25 de marzo y la vida

Hasta no hace tanto, y todavía recordada por la gente de mayor edad, la fiesta del equinoccio, la de la entrada de la primavera, era el 25 de marzo. Y se celebraba con gran solemnidad, ya que la Iglesia, una vez más, adaptó aquellas celebraciones paganas previas a su credo. Así, aquel culto al renacer de la naturaleza quedó suplantado por el supuesto anuncio que el arcángel Gabriel hizo a María, anunciándole su embarazo. A partir de entonces, aquel dios etéreo e intangible pasaba a ser algo real y con rasgos humanos. De ahí que esa fiesta del 25 de marzo se conociese tanto como la Anunciación (del embarazo) como la de la Encarnación (porque comenzaba a engendrarse el dios de «carne» y hueso).
Pero dejemos estos aspectos a un lado y veamos qué recordamos aún de aquella fiesta de culto y reverencia a la naturaleza y la primavera.

Petirrojo alimentando a una cría de cuco. Imagen, web «Mis animales»

EL KUKU. En la tradición popular de Llodio se creía que el día 25 de marzo era cuando llegaba el cuco o cuclillo —kuku, ave migratoria de característico canto— hasta nosotros para permanecer hasta el día de su partida, 29 de junio, día de San Pedro. Es decir, hasta el inicio del verano. Entonces vuela hasta Orozko, al barrio de Murueta donde celebran los sampedros, merienda opíparamente y emprende el vuelo para no volver hasta el año siguiente.

A pesar de su poco honesto comportamiento, ya que pone los huevos en nidos de otras aves, engañándolas, el cuco es un pájaro que se considera de buen agüero y se creía que traía la bonanza, el buen tiempo o la primavera. Por eso, en el ámbito rural, nunca se le ataca o molesta o respetan sus desproporcionadas crías.

LA PROSPERIDAD. Es creencia popular, también hoy en día, que «…cuando se oye cantar al cucu, si se tiene dinero en el bolsillo, se andará bien de dinero durante el año; en cambio, si tienes el bolsillo planchado, así también andarás», tal y como le refiere el laudioarra Daniel Isusi a Barandiaran en 1935.

LA VIDA. Fuera de nuestro entorno y extrapolándolo a otras creencias de escala más universales, desde la época clásica y como ya hemos contado en otras ocasiones, se creía que el cuco era en realidad un gavilán que se transformaba en cuco, según su deseo. Tenía la exclusiva virtud de vivir unas épocas en el inframundo de los muertos —cuando no lo vemos— y, otras, en el de los vivos. Para colmo, era capaz de interactuar ente ambos estadios, pudiendo hacer que los seres se debatiesen entre la muerte o a la vida.

Heredera de aquella antigua convicción será, con seguridad, la creencia popular general, también muy conocida en el ámbito vasco, de conjeturar que, cuando una persona o animal enfermo o moribundo escucha el cuco, sanará o al menos vivirá un año más.

AUMENTO DE LA LUZ Y LA AGRICULTURA. Por otra parte, a medida que se prolongaban las horas de luz, aumenta también la posibilidad de acometer más trabajos. Y más que posibilidad, se trataba de una necesidad en el caso del cultivo de los campos, en plena actividad.
De ahí que se considerase que, a partir de esta fecha equinoccial, se podía fraccionar la labor al haber aumentado su volumen, gracias a que anochecía más tarde. Lo recuerda un dicho popular bien conocido entre nosotros: «Nuestra Señora de marzo, merienda y descanso».

Feliz primavera. En especial para José, Germán y Teresa Sagardui, fallecidos trágicamente en Okondo y que ahora, en su nueva vida, estarán conversando con los kukus que cada primavera visitaban su caserío de Garrastatxu en Markuartu.

Dad de comer a esa gata, que es Navidad

Por el exterior de la cocina en donde anteayer celebrábamos la cena navideña escuchamos los maullidos de una gata callejera. De repente, la orden de mi padre fue seca y contundente: «Dad de comer a esa gata, que es Navidad«. Era la reaparición casual de una antigua tradición popular navideña…

Al momento me di cuenta de que se trataba de algo extraordinario, inconcebible en cualquier otro día, ya que no tiene simpatía alguna por los animales ni mascotas, siempre concebidos como seres supeditados al ser humano para su servicio y beneficio.

