Por el exterior de la cocina en donde anteayer celebrábamos la cena navideña escuchamos los maullidos de una gata callejera. De repente, la orden de mi padre fue seca y contundente:«Dad de comer a esa gata, que es Navidad«. Era la reaparición casual de una antigua tradición popular navideña…
Al momento me di cuenta de que se trataba de algo extraordinario, inconcebible en cualquier otro día, ya que no tiene simpatía alguna por los animales ni mascotas, siempre concebidos como seres supeditados al ser humano para su servicio y beneficio.
Por eso me sorprendió y maravilló el escuchar esa frase, porque sabía bien por dónde había que interpretarla.
En efecto, él, al igual que mi madre, siempre nos han contado que, cuando vivían en sus respectivos caseríos, en la noche de Navidad se compartía la cena ritual con los animales, dándoles algo de comida, haciéndoles partícipes del banquete y celebración porque vivían bajo el mismo techo y formaban parte de aquel universo conceptual llamado etxea, ‘la casa’, entendida como algo mucho más rico y complejo que una siempre edificación. Aquella tradición de repartir los alimentos navideños era una costumbre extendida y conocida aunque, por desgracia, hoy se encuentra asomada al borde del abismo del olvido.
Una espiga de maíz a las vacas, un puñado de cebada a las gallinas, algo de paja al burro… lo que fuese para que cada animal de la casa se sintiese dichoso y feliz. Porque, al fin y al cabo, también ellos eran criaturas de la creación.
Respecto a mi padre y madre, hace ya casi 60 años que bajaron de los caseríos para acomodarse en un piso más cercano al fondo fabril del valle. «Allí empezamos a vivir«, dicen. Pero, a la vez, sus mundos tradicionales se desmoronaron. Por ello, aquella costumbre de dar algo de comer a los animales había quedado proscrita, sin más, a sus recuerdos de la infancia y juventud. Sin embargo, ayer, a sus casi 88 años, como quien cierra un círculo, alguna llamada interior hizo que aquello reviviese en mi padre y nos mandó dar de comer a aquella gata. Con una motivación tan simple como contundente: porque era Navidad.
Extrapolándola, no me pareció mala enseñanza esa de compartir los recursos para buscar la felicidad mutua y la igualdad entre las personas. Porque así, tan contento se siente el que ayuda como el que es ayudado. Si no, que nos lo pregunten a nosotros o a aquella gata zalamera.
Para mí, el haberlo podido vivir, ha sido el más bonito de los regalos. Cosas de la Navidad…
Y, aprovechando aquella incursión en la ciudad, llevaban otros productos a modo de vendeja.
A la bonita estampa hay que sumar que, en las décadas a caballo entre el XIX y el XX se daba en Bilbao un pintoresco mestizaje entre la cultura urbana, moderna y floreciente de la belle époque bilbaína y el vistoso mundo rural, muy condicionado por la tradición y el inmovilismo promulgado desde las esferas ideológicas y políticas.
Y ahí es cuando aparecen tres personajes, amigos entre sí, que compartieron sus vidas entre Bilbao y Laudio. Siendo como soy oriundo de este municipio, barro para casa a la hora de ubicar a estos tres populares artistas.
FELIX GARCI-ARCELLUZ (1869-1920). Se trata de un polifacético personaje bilbaíno que, durante muchos años, vivió en Laudio, en una casona que ya no existe, frente a la iglesia, en uno de los lugares más relevantes de la población.
A él debemos, entre otros muchos más méritos (en especial los relatos costumbristas de Klin-Klon), que el mercado de Santo Tomás se celebre desde 1915 en la Plaza Nueva, de un modo más organizado, funcional e higiénico. El anterior, más improvisado y popular, se llevaba a cabo en la Plaza Vieja, en las proximidades del puente de San Antón.
JOSÉ ARRUE (1885-1977). Ya para el año siguiente, el sagaz pintor abandotarra José Arrue había hecho un cuadro reflejando el mercado organizado por su íntimo amigo Félix. Años más tarde (1952), lo reeditaría para ser una de las láminas promocionales de los célebres calendarios encargados por el empresario Arcadio Corcuera. Posteriormente hizo más dibujos con la temática de este pintoresco mercado navideño. También José Arrue, nacido en Abando, pasó la mayor parte de su vida en Laudio, donde falleció, está enterrado y es un personaje muy querido.
Baserritarras, supestamente de Orozko, cogiendo el tren en Areta (Laudio) para acudir a Bilbao con los productos del mercado. Estación de Areta, de José Arrue.
RUPERTO URQUIJO (1885-1977). Ruperto recorrió el camino contrario a los anteriores ya que, siendo nacido y oriundo de Laudio, ya de muy joven fue a Bilbao a trabajar como ebanista y allí vivió hasta que regresó definitivamente a Laudio en 1925, es decir, cuando contaba con 50 años. Es conocido sobre todo por el zortziko Lusiano y Clara (1915) que, posteriormente, Luis Aranburu lo haría famoso convertido en la canción «En el monte Gorbea».
Allí, en los círculos de la cultura bilbaínos, conoció a Felix Garci-Arcellus y a José Arrue por lo que es normal que, en muchas ocasiones, veamos canciones, dibujos o relatos de uno y otro entrelazadas entre sí. A los tres les apasionaba lo mismo: reflejar aquel mundo rural idílico, tan identitario como país, y que desgraciadamente se desvanecía frente a los tiempos modernos.
Regreso del mercado. Día de Santo Tomás de José Arrue
Uno de los actos navideños más significativos de nuestra cultura vasca consistía en quemar un gran tronco en el fuego del hogar. Era un madero que se consumía durante días y adquiría a partir de ese acto cualidades sobrenaturales, mágicas. Ya escribimos sobre él hace un tiempo. Pincha encima si deseas leerlo: Olentzero es un madero.
Pero es una tradición ya desaparecida e incluso su lejano recuerdo, inexistente o muy limitado. Por ello quiero centrarme en Laudio, el pueblo que me vio nacer, y dar unas referencias de aquel rito. Para mí es un hallazgo extraordinario, ya que he andado muchos años persiguiéndolo.
TAMBIÉN EN LAUDIO. En su día me había llamado la atención que el sacerdote antropólogo José Miguel Barandiaran (1889-1991) publicase que ese ritual del gran tronco navideño también era conocido en Laudio, pues en la actualidad es algo totalmente desconocido. Decía en 1956 que «El tronco que en Trespuentes ardía por Nochebuena en el hogar lo traía hasta la cocina una pareja de bueyes y allí estaba en el fogón durante todo el año. En […] Llodio [ardía] hasta la última noche del año»
Pero, como decimos, aquella curiosidad era totalmente desconocida en el Laudio industrial que yo conocía. Sabía que su dato partía de una información mucho más anterior ya que en 1922 publicó en su anuario de Eusko Folklore. Decía que «Se halla muy extendida en al país vasco la costumbre de quemar por Nochebuena en el hogar un tronco que recibe diversos nombres, según los pueblos. Lo mencionan los informes—que tengo a la vista—de Santa Lucía de Llodio […] En Santa Lucía de Llodio dicen que ha de durar hasta la noche vieja». Siendo una información recogida in extremis hace un siglo, de mano de la escasa gente que aún se recordaba aquella costumbre y encima muy mayores en aquel momento, parecía misión imposible conseguir más información local.
