Hoy acudiremos a un funeral, el de Domingo Lili “Txomin” (Olarte, Laudio). Y despediremos a una gran persona en lo humano pero, sobre todo, a un inmenso museo en lo que a rituales, leyendas, costumbres, palabras… se refiere.
El mismo sábado pasé por su caserío –hacía mucho que no salía de él– por si sonaba la flauta: él había hecho mucha sidra de joven en su caserío y quería preguntarle al respecto. Sobre eso o cualquier cosa, pues nunca dejaba de sorprender en sus respuestas. Pero no hubo suerte: la casa estaba vacía. Luego he sabido que ya agonizaba en el hospital…
NADIE COMO ÉL atesoró las últimas creencias, palabras, leyendas… de aquel Laudio que hace muchas décadas ya perdieron el resto de vecinos. Relatos vivos de aquellas épocas en las que los cambios se cocinaban a fuego lento, nada que ver con las actuales ollas rápidas que nos hacen galopar sobre la historia vertiginosamente.
ÚLTIMO EUSKALDUN MONOLINGÜE. Quizá toda aquella sabiduría le vino de la mano de su padre, Segundo Lili Urquijo (1880-1968), el último euskaldun monolingüe del municipio de Laudio: nacido en el cercano caserío Zenagorta de Olarte, cuando acudió a las escuelas en Luiaondo no sabía nada de castellano, algo que ya en su día resultó llamativo en el entorno. Y es que el bagaje cultural y las formas de interpretar el universo que nos rodea son un gran baúl que viaja a lomos de la lengua que lo transmite. Y perdiéndose ésta también malogramos aquello.
Al ser mi madre del mismo barrio que Txomin, en la más tierna infancia acudíamos al caserío a pasar unos períodos veraniegos, ayudados por una burra que transportaba las maletas desde la Venta bañada por el Nervión hasta aquel altivo lugar. Y allí me dieron cariño vecinal Segundo y, sobre todo, Txomin, al que recuerdo mejor: nos columpiaba pacientemente en sus piernas y nos cantaba y contaba mil cuentos. No tuvo esposa ni hijos y por ello quizá disfrutaba tanto con los ajenos, como con aquel Felisín –así me llamó hasta el último de sus días– que ahora tanto le añora.
Como homenaje, no se me ocurre nada mejor que acercaros el extracto de unas líneas que sobre él y “sus brujas” publiqué hace catorce años ya (“Koipetsu: el capricho de las brujas”, Aunia 10, 2005).
Nunca dejaré de quererte y mucho menos de admirarte. Donde estés, descansa en paz. Felisín.
CUEVA DE LAS BRUJAS. «Menos dudas ofrece el relato que [sobre brujas] Domingo Lili Urraza nos refiere. Txomin, que es como cariñosamente se le conoce, es una persona afectuosa, cordial y que no duda en ofrecer su inmenso cúmulo de conocimientos a quien necesite de su ayuda. Duda entre el interés suscitado por la temática de las preguntas y el miedo a que esos «cuentos de atrás» puedan suponer una mofa para con él. Sólo desde el calor del fuego de su caserío Bekoetxe, en el barrio de Olarte, se siente seguro para contarnos, pausada pero rítmicamente, esos relatos que tanta emoción producen al ser escuchados.
La mayoría de los habitantes de Olarte han oído hablar de la cueva, desaparecida al hacer la presa del mismo nombre, que existió frente al caserío Lekuona. El sólo hecho de escuchar su tenebroso nombre era suficiente para aterrorizar a los niños y algún que otro mayor del lugar. Se conocía como la «Cueva de las Brujas».
BRUJAS Y PERRO DE LEKUBATXE. Pero lo que ya nadie parece recordar es lo que Txomin nos narra. Dice que, en infinidad de ocasiones, su difunto padre le contó cómo en las cercanías de la cueva y próximas al regato que bajo ella trascurría, solían estar peinándose unas brujas. Éste elemento distintivo nos acerca, sin duda alguna, al antiguo mito de las lamias. Comenta también que dicha cavidad se unía subterráneamente con otra que existía en Lekubatxe, en un remanso del Nervión a la altura de la zona céntrica de Luiaondo [hoy pasa sobre el lugar el parque lineal del Nervión]. De este pueblo es Felipe Markuartu, otro de nuestros informantes, y recuerda haber oído a su madre que las brujas salían a peinarse al lugar conocido como La Era, una pequeña elevación frente al citado lugar y muy próxima al caserío donde se ubica la «Taberna Urriztia» [cerrada desde diciembre de 2004].
Incluso –continúa el siempre sorprendente Txomin– se comenta que una vez entró un perro por la cueva de Olarte y que apareció allí, en Lekubatxe, prueba popular, irrefutable y repetida en infinidad de localidades, para tratar de explicar algo que la lógica nos dice que es imposible. Pero no perdamos de vista a las lamias.
Dicen los estudiosos de la mitología vasca que una de sus características es el hecho de alimentarse con lo que pedían a los humanos, especialmente pan, sidra o tocino, alimento éste por el que sentían una especial debilidad.
QUERÍAN KOIPETSU: OTRA COSA NO. Nos sorprende Txomin cuando, continuando con el relato, nos refiere lo siguiente: «Salían a peinarse fuera y a Mari, la del caserío aquel de Lekuna, que le pedían koipetsu, tocino. Que querían tocino, koipetsu: otra cosa no»
El haber conocido personalmente en su infancia a la entonces ya mayor Mari, la de Lekuona, le hacer dudar durante un instante sobre la credibilidad de su propio relato. Pero pronto pone los pies en el suelo y nos deja claro que lo que tantos miedos le produjo en la niñez, no puede ser en ningún modo cierto: «¡Allí van a estar las brujas, en invierno, con el frío que hace! ¡En un agujero…!»
EL SACERDOTE SALOMÓNICO. Probablemente, lo que en su día más hizo tambalear la seguridad de sus planteamientos fueron las palabras de aquel sacerdote que acudió a visitar a su abuelo enfermo, en el vetusto caserío de Zenagorta. Dice que, ante la extremada gravedad del asunto y por ir descartando posibilidades, el padre de Txomin, Segundo, preguntó al sacerdote sobre algo que le venía perturbando desde tiempo atrás: la existencia o no de las brujas. El religioso, ni corto ni perezoso, evitando meterse en camisas de once varas, le contestó sin dudarlo que, efectivamente, las brujas existían aunque no se debía creer en ellas. […]
CONVERTIRSE EN BRUJA. Pero lo realmente emocionante de lo que nos relata este baserritarra de Laudio llega cuando deja caer en la entrevista unas vagas alusiones a los aquelarres y que, casi con seguridad, sean las únicas y últimas que podamos recoger en este municipio. Por lo excepcional que supone el hecho de haberse transmitido hasta el siglo XXI, estas referencias merecen ser transcritas literalmente, con la sencillez y parquedad en detalles del relato pero con su indudable valor documental. Dice así Txomin: «…Yo al padre le solía decir: ¿y brujas, cómo se hacían brujas pues? Y dice que iban a una campa, se ponían en pelota, con el culo para arriba y que decían «yo quiero ser bruja, yo quiero ser bruja». Y venía el demonio, les besaba el culo y, sin más, se hacían brujas«.
En este asombroso relato parecen entremezclarse dos cosas. Por un lado está el acceso carnal que el diablo tenía con las brujas y brujos que acudían al aquelarre, y por otro la referencia de las creencias vascas a la manera de convertirse en bruja. La más conocida es la de besar el trasero al diablo.