Por eso me sorprendió y maravilló el escuchar esa frase, porque sabía bien por dónde había que interpretarla.

En efecto, él, al igual que mi madre, siempre nos han contado que, cuando vivían en sus respectivos caseríos, en la noche de Navidad se compartía la cena ritual con los animales, dándoles algo de comida, haciéndoles partícipes del banquete y celebración porque vivían bajo el mismo techo y formaban parte de aquel universo conceptual llamado etxea, ‘la casa’, entendida como algo mucho más rico y complejo que una siempre edificación. Aquella tradición de repartir los alimentos navideños era una costumbre extendida y conocida aunque, por desgracia, hoy se encuentra asomada al borde del abismo del olvido.

José Barbara (Okeluri, Laudio) dando una espiga de maíz a cada vaca

Una espiga de maíz a las vacas, un puñado de cebada a las gallinas, algo de paja al burro… lo que fuese para que cada animal de la casa se sintiese dichoso y feliz. Porque, al fin y al cabo, también ellos eran criaturas de la creación.

Respecto a mi padre y madre, hace ya casi 60 años que bajaron de los caseríos para acomodarse en un piso más cercano al fondo fabril del valle. «Allí empezamos a vivir«, dicen. Pero, a la vez, sus mundos tradicionales se desmoronaron. Por ello, aquella costumbre de dar algo de comer a los animales había quedado proscrita, sin más, a sus recuerdos de la infancia y juventud. Sin embargo, ayer, a sus casi 88 años, como quien cierra un círculo, alguna llamada interior hizo que aquello reviviese en mi padre y nos mandó dar de comer a aquella gata. Con una motivación tan simple como contundente: porque era Navidad.

Extrapolándola, no me pareció mala enseñanza esa de compartir los recursos para buscar la felicidad mutua y la igualdad entre las personas. Porque así, tan contento se siente el que ayuda como el que es ayudado. Si no, que nos lo pregunten a nosotros o a aquella gata zalamera.

Para mí, el haberlo podido vivir, ha sido el más bonito de los regalos. Cosas de la Navidad…

Mercado de Santo Tomás y tres de Laudio

Al igual que en otros muchos pueblos de Bizkaia (no es un lapsus), también en Laudio era costumbre abonar la renta anual del caserío el 21 de diciembre, festividad de Santo Tomás. Para ello, aquellos baserritarras inquilinos, solían bajar a Bilbao pues era allí donde normalmente vivían las acaudaladas familias, propietarias de muchas de esas edificaciones. Llevaban capones y/u otros productos del caserío para complementar el aporte monetario.

Y, aprovechando aquella incursión en la ciudad, llevaban otros productos a modo de vendeja.

A la bonita estampa hay que sumar que, en las décadas a caballo entre el XIX y el XX se daba en Bilbao un pintoresco mestizaje entre la cultura urbana, moderna y floreciente de la belle époque bilbaína y el vistoso mundo rural, muy condicionado por la tradición y el inmovilismo promulgado desde las esferas ideológicas y políticas.

Mercado de Santo Tomás en la plaza Vieja, junto a San Antón. Cinco años después se comenzaría a celebrar en la Plaza Nueva

Y ahí es cuando aparecen tres personajes, amigos entre sí, que compartieron sus vidas entre Bilbao y Laudio. Siendo como soy oriundo de este municipio, barro para casa a la hora de ubicar a estos tres populares artistas.

FELIX GARCI-ARCELLUZ (1869-1920). Se trata de un polifacético personaje bilbaíno que, durante muchos años, vivió en Laudio, en una casona que ya no existe, frente a la iglesia, en uno de los lugares más relevantes de la población.

A él debemos, entre otros muchos más méritos (en especial los relatos costumbristas de Klin-Klon), que el mercado de Santo Tomás se celebre desde 1915 en la Plaza Nueva, de un modo más organizado, funcional e higiénico. El anterior, más improvisado y popular, se llevaba a cabo en la Plaza Vieja, en las proximidades del puente de San Antón.

