[EUSK] Maiatzeko ura, udaberriko ekaitz ezagunen eskutik datorrenean, epela izaten da. Horregatik, landareentzat oso onuragarria dela uste izaten da. Hortik dator gaztelaniaren esamolde ezaguna: «como agua de mayo».
Jada gogoratzen ez duguna da, antzina, jendeak ere euri-ur horien onuraz baliatu nahi zuela, landareek egin bezala.
Hala jaso zuen Jose Migel Barandiaranek Euskal Mitologia bere lanean (jatorrizko aipua, gaztelaniaz emanda): «Helburu horrekin, maiatzean euria ari zuenean, jende asko ateratzen zen estali gabe, orain dela gutxi Euskal Herrian nahiko zabalduta zegoen ohitura baten arabera».
Gaur, ohitura eder hori galdutzat jotzen dugu, eta, are okerrago, ahaztutzat.
[CAST] El agua de mayo, cuando viene de la mano de esas tormentas tan típicamente primaverales, suele ser cálida. Y por ello se considera muy beneficiosa para las plantas. De ahí la conocida expresión del castellano «como agua de mayo».
Lo que ya no recordamos es que, antiguamente, también las personas pretendían beneficiarse de las cualidades de esas benefactoras gotas de lluvia, al igual que lo hacían las plantas.
Así lo recogió José Miguel Barandiarán en su obra Mitología Vasca: «A este fin, cuando llovía en mayo, muchas personas salían descubiertas al aire libre, según costumbre bastante extendida, todavía hace poco, en el País Vasco». Hoy, damos esa bella costumbre por perdida y, lo que es peor, por olvidada.
Hoy es el Domingo de Ramos, dentro de la Cuaresma, el domingo previo al de la Semana Santa o de inicio de la misma. Y en él confluyen varias costumbres, muy generalizadas y extendidas.
ESTRENAR PRENDA. Ya que son fechas en torno al equinoccio de primavera, dado que comenzaba un nuevo período, que era un momento de renovación, era también costumbre entre la población estrenar cualquier prenda ese día. Fuese una vestimenta de cierto empaque o el más mínimo elemento, pero era de obligado cumplimiento.
Mejor ataviados que nunca, se acudía a la misa para bendecir los ramos que, a partir de ese momento, adquirían cualidades sobrenaturales y mágicas.
RAMOS. Informaban a Barandiaran desde Laudio (Daniel Isusi, 1935) que «Los ramos suelen ser de laurel (algunos de acebo, los cuales tienen un fin primordial: evitar el que otros desgajen el ramo de laurel). También se ve alguna que otra palma, sobre todo entre gente rica. El uso de que hace de los ramos benditos suele ser el colocarlos en medio de las tierras de labranza. También cuando hay tormenta fuerte, se suelen quemar».
CRUZ EN LOS CAMPOS. Sabemos además que, en este municipio de Laudio, en los campos de trigo, se colocaban por primavera una ramita de laurel bendecida el Domingo de Ramos junto a una cruz hecha con gotas de cera desprendidas de una vela bendecida el día de Candelas y con un poco de agua bendita que se cogía por Pascua y, para ser más explícitos, el Sábado Santo.
CRUCIFIJOS DE CASA. También se ponía una hoja de laurel bendecido en cada uno de los crucifijos de la casa para así complementar el poder protector de ambos elementos.
Hoy, cuando haciendo un recorrido en bicicleta me he encontrado con personas mayores que volvían a casa con su ramo de laurel bendecido me ha alegrado en sobremanera comprobar que aún palpita un mundo de tradiciones, costumbres y creencias que se niega a desaparecer.
Por el exterior de la cocina en donde anteayer celebrábamos la cena navideña escuchamos los maullidos de una gata callejera. De repente, la orden de mi padre fue seca y contundente:«Dad de comer a esa gata, que es Navidad«. Era la reaparición casual de una antigua tradición popular navideña…
Al momento me di cuenta de que se trataba de algo extraordinario, inconcebible en cualquier otro día, ya que no tiene simpatía alguna por los animales ni mascotas, siempre concebidos como seres supeditados al ser humano para su servicio y beneficio.