[…]
ÚLTIMOS TRSTIMONIOS. Hemos recogido en apremiantes encuestas etnográficas los últimos coletazos, la mínima expresión de lo que debieron ser hasta no hace demasiado tiempo las diferentes manifestaciones mitológicas de Laudio. Unos relatos especialmente salvaguardados en los barrios más olvidados de Laudio, Olarte e Izardui (Isardio) y que aún generan recelos entre los informantes ante la posibilidad de que puedan verse publicados. Quizá no sepan nuestros protagonistas que esto ya no sirve para ridiculizar a nadie, que es algo que no genera ningún interés en una sociedad embalada exclusivamente hacia aquello que pueda rentabilizar. Es la agonía de una mitología que ha sido dogma respetado durante siglos y que ahora la gente desprecia por su infantilismo. Pero estas creencias populares son mucho más; son la memoria colectiva de un pueblo sin la cual no podríamos saber cómo somos realmente»
Nos encontramos en fechas de culminar los encuentros familiares con tostadas, sin duda el postre emblemático de nuestro Carnaval. Pero en lo tocante a nuestro entorno cultural, poco –o más bien nada– se ha hurgado en ello. Así es que vayamos directos al postre.
Desde luego que no vamos a atribuirnos los vascos la creación del postre tal y como, en una cortedad de miras, algunos intentan creer. Al contrario, es un postre ya conocido desde hace dos milenios, gracias a Marcus Gavius Apicius, un gastrónomo romano del siglo I d. C., al que se le atribuye la obra “De re coquinaria”, una de las principales fuentes para conocer la gastronomía en el mundo romano. En su versión más actual, nos llega a fines de la Edad Media vía Francia, según lo comúnmente aceptado.
Pero lo que sí es vasco, en lo que a especificidades se refiere, es en el nombre que las denomina, “tostadas”, (también en Cantabria) pero radicalmente diferente a Castilla, etc., en donde se conocen como “torrijas”.
EN CARNAVAL Y NO EN CUARESMA. También hay otra especificidad propia vasca. A pesar de encontrarnos con un postre de origen común para todos, en lo general, se trata de un dulce típico de la Cuaresma, para hacer frente con un mínimo placer a las estrecheces de la impuesta penitencia eclesiástica. Pero, no sé si por llevar la contraria o porque somos unos vivalavirgen, en Euskal Herria es un postre típico del Carnaval, período en el que el exceso y desorden alimenticio campan a sus anchas, justo lo opuesto a las costumbres que nos rodean.
En la zona en donde nací, respiro y siento –Laudio, Aiaraldea, zona a caballo entre Bizkaia y Álava–, se consumían casi inexcusablemente el domingo y, sobre todo, el martes de Carnaval, el día grande por excelencia. Sin embargo, como sucede hoy en día, es un postre que no desentona en un período más amplio, en el del carnaval entendido como aquel de purificación y despertar de la naturaleza y que arranca desde más atrás. Así, se da como pistoletazo de salida a la temporada de tostadas en la mesa a partir del 2 de febrero, día de Candelaria. Tengamos en cuenta que el período apto puede ser muy largo o corto dependiendo de los años, ya que el martes de Carnaval –último día para comer tostadas– fluctúa entre el 3 de febrero y el 9 de marzo.
TXARRIPATAS. Una disposición de fechas idéntica las tienen las orejas y, sobre todo, las patas de cerdo, también identificadas con el carnaval y, hasta no hace tanto, cena obligada en la noche del martes, el día de Aratuste propiamente dicho y que daba inicio a la dura travesía de la Cuaresma. Y algo creo que tienen que ver aquellas patas y nuestras tostadas.
Las carnavalescas patas y orejas –éstas cada vez menos– se consumen hoy mayoritariamente en salsa vizcaína. Pero es, a pesar de las apariencias, algo moderno y que escasamente supera el siglo. Previamente las patas se consumían rebozadas en harina y huevo tras haberlas tenido a remojo en leche y a las que, al servirlas, se le añadía abundante azúcar. Es una costumbre que aún se mantiene en muchos pueblos de Navarra y, creo, en algunos de Gipuzkoa. No parece por tanto descabellado que la receta de nuestras tostadas y el hecho de que los vascos las gocemos en Carnaval –y no en Cuaresma, como hacen el resto de pueblos vecinos– tengan algo que ver con ello, con la identificación a las txarripatak.
También hay quien justifica su presencia en estas fechas primaverales a la costumbre de hacer una ofrenda con un pan o torta especial en las sepulturas, el día de Candelaria. Unas tortas o panes característicos que se compartían después entre todos los niños y que tenían un carácter festivo. Sin ir más lejos, tanto mi padre como mi madre, baserritarras castellanohablantes de Laudio, lo conocían como “pan jaiko”, sin duda ‘pan de fiesta, festivo’. Hablaremos en otra ocasión de él.
LA RECETA. Hay dos mundos irreconciliables a la hora de decantarse por los tipos principales de tostadas, atendiendo a su receta. Por una parte están las elaboradas con pan, denominadas en euskera “fotezkoak” [de «fot(a)», una especie de pan de bollo] y que, sin duda, son más antiguas y se asemejan a la receta original aquella de hace dos milenios. Por otra disponemos de las de crema, seguramente fruto del ingenio de alguna buena repostera y que se conocen en euskera como “ahiezkoak”, proveniente del término “ahi(a)”, ‘papilla de harina y leche’. Las de este tipo son las que más hemos degustado en casa, porque se tenían por más dignas, distinguidas y excelsas que las de pan. Pero, en lo que a sabores se refiere, no creo que haya mejor o peor.
MANTECA DE GALLINA. También he escuchado en mi entorno cómo la mayor exquisitez se lograba friéndolas con manteca de gallina y era algo que se intentaba guardar para este fin. Aunque la mayoría de las veces se hacía con manteca de cerdo, mucho más estable para su conservación. Hoy, se fríen con aceite y, cosas de la vida, dicen, a ser posible de girasol. Tiempos modernos…
PARTURIENTAS. Como curiosidades o extrañezas podemos añadir que, fuera de nuestro territorio, la torrija –tal y como la llaman– era un alimento que se ofrecía a las recién paridas, a modo de reconstituyente. Incluso era costumbre normalizada aportar la leche de sus pechos para la elaboración, ya que se tenía como la más adecuada y saludable para su estado convaleciente. También, pensando en la pronta recuperación de la parturienta, las tostadas se ofrecían con vino.
VINO. Algo similar sucedía en los caseríos vascos. No había nada más característico de la última noche de Carnaval, la del martes precedente al Miércoles de Ceniza, que la cena a base de patas y orejas, culminada con una buena fuente de sabrosas tostadas, todo ello bien regado con ansiado vino, uno de los pocos días del año en los que, por lo exiguo de las economías familiares, se podía consumir. Con qué poco se sentían inmensamente plenos…
Cuándo aprenderemos que la felicidad de la persona la otorga la conformidad con lo poco, porque el exceso no acarrea más que insatisfacción y ansiedad… Sed felices.
A mi amigo Andoni del Río (Arrankudiaga), en el día de su cumpleaños, pues fue él quien me pidió que publicase unas notas sobre las tostadas. Por los “txirlis, mirlis y zorroklonkos” compartidos y por la fuerte amistad que nos une. Que sea por muchos años más.
El personaje de Olentzero que tan incuestionable nos parece hoy, poco o nada tiene de tradicional entre nosotros y sí mucho de una necesidad ideológica de un momento concreto, siendo luego bien espoleado por el comercio, siempre ansioso de mover las cajas registradoras. Y no está mal del todo y de hecho me encanta para celebrarlo. Pero no soporto que ello conlleve una matarrasa de todo lo anterior, de lo propio y genuino. Tanto que lleguemos a olvidar quiénes somos y de dónde venimos. Así es que vamos a revolver un poco, como un modo de lucha revolucionaria y antisistema contra el olvido generalizado.
EL SOL Y EL FUEGO. Nuestra celebración navideña se debe —como a estas alturas todos sabemos— no a la rememoración del nacimiento de Jesucristo sino a unos antiquísimos ritos previos consistentes en la adoración al sol, costumbres que el cristianismo enmascarará posteriormente con esa efeméride natalicia inventada ad hoc para adueñarse de ellos.
En estas fechas tan entrañables celebramos el inicio del invierno en nuestros calendarios actuales o, quizá mejor, tal como se percibe en los países del norte de Europa, el día central del invierno, ya que es ahora cuando menos fuerza tiene el sol y comienza a resurgir.