JOSÉ ARRUE (1885-1977). Ya para el año siguiente, el sagaz pintor abandotarra José Arrue había hecho un cuadro reflejando el mercado organizado por su íntimo amigo Félix. Años más tarde (1952), lo reeditaría para ser una de las láminas promocionales de los célebres calendarios encargados por el empresario Arcadio Corcuera. Posteriormente hizo más dibujos con la temática de este pintoresco mercado navideño. También José Arrue, nacido en Abando, pasó la mayor parte de su vida en Laudio, donde falleció, está enterrado y es un personaje muy querido.

Baserritarras, supestamente de Orozko, cogiendo el tren en Areta (Laudio) para acudir a Bilbao con los productos del mercado. Estación de Areta, de José Arrue.

RUPERTO URQUIJO (1885-1977). Ruperto recorrió el camino contrario a los anteriores ya que, siendo nacido y oriundo de Laudio, ya de muy joven fue a Bilbao a trabajar como ebanista y allí vivió hasta que regresó definitivamente a Laudio en 1925, es decir, cuando contaba con 50 años. Es conocido sobre todo por el zortziko Lusiano y Clara (1915) que, posteriormente, Luis Aranburu lo haría famoso convertido en la canción «En el monte Gorbea».

Allí, en los círculos de la cultura bilbaínos, conoció a Felix Garci-Arcellus y a José Arrue por lo que es normal que, en muchas ocasiones, veamos canciones, dibujos o relatos de uno y otro entrelazadas entre sí. A los tres les apasionaba lo mismo: reflejar aquel mundo rural idílico, tan identitario como país, y que desgraciadamente se desvanecía frente a los tiempos modernos.

Regreso del mercado. Día de Santo Tomás de José Arrue





ASTILLAS MÁGICAS: DE NAVIDAD A SAN JUAN

Se trata de un curiosísimo ritual del que ya nada sabemos. Al parecer, en la hoguera de San Juan —noche el 23 al 24 de junio— se quemaban unos trozos de madera que se habían reservado expresamente para esta función, en la noche de Navidad. Y más probablemente, se encendería con ellos.

La referencia de esta costumbre la tenemos en Laudio y la recogió Jose Miguel Barandiaran en 1935 de mano de un informante local, «D. de Isusi» . Y nosotros lo rescatamos ahora de unas notas manuscritas, sin publicar y desconocidas.

Dicen así: «Día 24 de diciembre, Nochebuena. Este día acostumbran gran cantidad de caseros hacer astillas de un palo gordo y grueso y luego meterlo al horno donde hacen los panes y, hecha esta operación, luego que está bien seco, lo guardan hasta el día de San Juan, quemándolo en la fogata del día».

Un tesoro de testimonio ya que es un modo ritual popular de enlazar los dos solsticios, el de invierno con el de verano, por medio del fuego, el símbolo del sol en la tierra, lo que realmente se celebra en estas dos fechas.

Y, mucho nos tememos —en realidad no tenemos duda alguna— , que aquellas astillas fuesen parte del tronco navideño del que ya hemos hablado en otras ocasiones, aquel que por su tamaño introducían hasta la cocina ayudados de una yunta de bueyes. Así es que, disfrutemos de todo el conjunto de tradiciones del día de hoy, porque no hay jornada más cargada de magia en todo el calendario: fresno, árboles que sanaban hernias, ritos con un sol que bailaba

El tronco navideño de Goirizabal

Uno de los actos navideños más significativos de nuestra cultura vasca consistía en quemar un gran tronco en el fuego del hogar. Era un madero que se consumía durante días y adquiría a partir de ese acto cualidades sobrenaturales, mágicas. Ya escribimos sobre él hace un tiempo. Pincha encima si deseas leerlo: Olentzero es un madero.