Espoleado por aquellos únicos indicios, en 2005, hace ya quince
años, fui a entrevistar a poca gente mayor de aquel entorno de «Santa
Lucía de Llodio» que citaba Barandiaran, para acotar la fuente de
información ya que ni mi padre ni mi madre —buenos informantes en estos temas
etnográficos— nada sabían de ello. Ya «en Santa Lucía» el primero en
ser preguntado fue Mateo Eskuza (1944), otro excelente informante en estos
temas, y nada supo contarme de aquel mágico madero de Navidad. Era lo más
cercano a Santa Lucía disponible, así es que probé con los enclaves cercanos.
Pero los resultados fueron igual de frustrantes. Primero lo intenté con Mª Teresa Sojo Sojo (1921-2013) y Jesus Zubiaur Urkijo (1921-2007) del alto de Garate —límite de Laudio y Okondo— así como con Jose Egia (1930-2018) y su esposa Carmen González (1933) de la cercana aldea de Dubiriz. No conseguí nada en concreto del asunto que nos ocupa. Pero dado que a varios de ellos se los llevó el inexorable trascurrir del tiempo, me ha parecido bonito recordarles con estas letras y las fotografías tomadas aquellas frías tardes de grabación.
Jesús Zubiaur Urkijo (1921-2007) y Mª Teresa Sojo Sojo (1921-2013), en su caserío del alto de Garate, el día de la entrevista, el 13 de enero de 2005. In memoriam.
Jose Egia (1930-2018, goian bego) y su esposa Carmen González (1933) en la aldea de Dubiriz, el día de la entrevista, el 1 de febrero de 2005.
EL TRONCO Y GOIRIZABAL. A pesar de estar convencido de que aquella información recogida por Barandiaran era cierta, lo dejé por imposible creyendo que su recuerdo se había perdido para siempre.
Pero hay ocasiones en las que obran los milagros. Así, tras publicar aquel artículo Olentzero es un madero más arriba citado, se puso en contacto conmigo una vieja amiga —que no es lo mismo que «amiga vieja», pues somos de la misma edad— Lourdes Barbara Barbara, porque le había sorprendido que, aquello que ella había escuchado en casa y le parecía tan extraño, tenía por fin una razón de ser. Así es que, ella y su madre Juanita Barbara Arrazuria (1932), han traído la luz a ese apartado tan oscuro de nuestras costumbres.
Lourdes Barbara, acompañada de su madre Juanita Barbara, en el frente de su caserío Goirizabal
Ellas relatan lo que contaba su padre y marido, Enrique Barbara Perea (1918-2004) y a lo que no habían dado excesiva importancia. Tampoco el bueno de Enrique había practicado aquella costumbre del tronco pero sí lo sabía de mano de su padre Emeterio Barbara Marañón (1883-1946).
El vago recuerdo consiste en que en la mañana del día de
Navidad, se traía un tronco muy grande del bosque. Intuyen Lourdes y su madre
que era un tronco seleccionado y cortado —para conseguir un mínimo
secado—
de antemano.
Lo arrastraban con una pareja de bueyes y unas cadenas y, lo que mejor recuerdan, para introducirlo hasta el fuego del hogar, los bueyes se disponían para empujar hacia atrás. Dicen que atado el tronco en el «sogueo» de la yunta, es decir, en el yugo, entre los cuellos de los animales, en el lugar en donde se introducía la pértiga del carro. Pero también hablamos que quizá allí se trabase una larga pértica hasta la parte delantera del tronco o que el tronco descansase sobre un «carro mako» (dos ruedas con un eje usado para transporte de grandes troncos).
Sea como fuere, yendo hacia atrás, era como más podía
acercarse el descomunal madero al fuego.
Recuerdan también, de modo muy vago, que allí ardía durante toda la Navidad, consumiéndose lentamente.
Enrique Barbara (1918-2004) con una yunta de bueyes en una imagen del archivo familiar. Era él quien recordaba los relatos del tronco de Navidad que le contaba su padre Emeterio (1883-1946), el último que lo había practicado.
¿POR QUÉ DEJARON DE HACERLO? La razón parece ser bien simple. Toda aquella maniobra era posible cuando la cocina de Goirizabal estaba en la planta baja —aún se reconoce la antigua ubicación en el extremo suroeste del caserío— y no en la primera planta, como está en la actualidad, porque era ya inviable el acercar el grandioso madero.
El caserío Goirizabal era un establecimiento (parada) oficial de toros sementales. Juanita Barbara nos muestra a sus 88 años la argolla a la que se ataban las vacas a cubrir… en aquella puerta que, en su día, vio pasar el tronco de Navidad empujado hacia atrás por bueyes
Sin duda esa es la razón de que haya desaparecido aquella
costumbre que era tan apreciada entre los vascos. En origen, y tratándolo con
todas las generalizaciones y licencias del mundo, los caseríos más antiguos
(XVI) tenían la cocina en la cuadra, separada de los animales e incluso con
unas pequeñas ventanillas a través de las cuales vigilaban de vez en cuando al
ganado vacuno.
La cocina, como sucede en Goirizabal, estaba próxima a la
entrada, en el ángulo delantero del edificio. Durante aquellos siglos XVI y
XVII, el fuego se encendía sobre una losa colocada en el centro de la estancia,
tan solo elevada unos centímetros del suelo. Es probablemente cuando más
difusión tuvo el ritual de nuestro madero, que se dispondría cruzado sobre
aquella losa, algo que iría desapareciendo a medida que el caserío vasco
evolucionó. Y es que, a lo largo del XVIII y el XIX, se generalizaron las
chimeneas de fuego bajo con campana adosada al muro, con unos hogares bastante más
elevados del suelo y ya, a menudo, reubicadas en las plantas superiores del
edificio. Es el «fuego bajo» tan rústico y típico a nuestros ojos
pero que en realidad fue una modernización en aquellas épocas. Sería entonces
cuando, por la imposibilidad de colocar allí el gran tronco, se iría
paulatinamente perdiendo la costumbre. Y tan solo se mantendría en aquellos
caseríos que disponían aún de aquellas cocinas en la planta baja, aquellas que
eran el verdadero corazón y pulmón de la cultura vasca.
Antigua foto perteneciente al archivo familiar en la que se ve en Goirizabal, un toro semental mostrado por el joven Enrique Barbara (1918-2004, esposo y padre de Juanita y Lourdes) que fue quien transmitió el recuerdo del rito del tronco navideño que había practicado su padre, Emeterio Barbara (1883-1946), en el centro de la imagen. A la derecha, Miguel Urquijo Maruri, alcalde de Laudio y hermano del compositor Ruperto Urquijo.