También sabemos que aquellos ancestrales ritos de adoración al sol se materializan entre nosotros por medio del fuego, una especie de delegación simbólica de aquel astro en la Tierra. Un fuego que en las fechas señaladas del ciclo solar adquiere siempre un carácter mágico, purificador, benefactor y protector para sus súbditos los humanos. Es el sol el que da y quita la vida a esa naturaleza de la que nos sustentamos.
La especulación sobre la posible antigüedad de esa veneración al fuego solar es algo que estremece. Pero prueba de ello es que, de un modo u otro, se lleva a cabo en prácticamente todas las culturas del mundo. Es decir, es algo en apariencia inherente a nuestra existencia como seres humanos.
EL TRONCO PRODIGIOSO. Con los nombres de eguberri, gabon, gabonzuzi,gabon-subil, gabon-mukur, olentzero-enbor, onontzoro-mokor, subilaro-egur, suklaro-egur, sukubela, porrondoko... recogió J. M. Barandiaran en toda la geografía vasca la costumbre de traer desde el bosque hasta el hogar un gran tronco cuyo destino era el ser «sacrificado» en el fuego, quizá ofrendado al sol para atraer su protección y prosperidad en el futuro más cercano. Debía de arder durante esa noche solsticial —Nochebuena— y así poder convertirse en algo mágico, dotado de poderes sobrenaturales.
«El tronco que en Trespuentes ardía por Nochebuena en el hogar lo traía hasta la cocina una pareja de bueyes y allí estaba en el fogón durante todo el año. En Larraun, como en la mayoría de los pueblos, ardía en el hogar sólo durante Nochebuena; en Llodio y en Salvatierra hasta la última noche del año...» contaba el sacerdote de Ataun en unas densas notas que, por su interés, reproducimos completas al final de este post.
De la gente entrevistada en Laudio —mi pueblo de nacimiento—, nadie lo recuerda hoy [con posterioridad conseguí un precioso testimonio: El tronco navideño de Goirizabal]. Aunque sí las vagas referencias de algunas personas mayores de los cercanos Luiaondo (Aiara), Okondo o Saratxo (Amurrio). Su ceniza bendecía los campos y ayudaba a mantener la buena salud del ganado.
OLENTZERO. Curiosamente ese madero mágico de Nochebuena recibe el nombre de Olentzero en algunos rincones de nuestra geografía, en referencia a la bondad de los augurios de esa noche, al instante estrictamente navideño, nada que ver con el personaje que hoy conocemos. Sí tenemos referencias, claro está, de un complejo personaje mitológico que simboliza estas fechas solsticiales o al menos actualmente comparte su nombre. En cualquier caso, nada tiene que ver con un carbonero, el mito moderno actual. Por no extendernos, dejamos para otra ocasión la profundización en la metamorfosis histórica de ese personaje.
Concuerda con el hecho de que no se hable de ningún carbonero ni personaje ni nada similar en la primera referencia de esa palabra, como es sabido, a manos de Lope Martínez de Isasti (Lezo, 1565-1626). Su explicación no deja lugar a dudas: «A la noche de Navidad [llamamos] onenzaro, ‘la sazón [la época] de los buenos’». Tampoco en las siguientes citas documentadas, limitadas a describir con ese término el período de tiempo de esas fechas mágicas. Lo aclara a las mil maravillas un dicho popular mucho más tardío recogido por R. Mª Azkue (Euskalerriaren Yakintza) de un Almanaque bilbaíno de 1897: «Onezaroz leihoan, Pazkoetan sua» [‘Por Navidades en la ventana, en Pascua junto al fuego’]. Es decir, que ha de hacer invierno cuando toca porque, si se altera el orden natural, nos golpeará su crudeza en primavera, cuando más perjudicial es para las cosechas. Algo similar al «Cuando marzo mayea, mayo marcea» con el que mi madre sentencia el firmamento cada vez que mira por la ventana. Una y otra vez. Año tras año. Con la pasión de quien cree estar desvelando algo hasta entonces desconocido.
Nunca encontramos en los registros mínimamente clásicos de nuestra lengua carbonero alguno bajo en nombre de Olentzero. Sospecho por ello que lo inventaríamos a fines del XIX o, quizá incluso, a principios del XX.
En cualquier caso, no es difícil de hacer una extrapolación para sugerir que podrían identificarse perfectamente la extracción de un llamativo tronco del bosque y la labor de los carboneros en las más apartadas montañas, la idealización moderna del concepto de Olentzero.
TIÓ DE NADAL, TIZON DE NABIDAT. La misma concepción de ese tronco navideño que conlleva la prosperidad y la bondad lo tenemos en el Tió de Nadal, –también llamado tronc(a), soca, xoca, cachafuòc o soc de Nadal…– de las culturas circumpirenaicas de Cataluña, Andorra, Occitania y Aragón, un tronco al que se cuida y “alimenta” en casa hasta que en Nochebuena se le hace “defecar” todos los alimentos, regalos, etc. poniendo un fin simbólico al hambre y las penurias.
Una referencia con un mayor valor etnográfico si cabe podemos observarla en una plegaria ritual recogida en Escalona (Huesca) y en donde, en el momento de prenderle fuego, el más viejo o dueño de la casa solicita al madero navideño todo tipo de favores con los que, prácticamente, se hace una definición de lo que se considera felicidad:
«Tizon de Nabidat tu yes o tronco d’a casa por ixo yo bendizco con bin esta troncada en nombre de Dios y o nino que baxa ta la tierra ta que ta ista casa traigas a felizidat más plena. O primer trallo ta tu, porque tu tot lo nabegas. O segundo por nusatros que nos des salut a espuertas. O terzero ta que niebe y se críen as cosechas. O cuarto ta que as arreses no se disgrazien ni mueran. Y o quinto ta que a Paz nos espante toda guerra».
YULE LOG EUROPEO. Nuestras ancestrales costumbres han sido compartidas por los países del norte de Europa, con el nombre de Yule log–hoy reducido en muchas ocasiones a una tarta con forma de madero–, el Christklotz…unos grandes troncos, símbolos por excelencia de la Navidad, y que se acarreaban hasta el hogar para que éste quedase bendecido con su simple presencia. Es exactamente lo mismo que tan arraigado aparece en nuestras costumbres locales vascas.
Antiquísima cultura europea común basada en una religión de adoración del bosque… Una vez más, otro camino diferente nos conduce hasta la misma piedra angular.
ÁRBOL DE NAVIDAD. Curiosamente, en estos días que ahora nos toca vivir, muchos de nuestros hogares, calles y plazas se encuentran decoradas con el árbol de Navidad. Es una costumbre moderna entre nosotros pero que a su vez, con su importación, cerramos el círculo del culto al árbol que nuestros antepasados practicaron: recogemos de fuera lo que perdimos aquí.
En efecto, la moda del árbol adornado en nuestros hogares la importamos en su día de Francia y ésta, a su vez, a mediados del XIX, de los países germánicos. En su lugar de origen –Alemania y Escandinavia– con él se adoraba al dios Frey, el responsable del sol, la prosperidad y la lluvia: mitología en su estado más esencial.
De ahí que se adorne con regalos, comida, felicidad… colgando de sus ramas como reclamo y preludio de esa prosperidad que con él auguramos. Hablamos sin duda de lo mismo, de aquel árbol que con gran esfuerzo arrastraban desde el bosque hasta nuestros hogares para que portase la abundancia, fecundidad y felicidad a la comunidad que allí vivía. Idéntico fin y origen que esa expresión de «próspero año nuevo» que una y otra vez repetimos casi sin ser conscientes de ella.
Ahora hemos de conformarnos con un personaje de diseño idealizado para las fiestas solsticiales y que por su complejidad ya trataremos en otra ocasión. Nada que ver ni siquiera con aquel último gentil, el único que no se inmoló al ver nacer a Jesucristo y que —cuenta la leyenda— descendió al valle a dar la noticia de que empezaba una nueva era.