Pero es una tradición ya desaparecida e incluso su lejano recuerdo, inexistente o muy limitado. Por ello quiero centrarme en Laudio, el pueblo que me vio nacer, y dar unas referencias de aquel rito. Para mí es un hallazgo extraordinario, ya que he andado muchos años persiguiéndolo.

TAMBIÉN EN LAUDIO. En su día me había llamado la atención que el sacerdote antropólogo José Miguel Barandiaran (1889-1991) publicase que ese ritual del gran tronco navideño también era conocido en Laudio, pues en la actualidad es algo totalmente desconocido. Decía en 1956 que «El tronco que en Trespuentes ardía por Nochebuena en el hogar lo traía hasta la cocina una pareja de bueyes y allí estaba en el fogón durante todo el año. En […] Llodio [ardía] hasta la última noche del año»

Pero, como decimos, aquella curiosidad era totalmente desconocida en el Laudio industrial que yo conocía. Sabía que su dato partía de una información mucho más anterior ya que en 1922 publicó en su anuario de Eusko Folklore. Decía que «Se halla muy extendida en al país vasco la costumbre de quemar por Nochebuena en el hogar un tronco que recibe diversos nombres, según los pueblos. Lo mencionan los informes—que tengo a la vista—de Santa Lucía de Llodio […] En Santa Lucía de Llodio dicen que ha de durar hasta la noche vieja». Siendo una información recogida in extremis hace un siglo, de mano de la escasa gente que aún se recordaba aquella costumbre y encima muy mayores en aquel momento, parecía misión imposible conseguir más información local.

Espoleado por aquellos únicos indicios, en 2005, hace ya quince años, fui a entrevistar a poca gente mayor de aquel entorno de «Santa Lucía de Llodio» que citaba Barandiaran, para acotar la fuente de información ya que ni mi padre ni mi madre —buenos informantes en estos temas etnográficos— nada sabían de ello. Ya «en Santa Lucía» el primero en ser preguntado fue Mateo Eskuza (1944), otro excelente informante en estos temas, y nada supo contarme de aquel mágico madero de Navidad. Era lo más cercano a Santa Lucía disponible, así es que probé con los enclaves cercanos.

Pero los resultados fueron igual de frustrantes. Primero lo intenté con Mª Teresa Sojo Sojo (1921-2013) y Jesus Zubiaur Urkijo (1921-2007) del alto de Garate —límite de Laudio y Okondo— así como con Jose Egia (1930-2018) y su esposa Carmen González (1933) de la cercana aldea de Dubiriz. No conseguí nada en concreto del asunto que nos ocupa. Pero dado que a varios de ellos se los llevó el inexorable trascurrir del tiempo, me ha parecido bonito recordarles con estas letras y las fotografías tomadas aquellas frías tardes de grabación.

Jesús Zubiaur Urkijo (1921-2007) y Mª Teresa Sojo Sojo (1921-2013), en su caserío del alto de Garate, el día de la entrevista, el 13 de enero de 2005. In memoriam.
Jose Egia (1930-2018, goian bego) y su esposa Carmen González (1933) en la aldea de Dubiriz, el día de la entrevista, el 1 de febrero de 2005.

EL TRONCO Y GOIRIZABAL. A pesar de estar convencido de que aquella información recogida por Barandiaran era cierta, lo dejé por imposible creyendo que su recuerdo se había perdido para siempre.

Pero hay ocasiones en las que obran los milagros. Así, tras publicar aquel artículo Olentzero es un madero más arriba citado, se puso en contacto conmigo una vieja amiga —que no es lo mismo que «amiga vieja», pues somos de la misma edad— Lourdes Barbara Barbara, porque le había sorprendido que, aquello que ella había escuchado en casa y le parecía tan extraño, tenía por fin una razón de ser. Así es que, ella y su madre Juanita Barbara Arrazuria (1932), han traído la luz a ese apartado tan oscuro de nuestras costumbres.

Lourdes Barbara, acompañada de su madre Juanita Barbara, en el frente de su caserío Goirizabal

Ellas relatan lo que contaba su padre y marido, Enrique Barbara Perea (1918-2004) y a lo que no habían dado excesiva importancia. Tampoco el bueno de Enrique había practicado aquella costumbre del tronco pero sí lo sabía de mano de su padre Emeterio Barbara Marañón (1883-1946).