MUTACIÓN DE LA TRADICIÓN. Quizá, al ser imposible continuar con aquella tradición por la nueva ubicación de los fuegos, se mutase la forma de actuar con aquel. Lo comento porque de nuevo Barandiaran recoge en Laudio (notas manuscritas, sin publicar, de 1935) una desconcertante costumbre que por aquel entonces la da como muy generalizada pero de la que nada se recuerda en la actualidad: «Día 24 de diciembre, Noche Buena. Este día acostumbran gran cantidad de caseros hacer astillas de un palo gordo y grueso y luego meterlo al horno donde hacen los panes y, hecha esta operación, luego que está bien seco, lo guardan hasta el día de San Juan, quemándolo en la fogata del día». Información recogida de «Daniel de Isusi» (1935).
MUKURRA. Para finalizar me gustaría aportar un dato más. Al ser aquel tronco tan emblemático y celebrado tenía nombre propio, diferente según las comarcas. Una referencia que nos resulta cercana es la recogida en unas tímidas y primerizas encuestas etnográficas llevadas a cabo por Eusko Ikaskuntza-Sociedad de Estudios Vascos y publicadas en su boletín anuario Eusko Folklore de 1922. Se cita nuestro madero en las referencias de Bedia (Bizkaia) como Gabon-mukur: «La noche de Gabón se coloca en el fuego un tronco de roble (gabonmukuŕa). […] El gabon-mukuŕ tiene la virtud de bendecir toda la casa».
Intuyo, aunque nunca podremos demostrarlo, que así se denominaba nuestro tronco navideño en Laudio. Y así lo creo porque, a pesar de haber desaparecido hace mucho el euskera tradicional en este municipio, se usan aún diversas palabras vascas insertadas en el castellano local. Una de ellas es mukurre, recogida a mi padre y que usa para denominar los troncos mayores que se colocan en el fuego bajo y que hacen se soporte para otros menores y ramas varias: «…esos maderos se denominan por igual «mukurre» o «mokotza» si bien se tiene el concepto de que el «mukurre» es algo mayor que la «mokotza». También se conocen ambos como «arrimaderos»» (Laudioko berbak / Palabras de Llodio, 2020).
CUANDO TE TOCA EL GORDO. Nada más que añadir salvo que para mí el mayor y mejor regalo navideño va a ser haber conseguido salvar este rito, aunque sea tan in extremis, de la hoguera del olvido eterno. Son cosas que no sirven para nada pero que a mí me emocionan y llenan de gozo, porque algo zarandean en mis entrañas. Quizá sea por el retorno a lo pretérito, por el contacto entrañable con todos nuestros antepasados y con la tierra que pisamos sin saber escucharla. Por eso yo no juego a la lotería. Porque para mí el premio gordo va a ser este año el poder cenar pensando en el gabon-mukur,aquel que va a dar sentido y calidez al hogar. Eguberri on guztioi.
Eskerrik asko, a Juanita y en especial a Lourdes, por esas deliciosas tardes que me habéis regalado en vuestra cocina y que no tienen precio. Bihotz-bihotzez.
La intxaur-saltsa es un característico postre navideño, del que mucho se ha hablado pero poco se conoce en realidad. Por eso vamos a intentar ordenar un poco los datos conocidos. También tiene mucho de desbarajuste la receta ya que casi resulta imposible encontrar dos iguales y, a excepción de la intxaur ‘nuez’ que da nombre al postre, ni en los componentes hay unanimidad. Pero, a pesar de todas esas dificultades, nos animamos hasta a ofrecerte una antigua receta para que no falte en tu mesa esta Nochebuena: intxaur-saltsa con bacalao. Vamos a ello.
EL NOMBRE. Antes que nada adelantaremos que la forma académica de escribir el nombre de nuestro postre es intxaur-saltsa o intxaur saltsa, en dos palabras (el guion intermedio es opcional), en vez de intxaursaltsa, a pesar de que esta sea la forma que más se usa en la actualidad. Así lo normativiza el Euskaltzaindiaren Hiztegia (diccionario académico), con acierto, basado en las formas documentadas. Por el contrario, no es muy atinada la descripción «Intxaurrez, esnez eta azukrez egiten den jaki gozoa, Eguberrietan hartzen dena» que se da del término, como más adelante comprobaremos.
En casos como el de mi familia, mi madre lo ha conocido como intxaur-saltsa y mi padre, sin desconocer la anterior, también como nogada, con la misma raíz léxica que nogal, es decir, nuez. Ambos en el municipio de Laudio. Y esas dos denominaciones ya nos ponen sobre la pista de lo que luego vamos a encontrar.
¿DESDE CUÁNDO? Por muy románticos y ancestrales que nos sintamos, solo sabemos de la intxaur-saltsa desde mediados del XIX, relativamente tarde, sin ninguna referencia anterior. Se lo debemos al lekeitiarra Eusebio Mª Azkue (1813-1873), padre del conocido lingüista y folklorista Resurrección Mª, el primer presidente de Euskaltzaindia, la Real Academia de la Lengua Vasca.
Cita por primera vez la intxaur–saltsa en una poesía, Gabon afari bat (‘una cena de Nochebuena’) dentro de la obra Parnasorako bidea, publicada con carácter póstumo a partir del original muy retocada por su hijo (Bilbao, 1986).
En aquellos versos, en la descripción de una alegre cena navideña, habla de «Neure Maria dabil goizerik intxaur–saltsea gietan» (‘anda mi María desde la mañana haciendo la intxaur–saltsa‘). Más tarde, a medida que el comensal que lo relata se va alegrando con las libaciones, grita entusiasmado «Urra Maria! Urra guztiok au da intxaursaltsa gozoa!» (‘Hurra María, hurra todos: esto sí que es una intsaur-saltsa sabrosa’).
Otro de los manuscritos de la obra original de E. Azkue —pero no recogido en Parnasoko bidea— lo ofrece el sacerdote de Arrigorriaga José Antonio Uriarte (1812-1869) en su Poesía Bascongada. Y ahí, con la grafía original, también habla de «Ai ze intxaursaltza gozua! Penitenzia egiteori eztok insaursalsea».
De parecida datación a la original de Eusebio Azkue —cuya fecha exacta original desconocemos— sería la de que nos refiere la periodista bilbaína especializada en la visión histórica de la cocina, Ana Vega Pérez de Arlucea: «En diciembre de 1858, el intelectual vitoriano Ladislao de Velasco (1817-1891) publicó un largo artículo en el diario IruracBat sobre cómo había pasado en una ocasión la Nochebuena con una familia de las montañas guipuzcoanas: «La pequeña mesa crujía bajo el peso de un enorme plato de berzas con aceite que parecía un volcán, tal humo despedía; y sucesivamente se mostraron el bacalao en salsa y asado, los besugos, sin olvidar el Inchur–salsa (salsa de nueces) y para terminar la fiesta, manzanas cocidas y asadas y una verdadera caldera de arroz con leche».