Un afinado Olentzero el actual, recién casado con una esposa impuesta por conveniencia, último grito en modernidad. Una modernidad que de nuevo queda desfasada porque, dicen, Olentzero y Mari Domingi refuerzan el modelo heterosexual como única opción de emparejamiento, condenando al ostracismo a las demás opciones amorosas o familiares. En fin…
Tampoco hoy en día puede citarse que le gusta beber vino con fruición. Ni puede mostrar su pipa porque incitaría a fumar a los más pequeños. Un personaje, para más deshonra y ofensa, al que hemos añadido un saco repleto de regalos a la espalda que nunca hasta entonces había llevado. Unas dádivas que los niños reciben tras haber escrito una carta con sus infantiles deseos y que puntualmente recoge un emisario de nuestro orondo Olentzero. Y si se le puede poner un zapato para que identifique a cada uno de la familia, perfecto. Eso sí, como es carbonero, entrega carbón a quien se ha portado mal. ¿Nos suena de algún otro lugar, verdad?
En resumen, lo único cierto de esta historia es que hemos creado un San Nicolás o Santa Claus “a la vasca”, diseñado a medida hace unas pocas décadas: ya tenemos el Euskal Papa Noël, el sustituto perfecto para los Reyes Magos. Cuando no lo hacemos posar junto a una mula y un buey…
LOS REGALOS. Por cierto, personaje éste de Santa Claus que comenzó a hacer regalos de juguetes,etc. a los más pequeños en torno a 1820, auspiciado por el comercio. O la réplica comercial de aquél, nuestros Reyes Magos cuyos «regalos de siempre» comenzaron en 1850… Dicho de otro modo: ayer. Y de ahí nuestra también «ancestral tradición» de los regalos de Olentzero que nunca hasta estas últimas décadas lo había hecho.
LA INFELICIDAD DEL OLVIDO. Y no es que esté en contra de la actualización, readecuación de nuestras costumbres, porque en el fondo siempre han sido cambiantes en el tiempo y porque, bienvenidos sean los cambios si ellos ayudan a su perduración. Pero a su vez, mientras alentamos esos nuevos mitos y leyendas, dejamos escapar sin siquiera ningún guiño de añoranza aquello que durante siglos fue nuestra esencia, el alma de nuestra cultura. Ni una sola referencia en ninguna publicación ni una breve explicación sobre nuestro tronco navideño en la más remota escuela infantil. Nada de nada.
No parece posible que sea cierto lo que estoy contando ¿verdad? Con lo celosos que somos los vascos para nuestras tradiciones…
Así es que os deseo mucha felicidad a todos/as y un “próspero” año nuevo. Comprad lotería para ver si os toca, que yo me quedo conforme pegado al tronco de árbol que arderá, más mágico y atávico que nunca, en el fuego de Nochebuena. Porque bien es sabido que es el fuego el que da nombre al hogar. Eso ya es suerte de por sí, un auténtico premio. Eguberri on.
ANEXO: TEXTO DE J. M. BARANDIARAN SOBRE EL TRONCO DE NAVIDAD (1956)
«El tronco que en Trespuentes ardía por Nochebuena en el hogar lo traía hasta la cocina una pareja de bueyes y allí estaba en el fogón durante todo el año. En Larraun, como en la mayoría de los pueblos, ardía en el hogar sólo durante Nochebuena; en Llodio y en Salvatierra hasta la última noche del año. En Esquiroz y en Elcano ponen al fuego tres troncos: el primero para Dios, el segundo para Nuestra Señora, el tercero para la familia. En Eraso y en Araquil ponen, además, un madero para cada uno de los miembros de la familia y otro para el pordiosero. En Olaeta encienden en el hogar un tronco de haya durante la última noche del año y queman a su lado todo lo que queda del tronco del año anterior. Por haber estado al fuego durante la Nochebuena o en el último día del año, Gabonzuzi tiene virtud especial. Con su fuego preparan la cena de Nochebuena en Oyarzun.
En Abadiano y en Anzuola hacen lo mismo; además, después de la cena, la familia se agrupa en su derredor para calentarse. En Elduayen procuran hacerle arder a gran fuego, a fin de evitar, según se lo dicen a los niños, que descienda de la chimenea el personaje Olentzaro, armado con una hoz, a quitar la vida a cuantos viven en la casa.
En Esquiroz colocan el tronco o Gabonzuzi consagrado a Dios en el umbral de la puerta principal de la casa el primer día del año, o el día de San Antón, y hacen pasar por encima a todos los animales domésticos. Creen que así los animales no morirán por accidente durante el año. La misma costumbre existía también en Oyarzun y en Araquil. En Salvatierra creen que Gabonzuzi tiene la virtud de alejar las tempestades y lo ponen al fuego cada vez que se acerca una tormenta.
En las casas donde hay toro semental practican lo siguiente: colocan al fuego en el hogar dos palos durante la cena de Nochebuena; ambos se queman algo por un extremo; hienden luego el más largo de los dos por el extremo quemado y colocan el segundo atravesado en la hendedura del primero de modo que ambos formen una cruz; ésta es llevada al establo donde se halla el toro y clavada o colgada de un muro o poste. Con esto creen que el toro no tendrá durante el año el mal conocido con el nombre maminpartidu.
En Aezcoa recogen el carbón y la ceniza producidos por la combustión de Gabonzuzi. Cuando una vaca tiene endurecida la ubre, ponen al fuego tales residuos y aplican su sahumerio a la ubre enferma. En Amorebieta dicen que el nochebueno o Gabonzuzi evita que la comadreja perjudique a quienes viven en la casa o a sus animales. No dejan que se apague el fuego del hogar durante la Nochebuena para evitar que alguno de la familia muera durante el año.
En Bedia conservan el tronco o sus carbones, pues piensan que asi continúa bendecida la casa. La ceniza producida al quemarse ese tronco en el hogar es conservada hasta el día de San Esteban en Ibárruri. Ese día la llevan a las piezas de cultivo y es esparcida en forma de cruz en la tierra. Así piensan que los animales dañinos morirán.
Según creencia de Liguinaga el nochebueno influye en que sean hembras los corderos que nazcan en el rebaño. Cuando muere una persona le ponen al lado Gabonzuzi en Eraso. En Olaeta ese tronco, que allí arde en la última noche del año, es retirado después de la cena y colocado en el establo a fin de preservar de enfermedades a los animales allí recogidos».
Bizien eta hildakoen arteko mugaketa zorrotza kontzepzio modernoa da gure artean, duela gutxira arte, ez zirelako mundu bi horiek zerbait estankoa, erabat irekiak eta elkarrekiko iragazkorrak baizik.
Gai horretaz jardun behar nuen joan den zapatuan, Orozkoko Olarte auzuneko eliza zoragarriaren elizpean, halaxe egitea enkargatu zidatelako betako museoan. Gau ilunean eta argizari baten laguntza bakarraz… Baina ez zen asmoa erabat bete, ilargia ere harro azaldu zitzaigulako bertan geunden guztioi, inoiz baino distiratsuago, akaso zakar zebilen hego haizeari protagonismoa kendu nahian. Baina argizariko argiak, duin bete zuen bere eginbeharra, uneoro sugarra kulunka ibili bazen ere. Ezin zitekeen giro aproposagorik asma, heriotzari buruz eta euskaldunok haren inguruan eraiki genuen unibertso sinbolikoari buruz aritzeko.
Han botatako kontu guztien artetik, bat bereziki dut gogoko, gure etxean gertutik bizi izan dugulako: herioak bizidunak bere mundu ilunera eraman aurretik, helarazten dizkigun zantzuak, helduko denaren abisu modukoak.
Horretarako, soberan nekiena beste behin entzutera hurbildu nintzen gurasoen etxera, denborak iraganik eta etorkizunik gabekoa dirudien sutondo hartara. Barikua zen, diru-gose ustelak «ostiral beltza» izendatutakoa. Eta hantxe zeuden gurasoak, elkarri begira, tarteka sua hauspotzen, denbora eta bizia bera igarotzen uzten. Haritik tiraka, gogoz hasi ziren bilatzen nuena kontatzen.