El vago recuerdo consiste en que en la mañana del día de Navidad, se traía un tronco muy grande del bosque. Intuyen Lourdes y su madre que era un tronco seleccionado y cortado —para conseguir un mínimo secado— de antemano.

Lo arrastraban con una pareja de bueyes y unas cadenas y, lo que mejor recuerdan, para introducirlo hasta el fuego del hogar, los bueyes se disponían para empujar hacia atrás. Dicen que atado el tronco en el «sogueo» de la yunta, es decir, en el yugo, entre los cuellos de los animales, en el lugar en donde se introducía la pértiga del carro. Pero también hablamos que quizá allí se trabase una larga pértica hasta la parte delantera del tronco o que el tronco descansase sobre un «carro mako» (dos ruedas con un eje usado para transporte de grandes troncos).

Sea como fuere, yendo hacia atrás, era como más podía acercarse el descomunal madero al fuego.

Recuerdan también, de modo muy vago, que allí ardía durante toda la Navidad, consumiéndose lentamente.

Enrique Barbara (1918-2004) con una yunta de bueyes en una imagen del archivo familiar. Era él quien recordaba los relatos del tronco de Navidad que le contaba su padre Emeterio (1883-1946), el último que lo había practicado.

¿POR QUÉ DEJARON DE HACERLO? La razón parece ser bien simple. Toda aquella maniobra era posible cuando la cocina de Goirizabal estaba en la planta baja —aún se reconoce la antigua ubicación en el extremo suroeste del caserío— y no en la primera planta, como está en la actualidad, porque era ya inviable el acercar el grandioso madero.

El caserío Goirizabal era un establecimiento (parada) oficial de toros sementales. Juanita Barbara nos muestra a sus 88 años la argolla a la que se ataban las vacas a cubrir… en aquella puerta que, en su día, vio pasar el tronco de Navidad empujado hacia atrás por bueyes

Sin duda esa es la razón de que haya desaparecido aquella costumbre que era tan apreciada entre los vascos. En origen, y tratándolo con todas las generalizaciones y licencias del mundo, los caseríos más antiguos (XVI) tenían la cocina en la cuadra, separada de los animales e incluso con unas pequeñas ventanillas a través de las cuales vigilaban de vez en cuando al ganado vacuno.

La cocina, como sucede en Goirizabal, estaba próxima a la entrada, en el ángulo delantero del edificio. Durante aquellos siglos XVI y XVII, el fuego se encendía sobre una losa colocada en el centro de la estancia, tan solo elevada unos centímetros del suelo. Es probablemente cuando más difusión tuvo el ritual de nuestro madero, que se dispondría cruzado sobre aquella losa, algo que iría desapareciendo a medida que el caserío vasco evolucionó. Y es que, a lo largo del XVIII y el XIX, se generalizaron las chimeneas de fuego bajo con campana adosada al muro, con unos hogares bastante más elevados del suelo y ya, a menudo, reubicadas en las plantas superiores del edificio. Es el «fuego bajo» tan rústico y típico a nuestros ojos pero que en realidad fue una modernización en aquellas épocas. Sería entonces cuando, por la imposibilidad de colocar allí el gran tronco, se iría paulatinamente perdiendo la costumbre. Y tan solo se mantendría en aquellos caseríos que disponían aún de aquellas cocinas en la planta baja, aquellas que eran el verdadero corazón y pulmón de la cultura vasca.

Antigua foto perteneciente al archivo familiar en la que se ve en Goirizabal,
un toro semental mostrado por el joven Enrique Barbara (1918-2004, esposo y padre de Juanita y Lourdes) que fue quien transmitió el recuerdo del rito del tronco navideño que había practicado su padre, Emeterio Barbara (1883-1946), en el centro de la imagen. A la derecha, Miguel Urquijo Maruri, alcalde de Laudio y hermano del compositor Ruperto Urquijo.