LAPRIMERA RECETACONOCIDA, DE FORUA. No podemos dilucidar cuál es, entre tantas variantes, la receta original. Pero sí la primera documentada con cierto detalle. Se la debemos a la gran red de informadores que puso en marcha José Miguel Barandiaran y que, hizo que se preguntase en diversos pueblos, lo que se supiese sobre lo tradicional de fiestas. Es la información recogida en Forua (Bizkaia) en donde el informante Marcos Magunagoikoetxea dice del menú navideño que «Los baserritarras creen que si prescinden de ciertos guisados la noche del Gabon, no celebran como se debe esta fiesta. Estos guisados son la oriyo-aza (ensalada de berza) la intxur–saltxa (nogada), los caracoles, bacalao a la vizcaína, compotas de peras y manzanas, etc. Ponen especial cuidado en no prescindir, sobre todo, de la oriyo-asa y de la intxur–saltxa». Era por aquel entonces una comida emblemática de aquellas Navidades. Entusiasmado con su menú, Marcos recogió de su tía María Juana Magunagoikoetxea la receta del postre que nos ocupa. Y dice así: «A fin de que el lector se forme una idea de lo que es la intxur–salsa, me ha parecido bien apuntar aquí el modo de preparar este guiso y los ingredientes que entran a formarlo. La intxur–salsa (de intxur, nuez) no es otra cosa que un guiso hecho con pan de nueces. Una vez partidas las nueces y separado el pan de los cascos, colócanse en una pañada limpia sobre una mesa y se aplastan con una botella hasta hacerse polvo. Bien batidas, se echan en una cacerola con agua y se ponen al fuego. Después de bien cocidas las nueces, se les hecha unas cucharadas de aceite crudo y se revuelve todo el contenido con un palito; agrégase un poco de harina, o faltando ésta, unas migas de pan para engrosar la salsa, unas briznas de bacalao y azúcar en abundancia. Una vez bien cocido, se presenta a la mesa. Todo el compuesto tiene un color que tira a amarillo, y es de un gusto exquisito». Aquella recopilación de varios pueblos se publicó en Eusko Folklore de 1922, una publicación anual fundado un año antes por José Miguel de Barandiaran y que se editó como publicación de Eusko Ikaskuntza-Sociedad de Estudios Vascos.
Intxaur–saltsa con base a leche. Ángela Bilbao, Orozko 2004.
OTROS PUEBLOS. Al margen de la referencia a Forua anterior, en la misma recopilación etnográfica, se recoge la intxaur–saltsa como segundo plato en las cenas navideñas de Bedia (Bizkaia). Según el informante Tiburcio de Ispitzua (sic): «La cena típica de este día la constituyen: 1º El origo-asea (berza en ensalada). 2º La intxaur–saltza (salsa de nuez). 3º La makalo-saltza (bacalao en salsa). 4º El besugo asado. 5º Las manzanas asadas, con las que se hace un postre muy estimado al que se da el nombre de almimera. Las manzanas preferidas son las sosas (sagar gasak), las cuales, después de asadas, las hacen pedazos y las ponen en vino, echándoles azúcar encima. 6º Café y licores. Entre éstos, los más comunes hasta hace poco eran el chilibrán (a secas), chilibrán de café, chilibrán de melocotón y mistela». En la intxaur-saltsa, una nota al pie nos remite a «Véase su descripción entre las costumbres de Forua». Es decir, también con bacalao.
En Amorebieta, el informante Félix de Zamaloa, arranca la descripción de las Navidades aclamando que «El intxaur saltza es manjar imprescindible en las cenas de Gabon (Nochebuena), Gabonzar (Nochevieja) y Gabontximur (la noche del día cinco de enero), sobre todo en las aldeas. Lo preparan en la misma forma que lo refiere el sr. Magunagoikoetxea (párrafo FORUA), con la diferencia de que no le echan aceite y en lugar de migas de pan, usan harina de trigo». De nuevo, con del bacalao como ingrediente. También nuestro postre tiene reflejo en la encuesta de Berriz (Bizkaia) en donde León Bengoa dice que «Nunca falta el conocido intxaursaltza con el cual se acaba la cena», es decir, ahora como plato final o postrero, postre. Lo mismo se recoge en Zalla : «Nunca falta el conocido intxaur saltza con el cual se acaba la cena».
TERRITORIOS. Aunque cuando busquemos referencias en internet encontremos una y otra vez que la intxaur-saltsa «es un postre típico de Navidad en los caseríos vascos, especialmente en la zona de Gipuzkoa» lo cierto es que en aquellas encuestas con visión de atlas etnográfico, las primeras disponibles (1922), no se cita nuestro postre en ninguno de los municipios de los nueve pueblos Gipuzkoa y sí, como hemos visto en las referencias previas, en cinco municipios de Bizkaia. Tampoco parece conocerse en Álava. Ello no quiere decir que no existiese ya que ahí tenemos la referencia de Ladislao de Velasco (1858) más arriba citada. Pero sí llama la atención que no se recoja en ninguna de las encuestas etnográficas, algo que contrasta con las de Bizkaia en las que tantas pasiones parece levantar el postre navideño. Por lo que nos genera dudas.
ELBACALAO. En estos tiempos actuales, nuestro postre ha desvariado tanto que se elabora hasta con natas. Por eso nos sorprenderá que sea el bacalao uno de los ingredientes que aparece en las recetas más antiguas. Más adelante os pongo una video-receta «de familia» para elaborarla y os juro que es la más exquisita intxaur–saltsa, bastante más que la hecha con leche, y que por otra parte en ningún momento adivinaríamos que uno de sus componentes es ese pescado.
Si nos fijamos, en aquellas encuestas etnográficas de hace un siglo, prácticamente en la totalidad de las cenas de Nochebuena está presente el bacalao en salsa: era una jornada de vigilia por aquel entonces y la carne no tenía presencia en la mesa. Aquellas grandes bacaladas no faltaban en ninguno de los hogares. Por su fuera poco, cuando el día de Santo Tomás se pagaba la renta de los caseríos, era costumbre que los propietarios regalasen como presente navideño una gran bacalada a los inquilinos, con la que volvían felices al hogar.
También los jóvenes que servían en otras casas, solían disponer de unos días festivos en Navidad y se les obsequiaba con una bacalada que llevaban a la casa familiar. Así, no es extraño que conjugasen aquel pescado con las nueces para elaborar el postre.
Los baserritarras de vuelta casa con besugos y bacaladas, tras pagar la renta anual del caserío el día de Santo Tomás. Cuadro Día de Santo Tom´ás pintado por José Arrue para el calendario (1950) de Arcadio Corcuera.