TXAKURREN ULUA. Txakurren bat uluka ari bazen gauean, berehala hilko zen auzuneko pertsona bat. Amak berretsi zidan esanez seinale hori hutsezinezkoa zela: hala jazoko zen, nahitaez. Antza, txakurrek usaimena sano garatua dute eta herioaren presentzia usnatzeko gauza dira. Badakigu, bestetik, herioa gauez dabilela, iluna delako bere mundua. Etxe-abereak ere artega zeuden ukuiluan, berehalako ezbeharraren seinale ziren une berezi horietan.
TXEPETXA. Zoritxarrekoa zen ere txepetxa txoria —gure inguruan epetxa deitua: chochín gaztelaniaz eta troglodytes troglodytes izendapen zientifikoan— eta, ikusiz gero, ahalik eta azkarren tragatu behar zen. Edota bere habia suntsitu. Ha etxe inguruan ibilita, norbait hilko baitzen.
HONTZ ZURIA. Eta zer esan hontz zuriaz, bere aiene beldurgarriak entzuten zirenean etxeko leihoan… gizakion argiak dituztelako gogoko eta bentanetara hurbiltzen direlako ahal duten guztietan, beste aldekoak diruditen garrasiak botatzera.
OILARRA. Bestalde, ezagun dute ez zela auzokoontzat zantzu lasaigarria oilarrak «ordu txarrean» kukurruka entzutea, hau da, ilundu berritan edo, behintzat, ez espero zitekeen egunsentian.
Badirudi nire gurasoek dakizkiten heriotzaren zantzuen zerrenda animalietara mugatzen dela. Eta seguru asko aurretik izan ziren beste batzuk ahaztuak dituzte betiko. Horien artetik aipatzekoak dira hitzaldia eman nuen Orozkoko Olarte auzunean Jose Miguel Barandiaranek berak jaso zituena 1923. urtean, garai hartarako oso zaharra zen Pedro Mª Sautua auzokoaren ahotik.
Aurretik aipatu ditudan nire etxeko sinesmenez gain, hauek jaso zituen Ataungo apaizak, elizako kanpai-hotsei lotuak.
KANPAI-HOTSA MEZAN. Haietako bat da mezako kontsagrazioaren unean kanpaiek jotzen baldin badute: «…es señal de muerte próxima si el alzar de la hostia o del cáliz coincide con el toque de la hora del reloj de la misma iglesia«.
KANPAI MINA. Bestalde, eta niri gehien gustatzen zaidana, herioaren bisitaren zantzua zen kanpai-hotsa normala baino gehiago luzatzen zenean, oihartzun moduko batez. Horri, kanpaia min egotea esaten zaio bertan. Min, triste, goibel, etsituta, penaturik… omen du soinua, antzematen delako bere seme-alabetako bat iluntasuna nagusi den bizilekura bidali behar izanagatik.
«Cuando, después del toque de las campanas, se oye resonancia prolongada (kanpaia min dagonian=cuando la campana está dolorida), es señal de que alguno de la vecindad morirá pronto». Kanpaia min dagoenean… zein esapide eder, zein humanoa, zein goxo… Sano ederra, beste barik.
Gaur astelehena da. Eta lehengo zapatuko hego-haizea, euri eta hotz bihurtu zaigu gaur. Beti delako horrela. Hego haizeak, ezinbestez dakarrelako euria atzetik. Bata bestearen hutsezinezko antzua delako. Gorago aipatutako heriotzari buruzko gure uste tradizional horiek bezalaxe…
Letra hauek argitaratu eta gurasoenera joango naiz berriz, argia lehenbiziz ikusi nuen etxera. Eta esango diet zein esker onekoak diren kontatzen dizkidaten bizipen horiek guztiak. Eta zenbat maite eta behar ditudan. Trukean neu arduratuko naiz, basorantz uxatuz, etxe inguruan epetxik ibili ez dadin. Nirekin batera luzaroan nahi ditudalako ama eta aita, aita eta ama.
Eta kanpaiak… ez min ez alai: gure etxean ez dira entzuten. Guztion onerako…
Solamente analizando el primer día de campaña ya podemos augurar que el Euskaraldia va a marcar un hito histórico en la historia del euskera, algo de lo que se hablará en la historia incluso después de muchos años. Porque, al menos a mí, al margen del uso y del bombo y el platillo de todo ello, me da a entender que comienza la normalización. No la del euskera, sino la del mundo en el que coexistimos alrededor del euskera. Eta gaztelaniaz idatzi dut, nahita, ikusita zein gizarte esparruri zuzentzen zaion nire mezu hau.
Por una parte es de agradecer el ver las instituciones y el mundo del euskera ir de la mano y no, “en contra de...” como sistemáticamente hemos sufrido durante décadas. Porque sin duda ha habido mucho de “gobernatzen ari denaren araberako euskalgintza”, de demostrar quién la tenía más grande –la lengua– en ese campo, de convertir en un arma arrojadiza y meramente política el uso y la promoción de euskera.
Pero en esta ocasión me refiero a otro asunto. La semana pasada me llamó la atención el ver cómo el concejal del PP de mi ayuntamiento –un único representante de un total de diecisiete– había puesto en su perfil de Facebook el símbolo de Belarriprest. Me chocó porque por nada lo esperaba. Y tras hablar con él me comentó que, efectivamente, se había dado de alta en la campaña y que iba a intentar hacer pinitos dentro de lo poco que él sabía. Y doy fe de que, al menos conmigo, está cumpliendo su palabra.
Probablemente, por su capacitación lingüística, se limitará a ser algo muy testimonial. Pero me quedo con lo beneficioso de su simple decisión, por lo que supone el que su gente y la de su partido vea el paso que ha dado y que demostrará a muchos que el euskera no es algo a lo que tenerle miedo o un idioma para convertirlo en algo repudiable “per se”.
Sé que ahora, al leer mis palabras, saltarán en masa los que, tanto de dentro como de fuera de su ideología, le pongan verde por ser incoherente con su línea política: que si eso se nota en los acuerdos del día día, que si son ellos los que prohibieron el euskera, que si a dónde vas Íñigo dando alas a esos “borrokas” y bla, bla, bla.
Críticas todas y desde todos los frentes. Pero no deja de ser un gesto político loable. Pero que, aunque parezca mentira, también levantará recelos dentro del mundo que promociona el uso del euskera: pero ni haciendo esto ni su quíntuple. Porque para muchos simpre siempre va a ser un intruso en ese mundo, alguien al que vigilar, una ideología a la que vetar. Porque nosotros, los euskaltzales puros, los de raza, somos más de vivir en el amargor, negándonos a ver lo positivo de cualquier avance. Como esos los hongos del bosque que necesitan de las tinieblas nocturnas para poder brotar.
Pero para mí, que aclaro que estoy alejado en lo político del partido del personaje en cuestión, la decisión y postura de este concejal del PP, ese pequeño gesto, me parece oro fino, un gesto de generosidad por su parte —poco va a ganar con su gesto y quizá sí perder— y un basamento maravilloso sobre el que comenzar a edificar el nuevo futuro para nuestra lengua, una especie de augurio de la prosperidad venidera; una auténtica suerte por lo que en lo simbólico ganamos con él y por ser la prueba incuestionable de que algo está cambiando en nuestra sociedad.
No en vano, otro joven que le precedió como concejal del PP en la anterior legislatura (A. R. C.) era perfectamente euskaldun y, para más inri u honra, tenía a sus hijos matriculados en la ikastola de Laudio, no lo olvidemos, provincia de Álava. Pero no lo vayáis contando por ahí, no vaya a ser que la gente se entere de cómo el pueblo normal y sus nuevas generaciones no entienden ya de maniqueísmos. Y de que cómo no todo lo blanco es siempre blanco ni lo negro negro.