Por eso me sorprendió y maravilló el escuchar esa frase, porque sabía bien por dónde había que interpretarla.
En efecto, él, al igual que mi madre, siempre nos han contado que, cuando vivían en sus respectivos caseríos, en la noche de Navidad se compartía la cena ritual con los animales, dándoles algo de comida, haciéndoles partícipes del banquete y celebración porque vivían bajo el mismo techo y formaban parte de aquel universo conceptual llamado etxea, ‘la casa’, entendida como algo mucho más rico y complejo que una siempre edificación. Aquella tradición de repartir los alimentos navideños era una costumbre extendida y conocida aunque, por desgracia, hoy se encuentra asomada al borde del abismo del olvido.
Una espiga de maíz a las vacas, un puñado de cebada a las gallinas, algo de paja al burro… lo que fuese para que cada animal de la casa se sintiese dichoso y feliz. Porque, al fin y al cabo, también ellos eran criaturas de la creación.
Respecto a mi padre y madre, hace ya casi 60 años que bajaron de los caseríos para acomodarse en un piso más cercano al fondo fabril del valle. «Allí empezamos a vivir«, dicen. Pero, a la vez, sus mundos tradicionales se desmoronaron. Por ello, aquella costumbre de dar algo de comer a los animales había quedado proscrita, sin más, a sus recuerdos de la infancia y juventud. Sin embargo, ayer, a sus casi 88 años, como quien cierra un círculo, alguna llamada interior hizo que aquello reviviese en mi padre y nos mandó dar de comer a aquella gata. Con una motivación tan simple como contundente: porque era Navidad.
Extrapolándola, no me pareció mala enseñanza esa de compartir los recursos para buscar la felicidad mutua y la igualdad entre las personas. Porque así, tan contento se siente el que ayuda como el que es ayudado. Si no, que nos lo pregunten a nosotros o a aquella gata zalamera.
Para mí, el haberlo podido vivir, ha sido el más bonito de los regalos. Cosas de la Navidad…
Laminak edo lamiak euskal mitologiako izaki batzuk dira, eskuarki emakume itxurarekin eta, herri-usteen arabera, beste atribuzioen artean, pertsonak bahitzea ere egokitzen zaie, zorigaitzezkoak euren mundura eramateko.
Ez da harritzekoa beraz, tradizioaren arabera laminak bizi ziren lekuetara —normalean erreka inguruetan— hurbiltzean beldur izetea.
Kasu horietako bat, Memiño izeneko trokan dugu, Undurragako urtegitik (Zeanuri) hurbil edo bere uren azpian.
Ondoko Altzusta auzuneko (Zeanuri) neska-mutilak handik igarotzean, sudurra estaltzen zuten, laminen hats maltzurretatik babestu nahian. Aldi berean, behin eta berriz errezitatzen zuten «guk barikuen, makallaoa yan gendun» esaldia babes gisa, «guk ostiralean bakailaoa jan genuen», haragia jatea debekatuta zegoen ostiraletako bijiliak aipatuz, haiek benetako kristauak zirela eta Elizaren eskakizun guztiak betetzen zituztela jakinarazteko izaki mitologiko haiei.
Beldurrak estutzen gaituenean, edozein baliabide da egokia gure buruak defendatzeko.
Nik ere, badaezpada, aurreko bariku honetan bakailaoa jan nuen, urte jaioberria gaiztakeriez libratzeko.
Con las primeras luces del día de hoy, el cielo ha comenzado a mostrar sus iras, tronando con fuerza y exhibiendo fulgurantes relámpagos en el amanecer. Quizá en honor y gloria de San Miguel, el arcángel de la guerra y protección, del que hoy —8 de mayo— celebramos su día.
Fuera de leyendas, poco esfuerzo tenemos
que hacer para imaginarnos con qué pavor vivirían nuestros antepasados situaciones
similares que, aún hoy en día sabiendo su porqué, sigue estremeciéndonos.
