En estos momentos se estará repitiendo un año más en Fresnedo —localidad rural del municipio de Soba, Cantabria— el ritual de las «marzas». La fiesta consiste en una cuadrilla de muchachos que desde la mañana hasta el anochecer, recorre los pueblos y aldeas del entorno cantando unas coplas y pidiendo ese donativo que luego usarán para hacer una merienda.
Es, en resumen, otro más de nuestros carnavales rurales. Pero en nuestro caso, sin ningún turista, en su más esencial expresión, con más pureza que adorno, más espontaneidad que diseño previo… Porque no lo necesitan.
Allí estuve el año pasado, acompañándoles para interiorizar la fiesta y fotografiarla. Y desde aquel entonces, todo se zarandeó en mi interior porque creo que allí encontré la piedra angular necesaria para enlazar la interpretación de varias fiestas de invierno. De hecho, para eso fui hasta allí, guiándome por lo que había escuchado, a un ritual que, al margen de los que lo organizan o toman parte, poca información conseguiremos en internet o en el mismo ayuntamiento. De ahí su pureza, su estado virginal: mi cámara fue la única que les acompañó durante todo el recorrido de la tarde: magia en estado puro.
MARZAS. Las marzas, como recogemos de la wikipedia, son las «el nombre que reciben los cantos con los que se recibe al mes de marzo, conmemorando así la llegada de la primavera. Se cantan el último día de febrero o el primero de marzo en numerosas localidades ubicadas en la zona norte de España, como en Burgos León, Palencia y, especialmente, en Cantabria«. También, por proximidad, se dan en Bizkaia, en municipios como Karrantza o Lanestosa (pincha para ver vídeo) y, creo que en la actualidad desaparecidos, en Turtzios y Artzentales. Y nuestros estudios etnográficos los han pasado de puntillas porque quizá no encajaban con la idea preconcebida que teníamos de la cultura de nuestro país, cuando en realidad son una joya de valor patrimonial incalculable.
A pesar de lo aparentemente antiguo de esta celebración, su nombre no se documenta hasta 1910 (Diccionario Enciclopédico Hispano Americano) y ya en su definición nos da pistas de no ser tan estricto en las fechas como en la actualidad sino que se trata de un ritual de invierno, otra muestra más del carnaval rural. Dice así: «Copla que en la Nochebuena, en el Año Nuevo y en la misa de los Santos Reyes van cantando por las casas de las aldeas, por lo común en la corralada, unos cuantos mozos solteros«. También añade como segunda acepción que se conoce con el nombre de marza también al «obsequio de manteca, morcilla, etc. que se da en la casa a los marzantes para cantar o para rezar«.
De su amplitud de las fechas nos habla el Cancionero popular de la provincia de Santander (Córdoba y Oña, 1955) y que recoge también Antonio Montesino en su obra —imprescindible— Las marzas (1991): «los tiempos de celebración de esta modalidad de canto petitorio […] eran los meses de diciembre (Navidad y Nochebuena), enero (Año Nuevo y Reyes), febrero (última noche) y marzo (primer día o viernes del mes)«. Pero cita que se repiten rituales idénticos —algunos denominados asimismo como marzas— «en carnaval«, etc. Y eso, particularmente, me encanta que sea así por las puertas que nos abre.
EL NEXO. Lo que yo viví en Fresnedo el año pasado, en su estructura, planteamiento, participación y esencia no se diferencia mucho de los coros de Santa Águeda, tan típicos del occidente vasco, como luego veremos. Con una sola diferencia: las pieles de oveja a la espalda y los grandes cencerros —campanos— que hacen sonar en su espalda. Y es ahí en donde las marzas de Fresnedo se muestran como elemento patrimonial extraordinario, único, ya que nos muestras a las claras el nexo entre los carnavales de invierno y los coros de Santa Águeda.
RITUALES MASCULINOS. Tanto las marzas como los coros de Santa Águeda se han compuesto de jóvenes muchachos, siempre varones, recién pasados de la infancia a la juventud y es eso precisamente lo que se celebra, porque no deja de ser un ritual de paso, propio de la masculinidad, el acceso a la sexualidad, a la posibilidad de procrear, de generar nueva vida. Al igual que los carnavales rurales, siempre limitados a los muchachos que, a menudo, usan la metamorfosis que le facilitan la máscara y el disfraz, para representar lo femenino, la fertilidad y prosperidad.
Esos coros o rondas juveniles, representan esa época en la que los muchachos abandonan los juegos, comienzan a vestir pantalón largo, ocupan espacios para adultos dentro de las iglesias, comienzan a participar en labores sociales como auzolanes o veredas, en trabajos de casa propios de adultos. O, en su proyección social, toman a su cargo la organización de las principales fiestas y bailes del pueblo. En euskera se conoce ese tránsito como «mutiletan sartu» y como «la mocería» en castellano.
