fin, a las tres de la tarde, vio la luz aquel muchachote que al día siguiente bautizarían con el nombre de Matías en la parroquia local, advocada a Santa María Magdalena.
Matías, el personaje que nos interesa, era el tercero de los cuatro hermanos que nacerían en aquel alargado pueblo: Faustina (1843), José Mª (1844), Matías (1846) y María (1848). Y, aunque era una familia perfectamente integrada en el lugar, no eran oriundos de allí. El apellido Romo, que es el que nos interesa, lo recibía Matías de su padre Ángel, vecino de Luiaondo pero natural de —como él había declarado— «Aro de Castilla», es decir, el Haro de La Rioja que hoy todos conocemos. También los abuelos paternos, Román Romo y Mª Concepción, eran originarios de aquella villa vitivinícola, unos años después declarada «ciudad» (1891).
Sea como fuere y sin despistarnos en el devenir de nuestra historia, damos un gran salto en el tiempo y en el espacio y así nos encontramos que, cuando aquel muchacho que había nacido en Luiaondo contaba ya con 47 años, era un conocido emprendedor y contaba con su propia familia: sin llegar a cumplir los 23 años de edad ya se había casado con la bilbaína Juliana Ugarte Agirre en la parroquia sietecallera de los Santos Juanes.
Y es entonces cuando construye una vivienda unifamiliar en el lugar llamado de Itzubaltzeta en Las Arenas, en una marisma que años atrás se había desecado para que dejasen de ser «arenales incultivados» como reza la documentación.
Junto a la vivienda instaló una fábrica para hacer cuberterías y objetos de servicio al culto religioso, definido como «platería y metales finos«. La publicidad con la que dio a conocer su nueva fábrica, rezaba que se «construye todo el artículo de Iglesia en plata, metal blanco y bronce. Y replatean «cubiertos» y restauran vajillas y objetos de iglesia«. Y trabajaba tanto en “dorado” como en “plateado”.
Con el paso del tiempo, aquel entorno se fue llenando de más y más edificaciones y se siguió manteniendo la referencia de «donde [la fábrica de Matías] Romo«. Y ahora ROMO es un barrio populoso y castizo de Getxo, conocido por todos. Pero pocos saben que su origen está en un apellido. De ahí que no se den por buenas las versiones “vasquizadas” de Erromo o Erromu que, aún hoy en día, se ven con cierta frecuencia.
Sobre la evolución de aquel barrio, la llegada de nuestro Matías Romo, planos, fotografías antiguas, etc. podéis leer bastante más en el excelente blog Getxosarri / Memorias de Getxo. De ahí hemos tomado el antiguo anuncio de prensa: una verdadera joya.
Respecto al topónimo en sí, también podéis leer lo que en su día –hace ya casi 10 años– publiqué en nuestra querida revista AUNIA (nº 22, pág. 50).
Y para finalizar, a continuación disponéis de imágenes de los diversos productos que ofrecía Matías Romo con su empresa, gracias a un catálogo que se vendió a través de una conocida página de coleccionismo y que no sabemos quién fue su comprador.
Pero eso es ya adentrarnos en espacios por los que hoy no me apetece caminar. Prefiero reducirlo a aquella historia que comenzó un día como hoy, 18 de diciembre de hace 171 años, aquí, en el entrañable pueblo de Luiaondo, cuando aún era un hervidero de trajineros que con carros y mulos no cesaban de subir y bajar por aquella alargada calle.
Cuando, en una jornada seguramente de nieblas como es la de hoy, dio a luz Feliciana Isasi a un bebé que decidieron llamar Matías… Matías Romo, el que dio nombre al barrio de Getxo.
GAZTAINEK BEREBIZIKO GARRANTZIAizan zuten Laudio, Okondo, Orozko eta Luiaondo herrietako behinolako ekonomian. Gosea kentzeaz gain, baserrian ohikoak ez ziren diru-irabaziak ekartzen zituen.