NUECES Y PESCADO. Porque… desde muy atrás es conocida en las tierras castellanas la nogada o «salsa de nueces» —de ahí sin duda nuestra denominación intxaursaltsa— para acompañar a pescados, una salsa que cruzó con gran éxito el océano para encandilar las mesas sudamericanas en donde, también hoy en día, la nogada goza de gran predicamento.
Al parecer, ya en la cocina medieval sefardí se mencionaba la elaboración de platos con esta especie de salsa, elaborada con un majado de nueces o almendras, según la materia prima disponible (José M. Estrugo, Los sefardíes, 2002). De esta última opción —almendra— surgieron los mazapanes que no distan mucho en textura ni en sabor de la intxaur–saltsa elaborada con bacalao ya que, en paladar, continuamente nos recordará al mazapán.
En cualquier caso, la nogada o salsa de nueces es algo extendido en las cocinas españolas del XVIII o posteriores. Sirva como ejemplo esta definición de «nogada» dada por Pedro Labernia, (Diccionario de la lengua castellana: con las correspondencias Catalana y Latina, 1848) para el ámbito de los Paisos Catalans: «Nogada, salsa hecha de nueces y especias con que regularmente se suelen guisar algunos pescados». Salsa de nueces, intxaur–saltsa, la nogada como la denomina aún mi padre…
Ángela Bilbao (Orozko,1924-2012), posando pacientemente en 2004 para un reportaje fotográfico que le hicimos sobre la elaboración del poste navideño llamado intxaur-saltsa. Ella la elaboraba con leche.
Yo, a estas alturas, a la vista de todos los precedentes, intuyo que la elaborada con bacalao es la genuina, receta que posteriormente se haría más repostera valiéndose de la leche, también chocolate hasta llegar a las aberraciones —perdón— de las actuales intxaur–saltsas de pastelería, cremas y natas que, por muy sabrosas que estén, no hacen honor a la esencia. Bien que se venda como «interpretación moderna» del postre pero no como intxaur–saltsa en sí, porque no deja de ser un pequeño engaño o fraude al comprador.
Intxaur–saltsa con bacalao como ingrediente
De las variedades que he probado, sin duda la elaborada con bacalao me parece la más extraordinaria. Se la debo a una tía mía que, con la condición de que no apareciese su cara, se ha ofrecido a explicarlo en un vídeo. Es Carmen Olabarria Arza, del caserío Kastainitza (Laudio) y que heredó la receta de su madre (Felisa Arza, 1915-2001) que, a su vez, la aprendió mientras de joven servía en casa de Miguel Urquijo Maruri, comerciante que fue también alcalde de Llodio (período 1938-1948). Se la enseñó la cuñada del alcalde Miguel, Francisca Furundarena Azpidi, nacida en Motriko en 1861, y que fue esposa de Ruperto Urquijo Maruri (1875-1970) el celebre compositor laudioarra, autor de la canción Lusiano y Clara que hoy todos conocemos como En el monte Gorbea. Casi nada el recorrido…
Felisa Arza (1915-2001) sirvió en casa del alcalde Miguel Urquijo. Allí aprendió la receta de Francisca Furundarena Azpidi, nacida en Motriko en 1861, y que fue esposa de Ruperto Urquijo Maruri (1875-1970). Felisa se la enseñó a su hija Carmen, que es la que nos la ha hecho llegar a nosotros.
Las cantidades que da, con dos kilos de nueces, son para cuatro cazuelitas como las que muestra. Aquí tenéis el VÍDEO (pinchad encima) animaos a hacedla y… ¡os juro que estas Navidades seréis muy felices!
LA RECETA en tres pasos (Carmen Olabarria Arza)
BAT. Pelaremos 2 kg de nueces (para cuatro cazuelitas de 13 cm de diámetro) cuya carne, limpia ya de residuos, se pasará por el horno, bien extendida en una bandeja, para extraerle la humedad.
Introduciremos esas nueces junto a una
tajada de bacalao desalado (sin haberla ni cocido ni cocinado antes) y una
rebanada de pan casero (de horno de leña) que esté seco en una trituradora. No
lo echaremos a picar todo de golpe sino un poco cada vez: unas pocas nueces, un
pedazo del bacalao y algún trozo del pan. Cada vez que acabemos de picar uno de
esos lotes, lo echamos a una cazuela ancha, reservándolo. Es mejor hacerlo poco
a poco que de golpe.
Lo triturado ha de quedar fino: pensad en
que hay que conseguir una textura similar a un mazapán.
BI. Por otra parte, cocemos en 0,75 cl de agua (el volumen de una botella de vino), con un palo de canela y una tajada desalada de bacalao: importante que sea la cola, porque tiene más gelatina. 15-20 minutos de hervor suave.
Lo colamos y nos quedamos solo con el
agua (el resto, bacalao y canela de ese agua, se desechan).
HIRU. Añadiremos esa agua de la cocción a la cazuela en la que tenemos todos los ingredientes que habíamos triturado. Lo vamos revolviendo y echamos el azúcar (750 gr). Seguimos mezclándolo e hirviendo la mezcla a fuego lento durante 20-25 min. Según se vaya cociendo la plasta blanquecina irá adquiriendo un color más oscuro. Es ahí cuando ya la tenemos en su punto.
Solo nos queda verter esa masa sobre las cazuelitas y esperar a que se enfríen (las intxaur-saltsas no se consumen calientes).
En un lugar fresco aguantan perfectamente varios días o una semana sin perder cualidades. Que aproveche: puedo dar fe de que el resultado es exquisito y que, a mí al menos, me parece bastante más deliciosa que la elaborada con leche. Eso de entre las recetas clásicas: de las variantes modernas prefiero ni hablar.
Que aproveche y que jamás quede en el olvido ese postre que tantas navidades nos ha endulzado.
El fuego ha sido desde el principio de los tiempos el distintivo cultural principal de la especie humana, el elemento que inducía la reunión de los individuos, lo que cohesionaba familias y sociedades, el oráculo frente al cual se exponían todas las preguntas y respuestas unidas a la efímera existencia humana. Es, al fin y al cabo, la herramienta mágica con la que dominar el mundo y sus designios. De ahí que, durante tantos milenios de convivencia entre el fuego y las personas, lo hayamos tupido de connotaciones simbólicas.
Sin embargo, todo ello parece haberse derrumbado en los últimos tiempos y corremos el riesgo de perderlo para siempre. Ahí van pues estas reflexiones que pretenden luchar contra la normalización y globalización del olvido sistemático y resistir frente a la desmemoria popular.
FUEGO Y TEJA. Sin ir muy lejos, en la cultura vasca, el contar con un fuego perenne es lo que convertía cualquier edificación en un hogar —hogar, ‘lugar de fuego’—, el rasgo inequívoco que lo diferenciaba de cabañas u otros refugios temporales… La constatación de un fuego era lo que posibilitaba adquirir la vecindad en una población. De ahí que, en su extrapolación simbólica, se añada un trozo de teja y otro de carbón bajo todos los mojones, como muestra incuestionable de su legitimidad, porque todo aquel que viviese bajo teja y tuviese un fuego ya estaba facultado para poseer y para formar parte de aquella comunidad.