De ahí que, desde el principio de los tiempos, se hayan experimentado mil y una artimañas para protegerse ante tal muestra de destrucción de la naturaleza. Muchas y muy variadas.
ELORRIA. Nos llama la atención que sea el espino blanco (crataegus monogyna, «elorri zuria» en euskera) el árbol sobre el que reposaban las esperanzas populares, suponiéndosele una infalibilidad protectora frente a los mortíferos rayos. Quizá por sobreentenderse que era de espino la corona de Cristo, aunque en realidad subyacen bajo todo ello creencias más antiguas, de poderes sobrenaturales atribuidos a árboles de hoja perenne, a simple vista, inmortales.
Sea como fuere, bien sabían los carboneros, pastores, arrieros o quien se viese sorprendido por una tormenta en un páramo, lo más efectivo era cobijarse bajo un espino. Porque, como si de un enclave sacro se tratase, allí jamás podría sacudir el rayo. Aún hoy en día nos insistirán que eso es así, argumentando su experiencia de años de observación. Justo lo contrario a resguardarse bajo un castaño o, mucho peor, bajo un haya pues son los árboles preferidos por las centelladas.
Pero lo bueno del espino es que, por suerte para aquella pobre gente, creían que era tan versátil que podía convertir en portátil su poder mágico: se llevaba a donde se necesitase. La perfección.
No es de extrañar por tanto que, como recuerdan aún muchos de nuestros mayores, se pusiesen cruces de madera de espino en heredades, barreras o en las puertas de las viviendas, para hacer inalcanzable al mal aquella porción de mundo humanizada.
Más arriesgado era quien osaba a caminar en plena tormenta, completamente convencido de que era indestructible frente al rayo por el simple hecho de llevar una flor de espino introducida en el ropaje del pecho. O por encerrar en la palma de su mano un ramillete de hojas cuando más atronaba el firmamento. O… por haber sido precavidos al insertar una espina de espino dentro de la mata de pelo o en el interior de la txapela. Si es que podíamos haber empezado por ahí. ¿O alguien duda de que la txapela vasca tenga superpoderes?
Post scriptum: nada más meterse el sol, justo después de publicar estas notas al atardecer, volvió a hacer presencia la tormenta, con un despliegue de aterradores rayos que hicieron retumbar los cimientos de la tierra y el corazón del más sereno de los seres. Así parecía cerrar el círculo el día, pavoneándose ante los humanos, acabando como empezó.
Hay situaciones en las que parece que la magia existe. No puede ser una simple coincidencia el hecho de que cada tema ande con su loco. Porque a mí… a mí siempre me encuentran esos temas y sucesos.
Dentro de la maraña de costumbres tradicionales que se practicaban en el hogar vasco, hay una superstición relacionada a algo tan humilde y cotidiano como es el barrer la cocina. Y llama la atención por ser capaz de atribuirle una función simbólica protectora.
Barrer la cocina, sí, pero no en cualquier momento sino justo antes de acostarse: es ahí cuando la magia del acto adquiría su máximo poder.
Desdichadamente, no creo que exista nadie hoy en día que conozca o practique esa costumbre protectora. Pero sí es común entre la gente mayor —sin ir más lejos mis padre y madre— el recuerdo del acto diario de barrer la cocina como última labor antes de acostarse, quizá como vestigio de aquel curioso ritual.
Es R. Mª Azkue (1864-1951) quien una vez más nos aporta en Euskalerriaren Yakintza sus referencias, que juegan con la ventaja de haber sido escuchadas hace prácticamente un siglo. Pero, incluso así, ya para aquel entonces le contestaban en Arratia que «Nuestros antepasados nos enseñaron a barrer la cocina al ir a la cama. No sé para qué era». No se sabía el porqué.
Más suerte tuvo en su Lekeitio natal en donde le aseguraban los más mayores que «A la noche, al acostarse, si se deja bien barrida la cocina, bailan después en ella los ángeles; en caso contrario, las brujas».