De ahí que, por coincidencia en la edad, ese rito de paso a la juventud como son los coros de Santa Águeda sea mezclado en muchas poblaciones con los quintos, aquellos muchachos que debían acudir al servicio militar, obligatorio en las provincias vascas a partir de la Constitución de 1876 —y su desarrollo especifico por Ley de 1878—, a los que se despedía con una fiesta realizada con lo recogido, ya que se alejaban en muchas ocasiones para varios años, a pasar serias penurias. Precisamente eran llamados a filas en la edad que ya se consideraban no niños sino principio de adultos. Todos hemos escuchado aquello de que de la mili se regresaba hecho un hombre.
PRIMERA COMUNIÓN. Tampoco es ajena la Iglesia a este ritual del paso de la infancia a la edad adulta y que lo encubre y enmascara a través de una celebración creada ad hoc, como lo es la Primera Comunión. Recordemos asimismo que a esa fiesta cristiana accedían los muchachos jóvenes, de 12-14 años, y a los que se remarcaba al finalizar la ceremonia que «Orain, gizon egin zara«, ‘ahora te has hecho hombre’, algo clarificador para lo que intentamos mostrar den este artículo.
Es más, cuando en 1909 el papa Pío X ordenó rebajar la edad del ritual sacramental a los siete años aproximadamente, el pueblo no lo asumió bien porque aquello ya no representaba un paso de jóvenes a la edad adulta. De ahí que en muchas localidades vascas documentemos en esas décadas una duplicidad de dicha celebración: la «komunio txikia» y la «komunio handia» (‘comunión pequeña y comunión grande’), es decir, lo impuesto desde Roma frente a lo interiorizado en la población.
Tampoco es casualidad que la Iglesia celebre el sacramento de la Primera Comunión en primavera, el período pascual, renacimiento de la naturaleza per se, como lo es la juventud o la pubertad.
SANTA ÁGUEDA VASCA. No sabemos cuál es el motivo por el que aquellas fiestas de invierno en las que se los muchachos recientemente llegados a la edad adulta —el período de «mocería» finalizaba al casarse o al tener edad para ello— se celebraron en el occidente vasco en torno a la figura de Santa Águeda. Quizá por honrar a aquella primera mártir femenina del cristianismo, por el hecho de ser mujer y de haberle cortado los pechos, símbolo por excelencia de la fecundidad y la generación de vida. También acaso por su fecha a principio de febrero, propia para integrar y reconducir en ella los carnavales rurales que tanto incomodaban a la Iglesia.
Por otra parte, las «mocerías» tan propias de Álava y Navarra (Atlas etnográfico de Vasconia, Ritos de nacimiento al matrimonio, 1998) tienen como fiestas propias de los muchachos varones las de Carnavales y la de Santa Águeda, cuyas fiestas organizan por tenerla como su patrona. Algo muy propio por tanto.
LOS COROS. Los coros de las marzas de Fresnedo, que tanto me emocionaron hace un año por su extrema pureza, coinciden en muchos aspectos con las descripciones de los coros de Santa Águeda que disponemos. En tantos detalles que es inevitable el plantear que se trata de una misma celebración, con dos manifestaciones folclóricas posteriores que las diferencian en lo estético. Me valgo para esta ocasión del artículo periodístico «Los coros de Santa Águeda» de Víctor R. Añíbarro en la revista Estampa, nº 161, de 1931.
Habla este artículo de que en todos los coros hay un «gizonzarra, un hombre maduro» que es el que ordena y gobierna el grupo, el que se encarga de transmitir la tradición a los más jóvenes. Esta figura ya desdibujada en Fresnedo, también es habitual en las cuadrillas de mozos de la Vasconia meridional, conocida como «mozo mayor«.
También relata Añibarro cómo «los cantores detiénense ante los caseríos y uno de ellos hace la pregunta de ritual «Abestu edo errezau?» (¿cantamos o rezamos?). Porque en el caserío puede haber algún enfermo o sus habitantes están aún sumidos en el dolor de una desgracia reciente. Se atiende siempre a la respuesta«. Me quedé petrificado cuando, tras haber conducido hasta una vivienda lejana en las montañas de Fresnedo, se mandó no cantar porque alguien de la casa estaba enfermo en la cama.
También se tiene en común que cada participante se acompañe de un gran palo, adornado —no recuerdo haberlo visto el año pasado en Fresnedo— con cintas de colores que, por cierto, recuerdan a esas danzas tradicionales de un mástil y largas cintas que representan a los árboles o a los mismos árboles rituales llamados mayos, mayas o maiatzak.
Coinciden también en que se cante en corro, una canción repetitiva con alusiones en la letra de las marzas a la mujer, algo que recuerda al «si en la vivienda hay una joven, una neskatilla (sic), no hace falta tampoco en la canción la correspondiente alusión galante» del artículo vasco.
Y sobre todo, coinciden con la descripción de Añibarro en que «En todos los sitios son acogidos con cariño y, en la aldea sobre todo, tienen el valor de una emoción muy querida que subsiste en el alma aldeana con toda su fuerza primitiva«.