Por eso me ha encantado y le he dado las gracias personalmente a Íñigo. Porque el uso del euskera no puede depender de “militancias polítizantes” sino de normalidad social. Hay que sacar el euskera no sólo a la calle sino a la más amplia de nuestras avenidas, por donde pasee todo tipo de gente. Nada de relegarlo a catacumbas o auténticas reservas indias y, menos aún, al rechazo o negación sistemática de cuatro carcas inadaptados. De ambos bandos…
Y es que cualquier paso minúsculo en este campo es un avance gigante. Porque, pongamos los puntos sobre las íes, el uso euskera necesita desligarse de la identificación con el nacionalismo vasco y más aún con la izquierda abertzale si pretende normalizarse y volar en plenitud. Porque si no, no hay futuro y nunca va a sobrepasar el umbral de uso en el que nos encontramos. Es el momento de olvidarnos de reproches mutuos para que todos tengamos cabida y nos sintamos cómodos. Y creo que esto lo está consiguiendo desde el primer día Euskaraldia.
Beraz, esker mila bihotz-bihotzez Iñigo Pedruzo eta ekimen honetara “igo” zareten gainerako 200.000 lagunei ere. Eta senti gaitezen eroso euskara erabiltzeko aukera hauetako bat –ahobizi zein belarriprest– hautatu dugun guztiok, kanpoan dagoenari eskua luzatuz beti, irribarretsu eta ez muzin.
Gero eta euskaldun gehiago izan gaitezen gure gizartean eta ondoren, maitasun kontu batengatik, euskara erraietan sentiarazi mihian loratu dadin. Ondo dakizun bezala, Iñigo, ondoan duzulako, zure inguruan biraka, Ulibarri abizeneko bat.
Eta bere arbaso batek, Jose Paulo Ulibarri Galindez (1775-1847) okondoarrak hain zuzen ere, ondo baino hobeto asmatu zuen zein zen euskara planik sinpleen eta eraginkorrena:
“Euskeldunak euskeldunari, euskeraz”
Ez dugu besterik asmatu behar.
Ondo izan eta goza dezagun euskaraz egiten Euskaraldia itxaropentsuari esker.
Una vez más, la coincidencia de fechas es la disculpa ideal para hurgar en la historia y rescatar para la memoria del siglo XXI aquellos hechos olvidados de nuestro pasado.
En efecto, un día como hoy, 14 de noviembre, pero de 1880 se publicó en el diario Noticiero Bilbaíno la curiosa noticia que relata un suceso acaecido la víspera –13 de noviembre de 1880– y que llamó en sobremanera la atención «en el Arenal de Bilbao vimos ayer de 25 a 30 carros de castaña destinada al embarque para la isla de Cuba y procedente, si no estamos equivocados, de los castañares de Balentza que median entre el valle de Oquendo y los de Llodio y Luyando. No recordamos haber visto hace muchos años embarque de este fruto y por eso ha llamado mucho nuestra atención y la del público en general…»
Hace referencia al barranco de Markuartu, conocido como Balenchana en castellano y Balentxa en euskera, actualmente derivado a Balintxa. Pero, al citar Okondo o Luiaondo incluso, podemos pensar que por extensión se refiere a todo el monte Pagolar, rebosante de castaños en otra época y con abundantes kortinas (cortinas: cercados para proteger del ganado la cosecha de castañas apilada en el monte). A mí, tirando del cordón umbilical y del recuerdo de mis antepasados, estas historias me conectan con la kortina situada en el paraje conocido como Mendi, del citado monte Pagolar por parte paterna y con la de Ubieta (Olarte) por la materna.
Y es que también mis abuelos –paternos y maternos–, como la mayoría de los baserritarras del lugar, vendían las castañas de las kortinas para Bilbao, procurándose así unos jugosos ingresos dinerarios que pronto invertirían al adquirir productos de primera necesidad. Su entrega se negociaba los domingos en la plaza de Laudio, a donde acudían vendejeras bilbaínas que luego llevarían los sacos en el tren. Otros laudioarras como José Izagirre, cosechaban y compraban en grandes cantidades para bajarlas ellos mismos en carros al potentado Bilbao y así evitar intermediarios. Lo mismo que Evaristo Murga Gorbea (1865) de Luiaondo, cuyos nietos rememoran que enviaba a la villa “varios vagones llenos de castañas” para su venta.
En cualquier caso, no era necesario contar con kortinas en el monte para ello ya que, en cantidades tan inconmensurables, era en ocasiones inviable. De ahí que también se apilasen las castañas en los caseríos, almacenadas bajo cubierta cuando había espacio, o amontonadas y tapadas en cualquier era frente a la casa. Recuerdo asimismo cómo el pastor Fernando Ibarrola (Larrazabal, Laudio) me refirió en cierta ocasión que su abuelo –asimismo llamado Fernando Ibarrola y nacido en 1870– contaba que iban a la cama y por todas las dependencias del caserío caminando sobre miles de castañas que habían almacenado dentro de casa, pues eran unos de los grandes comerciantes del lugar.
Pero esas cantidades que nos parecen hoy inmensas y de las que aún tenemos referencias orales no eran sino la punta del iceberg de un pasado más esplendido en cosechas de castaña. Nos referimos a cuando el preciado fruto vasco se exportaba en grandes barcos que partían desde Atxuri (Bilbao) hacia Flandes y Países Bajos. ¿Para qué? Pues, al margen del evidente destino comestible, se demandaba por su cáscara, usada en el tinte de bayetas tipo gamuza.
Así es que se cosechaba «…exportándose ya en aquella época una gran parte al extranjero, aplicando su pellejo para teñir los paños» (Iturriza, 1787).
También nos lo recuerda con más concreción y en referencia a Laudio el escritor catalán Mañé i Flaquer en su obra El Oasis (1878):
«A fines del último siglo se cosechaban en el Señorío anualmente unas cien mil fanegas de castaña, y aun en el primer tercio del siglo presente casi todos los pueblos de Vizcaya tenían en sus cercanías bosques de castaños de aprovechamiento común y la echada de la castaña era ocasión de fiesta y regocijo para los aldeanos, pues llevaba a sus hogares un importante elemento de su existencia. La cosecha de castaña servía no solamente para el consumo de la casa, sino que también proporcionaba un auxilio pecuniario no despreciable, pues se enviaba en gran cantidad á países extranjeros, donde se utilizaba en el doble concepto de alimento muy nutritivo y sano y de materia tintórea en la fabricación de paños y bayetas, así como hoy se aprovecha para hacer con ella una pasta con la cual se fabrican los muñecos que aquí pagamos muy caros»
Sobre Laudio añade que «En Vizcaya hay castañares muy buenos, tanto por su lozanía, como por la abundancia y buena calidad del fruto, […] Los que hay en Belenchano, entre Llodio y Oquendo, que atravesaremos luego, son muy extensos y lozanos y aunque se hallan en territorio de Álava están situados en la zona de Vizcaya» en referencia una vez más a nuestra zona de recolección.
A falta de un buen trabajo de investigación en los registros de mercancías portuarias de Bilbao, sabemos sin embargo que la exportación de la castaña a Flandes tuvo su mayor esplendor antes de fines del siglo XVII, ya que los franceses, a la vista del potencial negocio que ello suponía, plantaron bosques extensísimos de un nuevo castaño –el castaño de Indias– que fue llevado desde Constantinopla a Francia en 1615. Al ser más voluminoso su fruto, poseía más cáscara que las castañas vascas por lo que eran más interesantes. Además, la duración y el coste del porte en barco se reducían en gran manera. Así es como, sin desaparecer, sí comienzan a declinar aquellas exportaciones del preciado fruto vasco.
Hasta ese punto de inflexión que marca el paulatino descenso fue tal magnitud la exportación que, a fines del XVII, «…la villa de Bermeo se había opuesto a la extracción de la castaña para reinos extraños. Pero el Señorío la había defendido alegando que era la cosecha muy superior al consumo interior y de su exportación resultaba al país el doble beneficio de lo que lucraba con su venta y de que los buques que la llevaban al extranjero se comprometían a traer de retorno trigo y otros alimentos de que carecía el país, con lo que aquí se moderaba mucho el precio de los cereales»
También en 1703 se acordó imponer un real a cada fanega exportada «…con destino al pago de réditos de censos contraídos para la fortificación y defensa de la costa el mismo Señorío: constituía un arbitrio de mucha entidad» tal y como recuerda el diario que da pie a esta reflexión.