MUTACIÓN DE LA TRADICIÓN. Quizá, al ser imposible continuar con aquella tradición por la nueva ubicación de los fuegos, se mutase la forma de actuar con aquel. Lo comento porque de nuevo Barandiaran recoge en Laudio (notas manuscritas, sin publicar, de 1935) una desconcertante costumbre que por aquel entonces la da como muy generalizada pero de la que nada se recuerda en la actualidad: «Día 24 de diciembre, Noche Buena. Este día acostumbran gran cantidad de caseros hacer astillas de un palo gordo y grueso y luego meterlo al horno donde hacen los panes y, hecha esta operación, luego que está bien seco, lo guardan hasta el día de San Juan, quemándolo en la fogata del día». Información recogida de «Daniel de Isusi» (1935).

MUKURRA. Para finalizar me gustaría aportar un dato más. Al ser aquel tronco tan emblemático y celebrado tenía nombre propio, diferente según las comarcas. Una referencia que nos resulta cercana es la recogida en unas tímidas y primerizas encuestas etnográficas llevadas a cabo por Eusko Ikaskuntza-Sociedad de Estudios Vascos y publicadas en su boletín anuario Eusko Folklore de 1922. Se cita nuestro madero en las referencias de Bedia (Bizkaia) como Gabon-mukur: «La noche de Gabón se coloca en el fuego un tronco de roble (gabonmukuŕa). […] El gabon-mukuŕ tiene la virtud de bendecir toda la casa».

Intuyo, aunque nunca podremos demostrarlo, que así se denominaba nuestro tronco navideño en Laudio. Y así lo creo porque, a pesar de haber desaparecido hace mucho el euskera tradicional en este municipio, se usan aún diversas palabras vascas insertadas en el castellano local. Una de ellas es mukurre, recogida a mi padre y que usa para denominar los troncos mayores que se colocan en el fuego bajo y que hacen se soporte para otros menores y ramas varias: «…esos maderos se denominan por igual «mukurre» o «mokotza» si bien se tiene el concepto de que el «mukurre» es algo mayor que la «mokotza». También se conocen ambos como «arrimaderos»» (Laudioko berbak / Palabras de Llodio, 2020).

CUANDO TE TOCA EL GORDO. Nada más que añadir salvo que para mí el mayor y mejor regalo navideño va a ser haber conseguido salvar este rito, aunque sea tan in extremis, de la hoguera del olvido eterno. Son cosas que no sirven para nada pero que a mí me emocionan y llenan de gozo, porque algo zarandean en mis entrañas. Quizá sea por el retorno a lo pretérito, por el contacto entrañable con todos nuestros antepasados y con la tierra que pisamos sin saber escucharla. Por eso yo no juego a la lotería. Porque para mí el premio gordo va a ser este año el poder cenar pensando en el gabon-mukur, aquel que va a dar sentido y calidez al hogar. Eguberri on guztioi.

Eskerrik asko, a Juanita y en especial a Lourdes, por esas deliciosas tardes que me habéis regalado en vuestra cocina y que no tienen precio. Bihotz-bihotzez.

Un ritual olvidado en Santa Lucía

No quisiera finalizar el día de hoy, 13 de diciembre, Santa Lucía, sin rescatar un rito totalmente olvidado. Se practicaba en Laudio en donde contamos con una ermita de Santa Lucía, de gran renombre, y en la que en épocas pasadas se llevaban a cabo diversas supercherías para mejorar o conservar la vista, siempre al margen pero paralelamente al dogma cristiano.

Santa Lucía en Ermualde, Laudio

AGUA. Una de ellas, la más conocida y que he visto practicar hoy mismo, consistía en lavarse los ojos con el agua que brota de la fuente de la ermita, ya que el manantial transcurre bajo el altar.

ACEITE. Otra costumbre milagrosa, bien documentada pero ya olvidada, consistía en frotarse los ojos con el aceite de la lamparilla que iluminaba el altar. Hoy no se practica porque la iluminación es eléctrica y ya no hay iluminación con aceite.