Eta hori guztia gutxi balitz, bikote asko sortu zen lanbide haren ondorioz, gaztaina-biltzaileak sarritan, kanpotik aldi baterako etorritako neska gazteak zirelako. Hau da, osasuna, dirua eta maitasuna zor zitzaizkiola gaztainari neurri handi batean.
Kortina edo kirikino-hesiak, bestetik, gaztaina-uzta basoan pilatzeko egindako harrizko eraikuntza batzuk dira.
Horietako baten aztarnak ikusiko ditugu, non eta Luiaondoko Legorra izeneko tokian. Datorren larunbatean (ekainak 24), 10:30ean abiatuta Luiaondoko “Otueta” Gizarte Etxetik. Hortik aurrerakoa, zoriontsua izatea ala ez, zure esku dago.
LA CASTAÑA FUE DE VITAL IMPORTANCIApara pueblos como Laudio, Okondo, Orozko o Luiaondo. Además de saciar el hambre, su comercio generaba unas ganancias económicas, algo poco común en nuestros caseríos.
Y, por si todo ello fuera poco, muchas fueron las parejas que surgieron de dicha actividad, ya que las apañadoras eran en gran medida muchachas temporeras jóvenes venidas de fuera. Por tanto, podemos afirmar que “salud, dinero y amor” es aquí algo debido a la castaña.
Las kortinas o cortinas (kirikino-hesiak) son, por otra parte, unas construcciones circulares de piedra que se encontraban en los bosques y en las que se apilaba la castaña recolectada.
Visitaremos las ruinas de una de ellas. En el término Legorra de Luiaondo. Este próximo sábado, 24 de junio, con salida a las 10:30 h del Centro Social Otueta de Luiaondo. Lo demás, ser feliz o no, lo dejo en tus manos.
Siento que la vida que llevamos sea tan ajetreada y que por ello me vea obligado a publicar estas alborotadas líneas a unas horas tan tardías de la jornada, cuando ando ya casi arrastrándome de sueño. Pero es que he de hacerlo ahora y no otro día porque un 23 de enero, como hoy, aunque de 1835, el general Espartero ordenó incendiar el pueblo en donde vivo, Luiaondo, en la Tierra de Ayala. Y creo que el hecho merece unas reflexiones de descargo o, al menos, un recuerdo.
Como se ve por la fecha, nos encontramos en la primera de las confrontaciones bélicas llamadas “guerras carlistas”. El motivo para la guerra fue el fallecimiento dos años antes de nuestro incendio, en 1833, del rey Fernando VII, sin hijo varón. Los liberales querían que cogiesen la regencia su esposa Mª Cristina (liberales cristinos o guiris) o su hija Isabel (isabelinos). Por otra parte se encontraban los carlistas, que tenían por legítimo rey al infante Carlos, hermano del fallecido Fernando VII, por ser varón.
Simbolizan, sin embargo, algo más profundo: el aferramiento al Antiguo Régimen frente a la imprevisible modernización.
Baldomero Espartero era el general de generales del ejército isabelino (o cristino), el terror de los carlistas ya que era un militar curtido en muchas batallas previas, especialmente en Perú, y sin duda un gran estratega. Pero la ideología que promulgaba a fuego era extraña en estas tierras tan rurales, con unas poblaciones prácticamente en su totalidad carlistas. Era por tanto héroe o villano en función de quién lo observase.