No sabemos qué extrañas creencias —o simples miedos— subyacen bajo esas referencias. O si se debe, sin más, para algo tan pragmático como el evitar la presencia de los roedores. Pero gracias al dicho investigador sabemos que pronto se recurrió a la religiosidad para enmascarar aquellas más supersticiones populares: «La noche del sábado, la Madre Virgen suele venir a la cocina a dar un vistazo» recogió en Barkoxe (Zuberoa).
Pero, a su vez, nuestra intrincada geografía ha posibilitado otras variantes de esas creencias, incluso discordantes entre sí. Por eso hay quien afirma que no puede barrerse la cocina al anochecer, pues eliminaríamos también la buena suerte que, invisible, impregna el hogar. O, de barrerse, dejar apilado lo recogido, sin tirarlo, hasta la mañana siguiente. Pero quedémonos con la primera de las versiones, la de barrer.
Porque cierto es que la escoba se usaba como símbolo de la purificación ya desde la Romanización, bien como tal, —scopa, escoba— bien con ramilletes de ramas de diversas plantas o arbustos, utilizadas para la limpieza ritual doméstica. Por ejemplo, en caso de un funeral. También en el ámbito público, como parte de la pureza ceremonial (La escoba y el barrido ritual en la religión romana, de Santiago Montero Herrero, 2017).
En realidad no sabemos si tiene que ver con aquello tan lejano o no. Así es que, una vez más, nos asomamos al vacío del tiempo, al del desconocimiento de lo que fuimos. Por eso reflotamos hasta aquí la vieja costumbre, para insuflarle vida de nuevo, con la esperanza que que alguien algún día consiga aportar un rayo de luz.
La contestación era oro molido. Nunca
habíamos hablado de ello en casa, por lo que aquella respuesta me dejó
estupefacto.
Era diciembre de 2018 y, en una
visita rutinaria a casa de mis padres, les pregunté por una extraña creencia
que el sacerdote José Miguel Barandiaran había recogido en sú día de un
informante de Laudio —J. C. de Orue— en 1935.
Decía en aquellos apuntes manuscritos y aún sin publicar que «se cree [en Laudio] que las cerdas del caballo, depositadas en un lugar pantanoso o simplemente húmedo, al cabo de tres meses, se convierten en culebras».
Sabía además que aquello no era algo puntual o local sino que se trataba de una creencia generalizada, ya que teníamos otras referencias recogidas en otros pueblos por el también sacerdote R. Mª Azkue: «Un cabello puesto en una jofaina se convierte en culebra», «Las crines de yegua se convierten en culebras en el agua», «Las culebras de los arroyos son producción de los pelos del caballo» entre otras (Euskalerriaren Yakintza-I, 1959).
Al preguntarle —y sin poner mucha esperanza en la contestación—, pronto respondió mi padre, airoso, fehaciente como pocas veces, sintiéndose dueño y señor del relato: «Sí, hombre… Yo también he visto de chaval. Ya me acuerdo de una vez que, cuando éramos chavales, hizo Pedro al lado de casa. Sí, unas culebras, con pelos de yegua en un bote… Allí se veía como se les iba haciendo la cabeza, dentro del agua. ¡Bah! Pero al de un tiempo nos aburrimos y lo tiramos todo».
Se refería a Pedro, el hermano
con el que estaba todos los días, su gran confidente y que acababa de fallecer
un par de meses atrás.
Dejó el relato y, pensativo,
volvió a ensimismarse mientras movía una y otra vez, inquieto, las leñas del
fuego bajo.
Pronto mi madre, que también había recibido con asombro aquella creencia que ella desconocía, sin pretenderlo, volvió a encauzar la conversación. «Buf, las culebras… ¡qué asco de animales! Enseguida se metían en la cuadra para poner los huevos al calor de la basura. Y lo malo es que bebían la leche».