LOS OJOS DEL ALTAR. Pero existe un tercer ritual que ya nadie conoce en Laudio y que, al parecer, sí se guardaba su recuerdo fuera del municipio. No olvidemos que este lugar fue centro de grandes peregrinaciones y afamadas romerías. La recogió no sabemos dónde ni de quién Gurutzi Arregi (1936-2020), la gran estudiosa de las ermitas vizcaínas en cuya órbita ha de contextualizarse la de Santa Lucía de Laudio. Lo publicó, sin mayor detalle, en su trabajo Prácticas de Medicina popular en ermitas y santuarios (1985) dentro del libro-homenaje de Eusko Ikaskuntza a Aingeru Irigarai.

Ojos del altar

Ese ritual tan extraño hoy en día consistía en que «En el frontis del altar de Santa Lucía hay un relieve que representa dos ojos humanos. Los que sufren de la vista o también en prevención de alguna enfermedad de ojos, besan primero los ojos del relieve y después los tocan con los suyos propios«. El efecto milagroso debía ser de gran renombre, ya que «A la ermita de Santa Lucía de Llodio acuden los que sufren de la vista» tal y como nos recuerda la añorada autora.

Repitiendo el ancestral ritual que hoy nadie recuerda

¿DÓNDE ESTÁN ESOS OJOS? El elemento en cuestión es una especie de ojos en el centro del altar y que hoy pasan totalmente desapercibidos. Pero sin duda esa fue la intención del tallista Félix de la Peña cuando, en pleno barroco (1758) , cuando más se multiplicaban las supercherías, elaboró el frontal del altar que muestra esos ojos en su centro, sin duda en alegoría a la protección de la vista a través del culto a la santa.

El hecho de ubicarlos a baja altura obliga a quien practique el rito a arrodillarse y a mostrarse humilde frente al altar.

Una flecha indica el lugar del retablo en donde se encuentran los ojos

¿POR QUÉ LA VISTA? A pesar de que el martirio de Santa Lucía se describe como un degollamiento en la hagiografía más canónica, es cierto que en la Edad Media surgieron diversas leyendas que adornaron su muerte con otros suplicios, especialmente relacionados con la vista, sus ojos y con el alargamiento del día —mejor si decimos de las tardes, ya que las mañanas siguen acortando— pues su nombre está relacionado con la «luz».

Se decía que los que la ejecutaron se habían enamorado perdidamente de sus bellísimos ojos y que ella, para que no le hicieran renegar del cristianismo, se los arrancó y los entregó a sus enemigos para que la dejasen en paz. Otras versiones hablan de que fueron sus captores los que se los arrancaron en una de las muchas torturas sufridas antes de que le rebanasen el cuello por no renunciar ni al cristianismo ni a su virginidad.

Una pintura del retablo representa el momento en que Santa Lucía se arrancó los ojos para entregárselos a sus enemigos

Sea como fuere, esa nueva interpretación arraigó fuertemente en el pueblo, convirtiéndose en la patrona de la vista y sus enfermedades, así como el de las tejedoras, costureras, bordadoras… ya que se exigía mucha capacidad visual para desarrollar su labor, normalmente limitada a las muchachas jóvenes.

Sea como fuere hoy he tenido el placer de mirar frente a frente a esos ojos del altar de Santa Lucía, después de muchas décadas sin que nadie lo hiciera. Por mi parte no ha faltado un ápice de amor. Que me corresponda protegiéndome la vista… eso ya es cosa de ella.


Los árboles que sanaban niños en el día de San Juan

Tenía que ser exactamente en la medianoche de la víspera de San Juan, reconfortados en la espera con la calidez desprendida de los rescoldos de la aún humeante fogata. Justo en el preciso momento en que comenzaba el día de todo el año en que con más altanería lucía el sol: el 24 de junio, festividad de San Juan. Es ahí cuando se da un curioso ritual conocido también fuera de nuestras fronteras, que fusiona el culto al sol con el de los árboles, para atribuirles en su conjunción un poder sanador más cercano a la magia que a la religión, por mucho que lo quisieran disfrazar con el culto a San Juan Bautista. Sin duda, un recurso desesperado frente a la impotencia que generaba la falta de salud y la alta mortandad infantil.