Pero ya para 1787 nos recuerda Iturriza lo decadente del negocio usando un “apenas” que parece añorar tiempos pasados mejores: «en la actualidad apenas se cogerán en Vizcaya setenta mil fanegas anuales, de las cuales se exporta una gran parte al extranjero: en el año en que escribo este libro (1787) vale la fanega de castaña once reales».
Asimismo es digno de atención el documento que en su día nos facilitó el investigador Alberto Santana en el que se relata un plantón y bronca de unos comerciantes de castañas orozkoarras acaecido en un lluvioso 23 de noviembre de 1780. Todo sucedió porque al entregar en la lonja del embarcadero de Atxuri las 1.200 fanegas de castaña –unas 50 toneladas– el comprador quiso forzar a la baja el precio de compra acordado en 15 reales por fanega a 11, acabando la operación mercantil en un gran tumulto.
Pero lo curioso del documento es la información añadida que aporta ya que la transacción económica se había negociado por Joachim Roussellet, mercader de Nancy –ciudad de Francia próxima a Luxemburgo– que contaba con su despacho en Bilbao y su agente local el laudioarra Manuel de Goikoetxea, quien había subcontratado con aquellos jóvenes orozkoarras la apreciada mercancía de sus castañares.
Al margen del puerto de Bilbao, también se embarcaban exorbitantes volúmenes de castaña procedentes de Enkarterrien Zubileta, punto del río Cadagua hasta donde ascienden las mareas de la ría para hacerlo navegable. Porque también esta comarca era una muy gran productora.
No en vano, es en el Fuero de las Encartaciones (1503) en donde encontramos la primera referencia a las kortinas o kirikino-hesis, aquellos cercos de almacenamiento de castañas con sus erizos, indicando además qué condiciones técnicas habían de reunir:
«…la senbradura que es hecha en monte de concejo e castannos e cortina e vivero se han de defender con seto suffiçiente […] segun costunbre antigua, ha de estar mas çerrado e mas defendido/ e ha de aber ocho palmos de ençeas en largo e vn palmo so tierra e ha de aber tres hiladas de verdugas texidas con las ençeas e/ ençima sus escajos; e si desta manera no estan çerradas, no han/ pena los ganados que entraren e fezieren danno».
Es decir, cierres de entrelazado vegetal reforzados con espinos. Y es que muchísimas han sido las kortinas vegetales de ese tipo y que por tanto no han dejado rastro en nuestro paisaje. En su momento debieron ser las más comunes ya que cuentan con numerosas referencias orales y, sin ir más lejos, mi padre mismo las ha conocido.
Un pasado glorioso para Laudio que pivota en torno a aquellos bosques de castaños de los que nadie actual parece querer acordarse: «Los castaños [de Laudio] son muy numerosos y corpulentos; así es que en ciertas estaciones del año, como por ejemplo la primavera, éste es uno de los valles más hermosos de estas provincias» como recogió entusiasmado Mañe i Flaquer (1878).
Porque a pesar de decaer el comercio con Flandes, no dejó de tener salida la castaña en otros mercados como, por ejemplo, la villa de Bilbao, cada vez más poblada. Así se entiende que en pleno siglo XIX, casi cuando aquellos muchachos aparecieron con los carros por el embarcadero de Atxuri-San Antón, la demanda hiciese que continuamente se plantasen más y más castaños que traían la riqueza al valle: «Los montes más famosos son el Yermo, Mostacha y Tardamente, poblados en su mayor parte de robles y castaños, cuya plantación aumenta diariamente y es una gran riqueza en el país» (Pascual Madoz, 1845-50).
El ocaso de toda aquella ensoñación llegó a fines del XIX, en la década entre los años 1880-1889, con la irrupción de enfermedad de la tinta del castaño que prácticamente los exterminó. Dicen que decía mi abuela (1900-1956), “apañadora” de castañas y a quien no conocí, que la enfermedad apareció en Laudio en el cruce de Barbara –entre Larrazabal y Markuartu– y que de ahí se extendió por todos los montes. Justo en el lugar en donde comienza el barranco de Balintxa, Balenchana, aquel que tanta fama había adquirido por sus ingentes cosechas. Principio y fin de una fecunda historia, cuya relevancia, ante todo, no podemos ni debemos olvidar.
Así es que comencemos hoy mismo por rememorar aquellos alegres muchachos que, para enviar castañas a las colonias cubanas de ultramar, no dudaron hace 138 años en avanzar hasta Bilbao con un espectacular y anacrónico convoy de 25-30 carros que causaron gran admiración entre los que tuvieron la fortuna de presenciarlo. ¡Lo que daría yo por verlo!
A la abuela Dominga Mendiguren Solaun (1900-1956) quien, también un 14 de noviembre como hoy, decidió dejarnos como antes lo habían hecho los castaños. Seguro que en ese espacio para eternidad y el recuerdo andará aún colmando su kortina de Mendi, aquella que –decía– por nada del mundo debíamos olvidar
Poco o nada reseñable tendría un día como hoy, 5 de octubre, si no fuese por una curiosa ocurrencia de un muchacho de Laudio, justo hoy hace 96 años: la de escribir una frase en una tablilla e introducirla dentro de una obra de una pared en la que trabajaba. A ello se añade, claro está, el casi milagro de que un operario que trabajaba en una obra llevada a cabo este año de 2018 se fijase en aquel elemento de entre los escombros.
En efecto, así sucedió. Remodelando la llamada Casa del Hortelano, dentro del hoy parque público de Lamuza, apareció entre los cascotes de la obra una tablilla que, escrita en lápiz, mostraba la siguiente inscripción: «Pedro Mendívil y Larrea deja este recuerdo a los 27 años de edad. Llodio a 5 de octubre de 1922«. Hoy, a la espera de darle un destino concreto, se custodia en el despacho del alcalde como objeto entrañable y querido del pueblo.
En sí, es algo sin importancia alguna. Pero, a su vez, me parece algo tan entrañable y humano que no puedo pasar la fecha sin publicar unas líneas, más siendo hoy un 5 de octubre, como aquel lejano día. Es además la disculpa perfecta para vincular el Laudio actual con aquel otro, cándido, cercano y tranquilo, previo a la industrialización e incremento demográfico que lo transformaría totalmente décadas después.
Poco hubo que investigar para dar con el individuo en cuestión: se trataba de Pedro Mendibil Larrea (1895-1967), un personaje curioso y popular en el pueblo. Hijo de Mariana Larrea Sautua (Baranbio) y de Pedro Mendibil Mendieta (Laudio), lo que, por la coincidencia de los nombres de pila del padre y el hijo hizo que hasta el final de sus días fuese conocido como Pedrotxu, Pedrotxu Mendibil Larrea.
LA CASA DEL HORTELANO. La tablilla con la inscripción recientemente rescatada la insertó Pedrotxu en un edificio del Palacio del Marqués de Urquijo, conocido como la Casa del Hortelano. La había mandado construir el primer marqués de la saga, Estanislao Urquijo Landaluce (período como marqués: 1871-1889), dicen que para atender la gran finca agrícola que poseía, germen del posterior conjunto palaciego y quizá añorando su humilde origen en una familia de labradores de Murga (Ayala). En aquel gran nuevo edificio, en su piso principal y más elevado, vivía el encargado de gestionar el cultivo de las fincas y, claro está, de ahí adquiere el edificio el nombre que todos conocemos. En su vivienda contaba nada menos que con tres dormitorios, cocina, escusado (váter) y sala.
Bajo esa parte más noble, en el piso inferior había un lagar, pajar, gallinero, cuadra con pesebres y carbonera-leñera. Y, ya en el sótano, la bodega con cubas para los txakolines y un pozo artesiano o patin, para extraer agua del subsuelo.