FOGUERACIONES. Es tal la importancia del fuego, que los primeros censos de población se elaboran en base a los fuegos domésticos, a las hogueras y no a las familias. De ahí su nombre de «fogueraciones«. Y es a esos fuegos a los que se les vinculan unas «almas», las personas que viven bajo su protección. Sin duda, aquella forma de actuar de la Administración recogía la forma de entender la existencia en aquellas épocas, diferentes a las actuales.
FUEGO ETERNO. Y, como el fuego del hogar era lo que hacía a alguien digno de ese lugar, no podía apagarse bajo ningún concepto durante el año. Algo similar a la llama eterna en templos o en monumentos memoriales. Por ello cada noche se cubrían los rescoldos con ceniza para avivarlos a base de soplidos o fuelle a la mañana siguiente. Como si del alma de un ser vivo se tratase… Suponemos que, al margen de las razones simbólicas, también habría que tener en cuenta las prácticas ya que era sumamente costoso encender un nuevo fuego, con eslabón y pedernal o, incluso frotando maderas entre sí.
FUEGO SOLIDARIO. Ante la importancia del fuego perenne, no es de extrañar que el mismo fuero de Navarra describa y recoja por escrito una obligación que, con seguridad, era común en la interrelación vecinal tradicional. Así lo recoge Yanguas (1828):
«EL FUEGO: Debe darse recíprocamente en los pueblos de Navarra, escasos de leña,los unos vecinos a otros, dejando para ello en el hogar, después de haber guisado la comida, tres tizones a lo menos. El que necesite de fuego acudirá a la casa del vecino con un tiesto de olla, y en él una poca de paja menuda; dejará el tiesto a la parte de afuera de la puerta de la casa, subirá al hogar, atizará el fuego, tomará ceniza en la palma-de la mano, y sobre la misma ceniza pondrá las ascuas que quisiere llevar al tiesto, dejando los tizones del hogar de manera que no se apaguen. El vecino que se escusare a dar fuego en esta forma pagará 60 sueldos de multa».
Sabemos que, en otras ocasiones, el fuego del hogar se transportaba a otros lugares en donde fuese necesario sobre una yesca atada a una cuerda mientras se hacía girar para que con el aire se avivase. Así eran encendidos muchos caleros, etc.
Fuego en el hogar de la casa que me vio nacer, en donde el tiempo parece no transcurrir
RENOVACIÓN DEL FUEGO. Aquel fuego que se mantenía vivo durante todo el año era conscientemente apagado para ser renovado en ciertos días del año. Uno de ellos, era el de la noche de Nochebuena, sin duda imitando el declive solsticial del sol que luego renace con fuerza para dar vida y prosperidad en la fecunda primavera. El apagar el viejo suponía, por otra parte, el poner fin a lo anterior, haciendo una especie de borrón y cuenta nueva.
En algunas poblaciones ese tronco daba el fuego para todo el año y, en otras, lo más común, hasta nochevieja, en donde se repetía la operación de apagado y encendido de otro suberri o ‘fuego nuevo’. También en algunos lugares de Euskal Herria se han hecho suberris en Semana Santa, con penosos rituales de encendido a base de frotar maderas entre sí, para celebrar la resurrección de Cristo.
CREENCIAS EN TORNO AL FUEGO. Recuerdo cuando de jóvenes (1985), conviviendo algunos días con el pastor José Mª Olabarria en su chabola de Lexardi (Itzina, Gorbeia), nos llamaba la atención observar cómo escuchaba el fuego. Porque por sus chisporroteos, decía, se sabía de un modo infalible cuando iba a aparecer algún visitante: en él creía leer el futuro.
También disponemos de otras curiosas creencias, ligadas a la presencia de almas de los antepasados que se arriman al fuego del que en la otra vida fue su hogar. O la costumbre recogida por Azkue (Euskalerriaren Yakintza, 1935-1947) y que, entre otros, practicó mi padre en su caserío de Markuartu (Laudio): consistía en introducir a los gatos nuevos en un saco y darles tres vueltas sobre el fuego: a partir de aquel momento se les neutralizaba el instinto innato de la huida y quedaban ligados para siempre al hogar.
Pero quizá sea conveniente viajar hasta Galicia, recurrente último reductode oficios, creencias, etc. que fueron anteriormente comunes, para redescubrir cómo vivían nuestros antepasados su relación con el mágico elemento del fuego. Nos lo contó el historiador Manuel Murguía —esposo de Rosalía de Castro— en 1885, en base a los apuntes que tomó en los Ancares de Lugo. Recogió la superstición de considerar al fuego como si se tratase de un ser animado, al que había que alimentarlo cada mañana avivándolo a partir de los rescoldos de la noche anterior. «Dejarlo morir —nos contaba— equivale a un sacrilegio y se paga caro[pues] la desgracia perseguirá de cerca a la casa y los que la habitan [puesto que] un fuego muerto indicaba un lugar desierto». Aquel fuego que hacía las veces de ente protector del hogar renacía cada primero de enero: «Se limpia el hogar, se arroja el fuego de la noche y se enciende de nuevo. Para que sea propicio debe durar todo el año [y] en determinados días le arrojan flores. Cuando cuecen el pan le dan su porción, echan sobre él algunas cucharadas de grasa (manteca de cerdo) y así que se levanta la llama dicen que «el fuego se alegra». Nada sucio se arroja a la lumbre, pero muy en especial las cáscaras de los huevos, porque con ellas quemaron a san Lorenzo […]siendo éste el nombre con el que llaman al sol, mientras que el gallo y la gallina son símbolos de la abundancia por los huevos que producen: serán la personificación del sol». En Bergantiños (A Coruña), además, se recoge que «cuando uno saliva sobre el fuego, le increpan diciendo: «Judío, no escupas en el fuego,que salió por la boca del ángel«. [También] estaba prohibido mantener relaciones sexuales frente a él», tal y como nos cuenta el profesor emérito de la Universidad de Málaga, Demetrio-E. Brisset en su trabajo La rebeldía festiva (2009).
Poco más que contar, porque si no me recriminan que hago textos demasiado largos para la demanda de inmediatez en las comunicaciones actuales. Olla rápida porque, ahora, ni la placentera lectura puede cocinarse a fuego lento.
Tan solo quisiera comentaros antes de cerrarlo, que me emociona leer, escribir y sentir cosas así. Porque me transportan a lo más íntimo de mi ser, a nuestros orígenes. Porque me hacen sentir el aliento agónico de unas culturas populares que jadean doloridas y nos claman ayuda al percibir que nadie mira ya los fuegos de llama. Ya solo hay sitio para las hogueras de pantalla digital.
Un saludo desde el fuego de la casa que, hace ya bastantes años, nací. En él espero para celebrar la navidad. Espero que, al menos, hasta que me extinga yo, no se extinga él.