Curiosamente documentamos uno de esos casos en el pueblo de Laudio de hace un siglo, aquel que fue y no es, pues en la actualidad es un ritual absolutamente desconocido.

Ya nos avisa R. Mª Azkue de esta extraña costumbre que se daba en el país de los vascos: «Para curar un niño herniado, la víspera de San Juan a media noche suelen levantarle hasta la copa de un roble dos Juanes en algunos lugares; en otros, tres Juanes; en alguna parte, Juan y Pedro. Y mientras suenan las doce campanadas del reloj, suelen mover al niño de mano en mano entre exclamaciones de tori (toma) y har ezak (recíbelo), har ezak (recíbelo) y tori (toma)».

No recoge sin embargo, la variante —también practicada en otras zonas de Vasconia— de abrir el árbol y pasar la criatura por la hendidura para que sanasen ambos a la par, transmitiendo el potencial vital y regenerador del árbol al chiquillo/a.

Grabado que representa el ritual de pasar un bebé por el árbol sanador en la noche del día de San Juan en Castilla

Y ese es casualmente el curioso —incluso extravagante— testimonio que un tal Isusi envía al investigador José Miguel Barandiaran desde Laudio en 1935. Relata el informante lo que en su día le contó su convecino Jorge Ibarrondo Galíndez, un afamado carretero y acérrimo carlista laudioarra nacido en el caserío Zabalaberrio en 1856 (bisabuelo de la actual directora del instituto Laudio).

La nota textual dice:

«Día 24 de junio. San Juan. 1º Si este día se quiere curar a un niño de la hernia, dicen que no hay más que abrir con un hacha el tronco de un laurel y que tres Juanes pasen al niño por la abertura mientras el reloj da las doce. Para que el resultado sea favorable, se requiere que el laurel que ha sido abierto no se seque.

El vecino de Laudio, Jorge de Ibarrondo, me relató un cuento referente a lo dicho, ocurrido cerca de su caserío.

Dice que Juan Ibarra, Juan Zubiaur y Juan Larrazabal (este último en duda) tomaron a un niño loco (por lo visto, el remedio también sirve contra la locura) y verificaron la operación con un laurel de Julián Zubiaur, vecino del relator y de los otros tres Juanes.

El laurel aún existe y cuenta que también el niño se puso bien.

Las palabras que dijeron al hacer la operación son: «tómalo Juan el 1º, dámelo Juan el 2º y tómalo Juan el 3º (no sé si dirían en vascuence porque es muy fácil que a mí, como sé poco vascuence, me lo dijese en castellano)»».

Restrospectiva (1965) de Zabalaberrio en Laudio. En sus cercanías se hizo, seguramente por última vez, el ritual del árbol sanador. Lo relató Jorge Ibarrondo Galíndez, de dicho caserío.

Podríamos extendernos mucho más para añadir que el laurel es desde la época clásica venerado como árbol divino, especialmente relacionado con el culto al sol y al fuego. No en vano era el usado para renovar los fuegos de la casa, el suberri, porque frotando dos de sus maderas entre sí pronto aparecía el fuego. Era también elemento adivinatorio porque «si cuando se quemaba ardía con ruido, creían que denotaba felicidad […] Pero si se encendía callada, era triste agüero» según nos contaba Garcilaso de la Vega. En resumen, este árbol —entre los clásicos atribuido a Apolo— era mágico y sobrenatural como ninguno ya que «Tenían los antiguos que el laurel era contra los demonios y que encendido les daba fuerzas para adivinar. Declaraban con el laurel santidad y cordura, que son cosas que habemos de pedir de veras a Dios» (Ana Mª Alarcón, 1980).

Al laurel se le han atribuido cualidades mágicas y sobrenaturales desde la antiguedad. Es el símbolo del sol y del fuego y con él se prendía el fuego renovado del hogar

Podríamos extenderno mucho más, sí… Pero quizá sea mejor no hacerlo y centrarnos en gozar con la intensidad que se merece este día mágico del sol. Porque es especial y único como ninguno. Feliz jornada de San Juan.