Y, ante su gran poderío militar, no se le ocurrió otra cosa a algún lugareño de Luiaondo que hacerle un atentado a modo de guerrilla, usando un tronco lleno de pólvora y con una mecha de retardo, con la intención de asesinar al que quizá era la persona más importante en la España del momento y, a su vez, su gran enemigo. Falló en el intento y la venganza de Espartero, como era habitual en él, fue cruel y atemorizadora. Tanto que hasta sus mismos correligionarios que escribieron su historia, dudan de la mesura de su proceder:
«Durante su mando en las provincias vascongadas, solía Espartero pasar de Orduña á Bilbao por un mismo camino y esta circunstancia motivo que un paisano habitante de un caserío entre Llodio y Luyando pusiese por obra la idea de atentar contra su vida. Con esta idea se apoderó de un corpulento tronco, lo convirtió en un mal cañón y cargándolo hasta la boca lo colocó en un sitio que dominaba el camino real. Al pasar Espartero, el paisano dio fuego a su pieza, pero se vio en la necesidad de apelar a la fuga sin alcanzar su propósito. Los soldados de la reina treparon en seguida a la altura donde había salido el disparo y encontraron el tronco hecho pedazos por la violencia de la explosión. Todos estos indicios revelaban que el atentado era particular, pero las tropas de Espartero entregaron a las llamas a Luyando como si fuese responsable una población de las acciones de uno de sus habitantes. Y aniquilaron la fortuna de otros muchos honrados vecinos que vivían á costa de su trabajo. De las sesenta casas con que contaba el pueblo, más de la mitad quedaron reducidas á cenizas. ¡Triste padrón de las monstruosas exigencias de las guerras civiles, siempre sangrientas, siempre desapiadadas!» (Galería militar contemporánea, 1846).
Todavía la gente mayor del pueblo habla de ello, de la catástrofe que sucedió tantos años atrás y que sus mayores siempre les contaron para que no se olvidase jamás. Dicen que el conato de magnicidio fue en el extremo del pueblo, cerca del caserío Otazu y que los autores del atentado huyeron hacia Olarte, barrio ya de Laudio.
Sirve también de recuerdo perpetuo del atroz hecho el inicio del primer libro de actas del concejo disponible, en el que los allí presentes escriben lo que de memoria recordaban, ya que el fuego había devorado con todas las actas y acuerdos previos.
MI TXAPELA Aquel Espartero que tanto se enaltece en su provincia natal (Ciudad Real) o en la misma Logroño, con su ostentosa y vanagloriada estatua ecuestre, es por aquellos mismos hechos relatados, alguien nada querido en este humilde pueblo de Luiaondo.
Y nos encontramos tan distanciados en lo que a honrar memorias se refiere que por no olvidar su cruel acción, la que desgarró en llantos a aquellos pobres vecinos, suelo vestir, a modo de recuerdo-homenaje y protesta histórica, una flamante txapela. Porque era ésta una prenda que Espartero odiaba y no podía ver, algo que le encrispaba ya que representaba todo aquello contra lo que luchaba.
Así es, así fue… Ni corto ni perezoso, tres años después de quemar nuestro pueblo, en 1838, arremetió contra nuestras txapelas, prohibiendo su uso «convencido de los males que causa el uso de la boina» ya que «sólo tiende a la confusión y alarma». Por eso ordenó que se prohibiese «el uso de la boina a toda clase de personas», penándolo con multas la primera vez y con prisión para los reincidentes. Azuzó a todas las autoridades locales para que fuesen celosos con el cumplimiento de la prohibición… aunque no consiguió nada ya que el arraigo de dicha prenda fue cada vez mayor. Y no olvidemos que aquella orden nunca se derogó por lo que el que la use sigue en rebeldía. Qué mejor razón para vestirla…
Así es que aquí estoy, a horas tardías, muy cansado y nada lúcido, aunque a la vez orgulloso y feliz de encontrarme en este preciso instante aquí. En un acogedor Luiaondo con una txapela plantada en la cabeza y jugueteando con un botón de uniforme de la guardia real, del cuerpo de élite que flanqueaba a Espartero, encontrado en una cuneta a no muchos metros de donde vivo… casi dos siglos después, improvisando estas somnolientas líneas para que nada se quede en el olvido. Por nada del mundo y menos por mi txapela: por ella… ¡no pasarán!
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