Felices fiestas y felices vosotros/as: solo es cuestión de mantener la llama encendida.
No en todas partes es dichosa la Navidad. No al menos en las aldeas que circundan la montaña de Gorbeia. Porque, por mucho que se reúna la familia, que la mesa rebose de las más suculentas delicias, por grande que sea el alboroto… siempre habrá alguien que mencione el caso de la desdichada chica de Arane. Y de inmediato dejarán de sonar los villancicos y las miradas se tornarán al suelo, humilladas, impotentes ante la historia navideña más cruel que se recuerda. Porque en pueblos como Orozko, Zeberio, Zuia, Baranbio… no hay hogar en el que no se hable de aquella joven y su desdichado final.
Y es cierto. Porque cada invierno, cíclicamente, renace la leyenda de Aranekoarri, siempre cabalgando a lomos de los helados vientos que zarandean aquellas desoladas laderas de Gorbeia. Y todo pastor o baserritarra de cierta edad se la contará irremediablemente a sus hijos y nietos. Obsesivamente, instintivamente. Porque saben que no habría mayor desdicha en el mundo que la de que se perdiese la memoria, el recuerdo de aquella pobre chavala.
LA LEYENDA Dice la leyenda popular —»popular» en las dos acepciones del término— que una joven muchacha vecina del caserío Arana («Arane» en la dicción moderna), acuciada por la miserable economía de su familia, servía como criada en una gran casa de Murgia (Zuia, Araba). Siendo como eran las Navidades, sus amos le dieron un permiso especial para que abandonase sus labores y fuese a pasar las fiestas con sus ancianos y desvalidos padres. Éstos la esperaban, añorantes, en la elevada casería de Arana (Orozko, Bizkaia).
Como en aquellas épocas aún no existían ni diligencias ni otro tipo de transportes, se le ocurrió atajar por el macizo de Gorbeia, con la ilusión de ganar unas horas y así poder estar más tiempo con sus seres queridos.
De Murgia y por Sarria arriba, siguió el río hasta la zona de Arlobi. Y a continuación hasta el cruce de Katatxabaso, sobre Garrastatxu (Baranbio), en donde vería por última vez un lugar humanizado. Porque de ahí adelante comenzaba la montaña de verdad, el reino de las nieblas y tormentas, la más acongojante tenebrosidad, aquella que ni siquiera los más rudos pastores eran capaces de soportar: por eso hacían la invernada bajando al valle.
Frente a aquel espantoso panorama, ante la más descorazonadora soledad, se encontraba nuestra niña. Porque no dejaba de ser una niña… Dudó de su osadía pero no contaba con muchas horas de luz por lo que decidió arriesgar y encomendar a dios su designio.
Dicen que contaron los mayores del lugar que se vio aparecer una nube negra. También que rápido se enseñoró en aquellos parajes. Y que de repente estalló la tempestad, escuchándose por todos los valles el tronar de aquella inesperada cellisca que, entre remolinos, truenos y relámpagos hacía presentir el peor desenlace imaginable. Desorientada y presa del pánico, en el más descarnador abandono, se supone que falleció de frío y agotamiento aquella muchacha.
Se supone… porque nadie la volvió a ver jamás. También se conjeturó en el valle que habría sido devorada por los lobos. Y es que ni siquiera los restos de su cuerpo fueron jamás hallados. Tan sólo sus dos trenzas, cruzadas entre sí, marcadas milagrosamente sobre una piedra.
Aún hoy en día pueden visitarse esa piedra y sus marcas en el entorno de Nafarkorta, nada más entrar en el territorio vizcaíno de la gran montaña, en un lugar que, en memoria de la desdichada historia, se conoce desde entonces como Aranekoarri (Arane + ko + harri, ‘la piedra de [la muchacha de] Arana’).
Estela de Aranekoarri
Desde entonces no hay pastor que por allí pase y no se descubra la cabeza frente a aquel humilde altar. Dicen que hasta las gotas de las nieblas tan amantes del lugar son allí más gruesas de lo normal. Y que por ello se precipitan al suelo al igual que gruesas lágrimas. Porque allí el cielo se retuerce en su penar y no es espacio de luz sino de eterno llanto. Por eso se sabe que nunca ha habido una Nochebuena más triste en toda la historia del universo vasco. De ahí que digamos que no en todas partes es dichosa la Navidad.
LA REALIDAD Prácticamente en cada casa que preguntemos nos darán una versión de la misma leyenda pero con los adornos cambiados al antojo del hogar. Al margen de ésta que hemos presentado, la más común y relacionada con la Navidad, existe otra que dice que un padre despiadado y poco compasivo mandó a su hija pequeña a buscar las ovejas a aquella alta montaña, sin hacer referencia a fecha alguna, pero con el mismo desenlace.
La piedra citada es una estela funeraria medieval que se colocaría allí en memoria de algún personaje de cierta relevancia –la gente humilde no era merecedora de esos caros monumentos– que desconocemos y que fallecería súbitamente allí. Es circular y tiene cincelada una cruz griega, hoy casi inapreciable y que la imaginación popular relacionó con las formas de las dos trenzas cruzadas.
Tampoco el nombre del lugar hace en realidad mención al caserío Arana: en un antiguo apeo de límites se habla de ese entorno como «…llegaron al sel de Nafalgorta, al lugar […] que se llama “la piedra de HARNA” por donde ataja…» (1533). Arná es la denominación antigua de ese macizo entre Oderiaga, Egilleor, Kolometa… y que, al quedar en el olvido –aún queda algún anciano que lo recuerda pero es algo extraordinario– no tuvieron dudas en conectarlo equivocadamente con el nombre del caserío Arana, al otro lado del valle.
La leyenda no es sino una versión de unos cuentos populares extendidos por toda Europa y que en cada lugar se adaptó al lugar. Es la misma leyenda que nuestros Txanogorritxu, Caperucita Roja, Le Petit Chaperon rouge, Rotkäppchen… que Charles Perrault recogió del folklore popular y que publicó en 1697, ayudando a su difusión. Con el poco creíble recurso a la cándida niña, sola y desamparada, indefensa ante los más atroces peligros del mundo exterior.
No sería por tanto de extrañar que esta leyenda fuese moderna entre nosotros y que su presencia no se remonte más allá del XVIII o incluso del XIX.
El recurso de la niña desválida y sola en la montaña atacada por los feroces lobos, es un recurso usado en las leyendas de toda Europa
En el legendario lugar de Aranekoarri, dos orozkoarras erigieron en 1988, con más entusiasmo que acierto, un monumento con una fecha del fallecimiento de la muchacha, un 24 de diciembre y con un año estrafalariamente inventado: 1308. Por imaginación que no quede.
La estela que allí se muestra estuvo desaparecida durante décadas y fue reencontrada en unas peñas cercanas en 1985. Tienes una información más amplia y detallada en un extenso artículo que publiqué en la revista AUNIA-21, 2007, págs 96-116.