Y es que, para quien lo
desconozca, a pesar de no tener nada que ver con la realidad, dentro del
conjunto de las creencias populares, se piensa que las culebras y serpientes
pierden el sentido por la leche, una tentación que les resulta irresistible.
Así contó como a «alquien conocido de no sé qué caserío» —porque así de imprecisas son y han de ser esas referencias que validan todo sin ser verdad— le había sucedido que la vaca no daba leche, ni un día ni al siguiente ni al otro, hasta que se dieron cuenta que había una culebra en la cuadra. Porque las culebras se yerguen y maman la leche de las ubres sin que los animales se den cuenta. Legendaria es la astucia de estos animales, como nos inculcaron desde la misma Biblia.
Aquella debilidad también se aprovechaba para sacarlas de la cuadra. Ahora al unísono y solapándose, los dos —padre y madre— me aseguraban que se ponían varios platos, enfilados, con un poco de leche en cada uno para así ir indicando a la culebra el recorrido que debía tomar para salir hacia la calle, para alejarla del caserío. Varios platos o no, porque a veces también valía con uno solo. Y funcionaba, vaya que si funcionaba… aunque nadie lo ha visto jamás.
Asimismo, en nuestra misma casa vivía Angelita —Ángela Goiri Egia (1925-2019)— natural de los caseríos de Izardui (Laudio) y que, por diversas razones de vecindario, para mí siempre había sido una especie de tía.
Recuerdo cómo, siendo muy chavales, nos contaba con todo lujo de detalles un caso que ha ella le habían contado recientemente. Una vez más, le había sucedido a «un chaval conocido de no sé qué caserío» que le mandaron ir a coger agua a la fuente. Con tan mala suerte que, fatigado, se durmió mientras llenaba el botijo. Recostado en el suelo, una culebra se le introdujo por la boca y se alojó en su interior. Nadie adivinaba a saber qué le sucedía a aquel muchacho que, de un día para otro, iba perdiendo salud. Hasta que a alguien más experto, se le ocurrió pensar que podría tratarse de una serpiente. Llevaron al muchacho a la fuente y lo colocaron en la misma postura, recostado y con la boca entreabierta, imitando en lo posible el estar dormido. Fuera, un plato bien colmado de leche que pronto surtió efecto: salió la culebra y por allí se perdió entre unos matorrales. Por eso nos advertía Angelita que, como moraleja, había que tener cuidado de no dormirse en el monte. Y menos con la boca abierta.
Entusiasmado con lo que me habían
contado mis padres, le pregunté de nuevo por aquel relato de 40-50 años atrás.
No lo recordaba ya. Falleció unos meses después.
Quizá el olvido fue una respuesta natural pues, siendo como era buena cristiana e intuyendo su final, no olvidaría la maldición bíblica lanzada sobre el reptil: «Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu prole y su prole». Y es que desde entonces la serpiente pasó a ocupar para siempre un lugar maldito en su relación con los humanos. De ahí que nadie quiera saber nada de ellas salvo en cuentos y creencias. Desgraciadamente, en breve habrán dejado para siempre las culebras de beber platos de leche. Más aún si eran culebras de aquellas que se metían en el caserío, aquellas que se fabricaban con pelos de yegua metidos en un bote de agua…
Notas: Aunque sea una creencia propia de Vasconia, no es exclusiva de ella, ya que es algo compartido en el tercio oeste de la península así como en varios países de Sudamérica.
De las serpientes que bebían de los pechos de las mujeres, se dice que insertaban la cola en la boca del bebé para engañarlo y para que así no despertase a la madre. Otra muestra de su legendaria astucia…
Por otra parte, al introducir los pelos en agua se retuercen y pueden dar la sensación de movimiento. O quizá se relacione esta creencia con algunos animalillos que habitan en el agua no corriente de algunas fuentes. Quizá de ahí la costumbre, también del ámbito vasco, de purificar con una expresión jaculatoria (amén, Jesús…) aquellas aguas que se cogían tras la oración que anunciaba la llegada de la noche. O introducir un tizón encendido en el recipiente, haciendo con él la señal de la cruz.
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