Fallecido Estanislao, su sobrino, el segundo marqués (Juan Manuel Urquijo Urrutia, ejerciendo en el período 1889-1914) emprende ciertas mejoras y ampliaciones en el edificio para albergar más empleados con los que atender los huertos y las abundantísimas viñas y, asimismo, poder alojar a la numerosa familia y aristocracia que ya se da cita allí en los períodos veraniegos.
Pero, con el tercer marqués de Urquijo (Estanislao Urquijo Ussía, durante 1914-1948) la Casa del Hortelano modifica ligeramente su ubicación, se amplía «…de manera que se levantó en su lugar un edificio de cuatro plantas con tres áreas diferentes; en una estuvo la Administración, en la del centro la vivienda del Marqués de Bolarque, y en la parte cercana al frontón el “Teatro Salón Diego”…» tal y como publicara el investigador Juan Carlos Navarro (revista municipal Zuin, mayo de 2014).
EL INCENDIO. Esta última reforma tendría que ver sin duda con el incendio que destruyó parte del edificio la madrugada de la noche del 16-17 de abril de 1922, debido según se sugería a un cortocircuito en la novedosa luz eléctrica y que hizo que “parte del palacio con sus muebles quedaran reducidos a cenizas” como reza la prensa del momento.
LA OBRA DE PEDROTXU. Pedrotxu era por aquel entonces uno de los tres albañiles que había en el pueblo, junto a Tomás Ibarluzea y Alejandro Eizmendi, «Tolosa».
Tomó parte en diversas obras palaciegas, siempre trabajando para el carpintero Leonardo Zurriarain, que hacía las veces de contratista y que acordó varias obras con el marqués. Queremos suponer que, por las fechas, cuando tuvo Pedrotxu la ocurrencia de esconder aquella tablilla dentro de la pared, se afanaban todos en dar esplendor a aquel edificio que el fuego acababa de destruir.
EL PERSONAJE. Aquel joven muchacho quizá pensó en dejar su recuerdo para la posteridad porque había dejado de ser el chaval travieso de su juventud para convertirse en un padre de familia responsable: unos meses atrás había nacido ya su hijo primogénito Enrique (1923-1974). Luego le seguirían Alfonso (1925-2003), Lorenzo (1928-2011) y la pequeña de la casa, Mª Mercedes (1930), la única que sobrevive y que es la que tanta información de su padre nos ha facilitado. Todas estas criaturas procedían del matrimonio entre “Pedro Mendivil y Larrea, casado, albañil de 27 años de edad, natural de Llodio y doña Benita Echevarria y Perea, labores, de 28 años de edad, natural de Orozko y ambos vecinos de Llodio” tal y como se recoge en la partida de nacimiento del primer hijo.
La casa familiar de Pedrotxu, en el corazón de Lamuza, se había dividido en dos viviendas para alojar a sendas familias, separadas por una puerta que no se cerraba pero a su vez se respetaba ya que en ciertas ocasiones, por las limitaciones de accesibilidad (transporte de féretros…) era necesario pasar de una vivienda a la otra.
En la otra vivía «Escola» conocida así por ser Escolástica Pérez, que habían inmigrado del valle del Pas. Aún les recuerdan cómo andaban con su característico cuévano. Tenían un bar que a su vez hacía las veces de tienda en un pequeño espacio que compartían con una vaca que estaba algo más atrás. La parte exterior estaba rotulada con el texto «vino y chacolí«.
Pedro era desde chaval un personaje genio y figura, de tanto humor y carácter libre que hacía desesperar al maestro de apellido Elorza y que hoy cuenta con una calle en el pueblo. «Ya vienen los de Olarte» —el barrio más alejado del centro— les recriminaba con ironía porque llegaban tarde a clase cuando precisamente eran los que más cerca de la escuela vivían.
En cierta ocasión hizo alguna trastada que jamás se supo con detalle. Pero fue de tal trascendencia que el mismo Elorza le ordenó a Pedro que se la contase a su madre Mariana y que fuese ella quien le impusiese el castigo. Pero, sin que le angustiase lo más mínimo el encargo, no contó nada en casa. De nuevo en clase, el maestro le interpeló delante de todos para saber cuál era el castigo que le habían aplicado en casa, a lo que contestó que «bien cenado, ir a la cama», con las risas de todos los allí presentes. Le echaron de la escuela o se fue. Nunca lo aclaró. Pero desde entonces acudía a clases a Sta. Lucía, un barrio en la montaña, donde ejercía de profesor un sacerdote. Pedrotxu, siempre alegre, alardeaba que él estudiaba en la «Universidad de Sta. Lucía«.
Otra de sus numerosas anécdotas «sonadas» fue la de ir capturando y criando ratas sin que nadie supiese de ello. Pues bien… llegados los Carnavales, se disfrazó de afilador ambulante y con sí llevaba la piedra en su carro, así como el característico cajón para guardar herramienta, trozos de tela vieja con las que probar el afilado, etc. Allí había metido las “bestias roedoras”. Ya en el baile, habría la tapa —o la hacía abrir— y salían desaforadas las ratas, con el consecuente pánico y alboroto de los allí presentes.
También me contaba su hija que, entre otras hazañas, “en la época de la guerra hizo Pedrotxu un zulo en el portal del viejo bar Lauri (Casa de los Ussia) para guardar la corona de la Dolorosa (imagen de la parroquia) y otras cosas de valor así como joyas de los propietarios, etc.”, anécdota que curiosamente también recuerdan a la perfección en mi familia.
LAS MALVICES. Pero de las muchas curiosidades que aquella tarde del pasado 20 de agosto me contó Mercedes sobre su padre, hubo una que me pareció entrañable y de gran fondo emocional. Y es que Pedrotxu amaba y admiraba los zorzales, unas aves que aquí conocemos como malvices (aunque sea un término masculino en nuestra zona se usa en femenino: “las malvices”). Tanto que hasta podríamos hablar de que tenía una gran obsesión personal por ellas.
En cierta ocasión tenía enjaulado un buen ejemplar en su ventana. Se pasaba horas y horas mirándola y hablándola. Y cada día reservaba su último trozo de comida para dárselo a ella. El ave se lo agradecía con primorosos trinos, unos gorjeos que eran la admiración de todo aquel que transitaba por aquel entorno de Lamuza.
Llegó incluso a ofrecerle Alejandro Gorostiaga «mil pesetas y una tripada de angulas» por ella, a lo que Pedro, perdidamente enamorado de su ave, se negó con rotundidad.
Pero en otra ocasión se encaprichó de ella el sacerdote —llamado Félix— y, como el clero pesaba tanto por aquel entonces, no se la pudieron negar. Con gran pesadumbre, Pedro se la tuvo que vender por una simbólica peseta.
Mas, cuando acudía a los obligados oficios religiosos, no podía concentrarse en ellos porque oía a lo lejos cantar a su añorada malviz y toda su atención se le iba allí, con poco provecho para sus ejercicios espirituales. Así sufrió lo indecible hasta que un día decidió que no podía vivir ni un minuto más con aquella pena. Por ello se lo comentó a su madre y lo hablaron con el sacerdote que, visto el alcance que aquella melancolía tenía para el muchacho, no puso impedimento para hacer una marcha atrás en el cambio de peseta por pájaro, para alegría de Pedrotxu, que nunca más abandonó a su avecilla hasta la muerte.
HASTA SIEMPRE, PEDROTXU. Poco más podemos añadir porque poco más sabemos. Pero llegamos a intuir que, en ese otro lugar en donde no pasa el tiempo, seguirá Pedrotxu embelesado escuchando a su divina malviz. Y sonreirá viendo cómo aquella tablilla en la que escribió en su juventud ha provocado estas letras que lo devuelven a la historia, a la actualidad, a la historia de los terrenales. Un 5 de octubre… Él agradecido en su eternidad y nosotros eternamente agradecidos. Por los siglos de los siglos…
Muchas gracias a Mercedes Mendibil, a su esposo Eugenio Gastaka y a sus hijos Eugenio y Lutxi. Por todo lo bueno que siempre nos disteis, nos dais y, sin duda, nos daréis.
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