Inscripción en el monumento de Aranekoarri. Nada tiene que ver con la realidad y las fechas dadas no tienen ninguna base histórica
Cuando andábamos entrevistando pastores allá por 1985 –también en diciembre– fue José Larrinaga, de la majada de Okelugorta, el que más detallada información nos dio. Recientemente ha fallecido y le dedicamos aquí hace poco unas emotivas líneas. Quiere el destino que, también este 24 de diciembre vaya a esparcir la familia –en la mayor intimidad posible– sus cenizas en aquellos parajes. Ahora sí, en un día tan coincidente: un 24 de diciembre en el que seguro se rencontrarán en sus caminos de eternidad José que va y la muchacha de Arane que viene. Me sumo al recuerdo y homenaje a ambos.
Monumento de Aranekoarri
Para finalizar no puedo evitar hacer hincapié en la admiración que he profesado siempre a esa leyenda. Por ello, a nuestra única hija, le pusimos el nombre de Arane. Porque soy de los que me gusta conocer la historia pero… también de deleitarme en las leyendas, siempre más sugerentes que la realidad. ¿Y por qué vamos a dejar de soñar? Menos estando como estamos en plena Navidad. Eguberri on.
Cuando hace unos años fui padre, me invadió la necesidad de tener que recuperar el ritual del pan de Navidad, una costumbre muy nuestra y que habíamos abandonado años atrás, tras siglos de convivencia íntima con ella.
Quizá ya no tenía razón de ser desde que, deslumbrados por la modernidad, nos vimos aturdidos con la irrupción de la televisión y por los destellos cegadores de mariscos, cavas y turrones, con los que ya convivimos en estas últimas décadas. Unos lujos estos que, dicho sea de paso, nunca me han dado tanto placer como cuando hemos vuelto a la esencia, a cosas tan simples como rescatar el rito del pan de Nochebuena. Porque al ser padre y como nunca hasta entonces, se me ha reactivado la necesidad de transmitir lo mejor que llevo dentro. Y si es algo mágico, prodigioso y encantador como lo que os voy a contar, mejor que mejor para estas fechas.
Aunque a algunos os parezca mentira, hoy por hoy no hay nadie de cierta edad en el mundo rural vasco al que le resulte desconocido aquel ritual tan especial que daba —y da aún en muchos hogares— el pistoletazo de salida a la cena más ceremoniosa del año y, por ende, a todo el período de la Navidad.
Era el de más edad de la mesa el que cargaba con la responsabilidad de hacerlo, con la mayor solemnidad posible. En algunos pueblos, no en el mío, era costumbre rezar previamente un padrenuestro por cada difunto de la familia. Tras trazar con la punta del cuchillo una cruz en la base del pan, se besaba éste. Así quedaba purificado, apto para adquirir su verdadero potencial sobrenatural. A continuación, se procedía a cortar diversas rebanadas de pan que se repartían siguiendo la edad o la jerarquización de la mesa.
Pero el primero de los trozos cortados, el currusco, era el que iba a ser el protagonista del acto. Separado de la hogaza, se guardaba bajo el mantel, lugar que habría de ocupar toda la noche para pasar luego el resto del año en un armario o cajón. Todo el mundo con el que hablemos nos repetirá insistentemente que era un trozo que no se enmohecía en todo el año, indicio que ya nos pone sobre aviso de sus cualidades mágicas.
En algunos lugares, una vez colocado el pan ritual bajo el mantel, se rescataba el del año anterior y se repartía para ingerirlo, en pequeños trozos, entre todos los comensales y los animales de la casa, cerrando un ciclo anual. Se creía que actuando así se preservaba la salud: no en vano también es conocido en euskera como ogi salutadore, ‘pan que da salud’. En otras localidades, el más anciano de la casa untaba una punta del currusco en vino para ablandarlo y poder comerlo, repartiendo el resto entre los animales.
En mi familia sin embargo, no se hacía eso. Al contrario y al igual que en otros muchos lugares, se guardaba por si había que dárselo a algún perro enfermo de rabia: era el único método de sanación conocido para esa enfermedad. En otros valles cercanos, se arrojaba a los ríos crecidos cuando era inminente la inundación, para rebajar su cauce.
Asimismo en la costa vizcaína era lanzado al mar embravecido, para calmarlo, o en otros muchos lugares a las tormentas de pedrisco para evitar que descargasen, una vez más, su rabia.
Txomin Lili (1930-2019) mostrando sus trozos de pan de Navidad mientras nos explicaba sus cualidades sobrenaturales
No era extraño tampoco pensar que mientras aquel pan estuviese en casa preservaría de desgracias el hogar. También se daba a los mendigos pensando que así pondría fin a sus cuitas, porque su capacidad milagrosa no conocía límites.
Nosotros, que hoy vivimos en un piso y no tenemos ríos, mares o tormentas que calmar, pintamos con un rotulador el año en el primer trozo de pan cortado. Y lo tenemos como comensal invitado debajo del mantel durante toda la cena y, a la mañana siguiente, una vez pasado Olentzero, lo guardamos en un cajón junto a los de otros años. De ese modo vamos completando poco a poco el álbum de nuestras Navidades, el de nuestras fugaces vidas familiares.
Cada 25 de diciembre los miramos y comentamos al añadir un ejemplar más, contentos al ver que a Olentzero le ha encantado la idea y que por eso ha sido tan generoso con nuestra familia. Es lo que tiene la paternidad…
Este año pretendo hacerlo más bonito si cabe. Vamos a ser más desprendidos en el corte y dejaremos al día siguiente parte del pan en un exitoso comedero de pajarillos que hemos hecho este otoño. Para que ellos también sean felices y gocen de eterna salud. Porque nos hacen plenamente dichosos cada vez que acuden a comer y los vemos revolotear.
Es decir, que hemos adecuado e integrado la vieja tradición en los tiempos modernos para de ese modo intentar preservarla de la desaparición total.
Y lo hago así porque no quiero prescindir de esta costumbre tan íntima y que conocemos como “pan de Navidad”, “Gabonetako ogi bedeinkatua”, “ogi saludatu”, “ogi salutadore”… rito solsticial anual que es, al parecer, la última reminiscencia de una costumbre antiquísima que estuvo generalizada por toda Europa. ¡Vaya privilegio y suerte el poder rememorarla cada año!
Pero, como acostumbramos a hacer con este tipo de tradiciones tan interesantes, las abandonamos a su suerte para dejarlas morir por inanición. Sin el mínimo esfuerzo por revitalizarlas, readecuarlas o transmitirlas. Mientras, acogemos con generosidad y los brazos abiertos otros ritos navideños o de cualquier tipo que nunca han sido nuestros. Es que, a veces lo pienso, parecemos bobos.
Por favor, haced este año un esfuerzo para integrarlo en vuestras cenas. Os prometo que vais a ser más dichosos. Y que no os engañe el sistema: esto hace más felices a los pequeños de la casa que todos los juguetes del mundo. Eguberri on.
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