LAS MARZAS. Pero centrémonos en las marzas de Fresnedo de Soba, en todo su lujo de detalle. Para ello prefiero citar directamente las palabras de Ángel Rodríguez en su librillo Los dulzaineros de Fresnedo de Soba (2015) ya que lo resume perfectamente y con más certeza que lo que yo podría ofrecer: «El grupo de marceros lo forman exclusivamente los mozos, excluyendo al género femenino. Se reúnen en algún lugar sin ser vistos, donde se disfrazan y caracterizan convenientemente. Lo componen varios personajes, que se diferencian por sus vestimentas, encargados además de funciones diferentes. Los marceros, conocidos en Soba como «ramasqueros» por el ramo que porta uno de sus personajes, van ataviados con pieles de oveja colocadas en su espalda a modo de capa. A la cintura se ajustan las colleras, portando un buen número de campanos y campanillas que han sido retirados de sus animales para la ocasión. Llevan también un palo con el que andan y saltan al modo pasiego. A los encargados de cantar las marzas se les denomina «cantadores» visten de blanco luciendo una banda colorada. Otro componente que compone la mascarada es el «torreneru» que, cuévano a la espalda, es el encargado de recoger el aguinaldo (chorizos, huevos, castañas, quesos…). Por último está el «ramasquero» que porta el ramo, generalmente de acebo, decorado para la ocasión. Este es el personaje más peculiar. Cubre su rostro con una careta de piel de oveja y lleva un atuendo formado por elementos carnavalescos y prendas femeninas, en ocasiones llevando una pandereta. Todos los personajes cubren su cabeza con un capirote adornado con cintas de colores.
Una vez terminada la caracterización, los ramasqueros se dirigen a las casas de los vecinos. Resuenan los campanos, agitados por los mozos que los portan, hasta que llegan a la vivienda donde los cantadores hacen la pregunta de rigor: «¿Cantamos o rezamos?». Si en la casa se guarda luto, se rehúsa al cantar y se reza si así se solicita. Si se pide del canto, pronto los mozos cantadores comienzan a entonar las marzas. Rara es la vez que se cantan al completo, pues enseguida los ramasqueros comienzan a agitar sus campanos entre gritos y relinchos. Y es que, como dice la canción «…dénoslo señora, si nos lo han de dar, sin cortos los días y hay mucho que andar». El torreneru se encarga de recoger el aguinaldo y se dirigen a una nueva casa. Este proceso se repite en todas y cada una de las casas del pueblo, así como en los pueblos vecinos. Con los obsequios obtenidos, se reúnen todos los participantes para celebrar la parranda«.
Sobran las palabras ante tal cúmulo de símbolos tan virginales y desconocidos fuera de Fresnedo. Pero es fácil enlazarlo no sólo con nuestros coros de Santa Águeda sino con carnavales mucho más alejados, como los de Ituren y Zubieta, u otros similares o rituales en torno al árbol, conocidos entre nosotros como basaratuste ‘carnaval del bosque’ o kanporamartxo y etxeramartxo— cuyo segundo componente del término, martxo, al menos en apariencia, no dista nada del nombre «marza«.
LAS LÁGRIMAS DE GELÍN. Por nada del mundo habría de imaginarme yo que, cuando buscaba algún enlace para participar como observador en las marzas de Fresnedo, la familia más memorable del mismo iba a ser la de los Pérez, saga de dulzaineros locales. Y es que allá por el año 2000 estuve en casa de Terio, al que fotografié junto a su esposa. Terio era un afamado dulzainero y motor de las marzas, ya fallecido, e hijo del legendario Ángel Pérez— gracias a uno de sus nietos, Mikel, del que por aquel entonces era yo profesor y ahora amigo. Hijo de Terio y nieto de Ángel es otro Ángel —padre de Mikel— que, por diferenciarlo del abuelo, se conoce en este entorno como «Gelín» (de Angelín, claro está), al que también conozco.
Con él coincidí en el bar Casatablas, el punto de encuentro referente del valle —y por cierto con muy buena y económica comida— mientras esperábamos a que apareciesen los marceros en su recorrido. Un problema en una pierna le impedía participar este año, supongo que por primera vez en su vida. Pronto irrumpieron los atronadores campanos y en una carrera por la carretera aparecieron de la nada los sudorosos marceros. Allí, dentro del grupo, estaban sus hijos Alberto y Mikel. Y Adrián, el hijo de su hermana Delfina. En ese momento, cuando vimos aparecer en la lejanía al grupo, mientras charlábamos con sendos vasos de vino en la mano, vi cómo se le humedecían a Gelín los ojos por la emoción. No dije nada y respeté su silencio. Porque en ese mágico momento necesitaba todo el universo para él: le estaban hablando sus genes, sus raíces ancestrales. Allí estaba, con la mirada perdida, ausente, inmerso en la silenciosa soledad que había edificado para aislarse del tronar de los campanos. Y sus vivencias personales propias, las de sus antepasados y las de su descendencia se encontraron allí, junto a la húmeda tierra de aquel encajado valle en donde nos encontrábamos. Entonces comprendí lo que eran las marzas de Fresnedo para aquella gente que, dicho sea de paso, tan bien me acogió: historia, pureza y, sobre todo, emoción. Benditas aquellas lágrimas de Gelín, que regaron el renacer primaveral de la historia…