Tenía que ser exactamente en la medianoche de la víspera de San Juan, reconfortados en la espera con la calidez desprendida de los rescoldos de la aún humeante fogata. Justo en el preciso momento en que comenzaba el día de todo el año en que con más altanería lucía el sol: el 24 de junio, festividad de San Juan. Es ahí cuando se da un curioso ritual conocido también fuera de nuestras fronteras, que fusiona el culto al sol con el de los árboles, para atribuirles en su conjunción un poder sanador más cercano a la magia que a la religión, por mucho que lo quisieran disfrazar con el culto a San Juan Bautista. Sin duda, un recurso desesperado frente a la impotencia que generaba la falta de salud y la alta mortandad infantil.
Curiosamente documentamos uno de esos casos en el pueblo de Laudio de hace un siglo, aquel que fue y no es, pues en la actualidad es un ritual absolutamente desconocido.
Ya nos avisa R. Mª Azkue de esta extraña costumbre que se daba en el país de los vascos: «Para curar un niño herniado, la víspera de San Juan a media noche suelen levantarle hasta la copa de un roble dos Juanes en algunos lugares; en otros, tres Juanes; en alguna parte, Juan y Pedro. Y mientras suenan las doce campanadas del reloj, suelen mover al niño de mano en mano entre exclamaciones de tori (toma) y har ezak (recíbelo), har ezak (recíbelo) y tori (toma)».
No recoge sin embargo, la variante —también practicada en otras zonas de Vasconia— de abrir el árbol y pasar la criatura por la hendidura para que sanasen ambos a la par, transmitiendo el potencial vital y regenerador del árbol al chiquillo/a.
Y ese es casualmente el curioso —incluso extravagante— testimonio que un tal Isusi envía al investigador José Miguel Barandiaran desde Laudio en 1935. Relata el informante lo que en su día le contó su convecino Jorge Ibarrondo Galíndez, un afamado carretero y acérrimo carlista laudioarra nacido en el caserío Zabalaberrio en 1856 (bisabuelo de la actual directora del instituto Laudio).
La nota textual dice:
«Día 24 de junio. San Juan. 1º Si este día se quiere curar a un niño de la hernia, dicen que no hay más que abrir con un hacha el tronco de un laurel y que tres Juanes pasen al niño por la abertura mientras el reloj da las doce. Para que el resultado sea favorable, se requiere que el laurel que ha sido abierto no se seque.
El vecino de Laudio, Jorge de Ibarrondo, me relató un cuento referente a lo dicho, ocurrido cerca de su caserío.
Dice que Juan Ibarra, Juan Zubiaur y Juan Larrazabal (este último en duda) tomaron a un niño loco (por lo visto, el remedio también sirve contra la locura) y verificaron la operación con un laurel de Julián Zubiaur, vecino del relator y de los otros tres Juanes.
El laurel aún existe y cuenta que también el niño se puso bien.
Las palabras que dijeron al hacer la operación son: «tómalo Juan el 1º, dámelo Juan el 2º y tómalo Juan el 3º (no sé si dirían en vascuence porque es muy fácil que a mí, como sé poco vascuence, me lo dijese en castellano)»».
Podríamos extendernos mucho más para añadir que el laurel es desde la época clásica venerado como árbol divino, especialmente relacionado con el culto al sol y al fuego. No en vano era el usado para renovar los fuegos de la casa, el suberri, porque frotando dos de sus maderas entre sí pronto aparecía el fuego. Era también elemento adivinatorio porque «si cuando se quemaba ardía con ruido, creían que denotaba felicidad […] Pero si se encendía callada, era triste agüero» según nos contaba Garcilaso de la Vega. En resumen, este árbol —entre los clásicos atribuido a Apolo— era mágico y sobrenatural como ninguno ya que «Tenían los antiguos que el laurel era contra los demonios y que encendido les daba fuerzas para adivinar. Declaraban con el laurel santidad y cordura, que son cosas que habemos de pedir de veras a Dios» (Ana Mª Alarcón, 1980).
Podríamos extenderno mucho más, sí… Pero quizá sea mejor no hacerlo y centrarnos en gozar con la intensidad que se merece este día mágico del sol. Porque es especial y único como ninguno. Feliz jornada de San Juan.
Desde que tenemos noticias documentales de su existencia en la Edad Media, era Santa María del Yermo un templo de gran renombre y proyección, ligado a grandes linajes algo que convierte a nuestro templo en sobresaliente. Pronto se le atribuyen cualidades milagrosas y ello supone que la gente codicie enterrarse allí, que se firmen numerosas donaciones testamentarias para el santuario y que comience a peregrinar gente hasta allí, buscando la solución divina a sus cuitas humanas. Y pronto se convierte en renombrada la fiesta su romería.
PERO EN ESTA OCASIÓN queremos hacer especial mención al punto álgido de sus romerías, en las décadas a caballo entre el XIX y el XX ya que se lo debemos a una cuadrilla de entusiastas jóvenes que se reunían en la taberna de Paloca (Atxuri) y que se encargaron de llevar a miles y miles y miles de bilbaínos hasta la romería de Laudio, un pueblo que se vio abrumado por el gentío que, desde la ciudad, acudía a aquel delicioso paraje de montaña.
La sociedad vasca de fines del XIX vivía sumida en una gran crisis emocional, de pérdida de valores, tras habérsele arrebatado definitivamente sus fueros (1876). Eran tiempos de revisión romántica del pasado y de la idealización de las añoradas esencia e identidad vascas que veían como, día a día, se desvanecían.
Por ello, al margen de pasear y dejarse ver, a la nueva sociedad bilbaína le encantaba usar ese recién aparecido tiempo libre para reencontrarse con la esencia rural que se desvanecía, gozándola de un modo quizá artificioso o recreado. Así se ponen de moda, por ejemplo, las casas txakoli —una especie de merenderos a donde se iba a pasar el día festivo— u otros lugares en los que pudiese disfrutarse del tipismo vasco, aquello que ya se intuía desaparecer.
De ese modo, surgen en el Bocho cuadrillas de jóvenes con gran iniciativa, como lo fueron el Kurding Club —por las «curdas» que cogían— o, especialmente relevante para nuestro caso, el grupo de la taberna de Paloca, en Atxuri, sobrenombre con el que se conocía a Anastasio Bergara Etxabe (1838-1920) un comerciante de vino y que también lo vendía al por menor, de chiquiteo.
Desde aquel punto de encuentro comenzó una cuadrilla de clientes asiduos a organizar en sucesivos años expediciones de bilbaínos a la romería del Yermo, en donde se encontrarían con lo más auténtico del paisanaje rural, algo que durante muchos años se convirtió en un clásico. Recuerdo de aquella intensa relación entre poblaciones, también se comenzó a apodar Paloca a la taberna que los Urquijo tenían en la plaza de Laudio, gestionado años después por Miguel Urquijo Maruri, el hermano del compositor Ruperto y también alcalde. Por cierto, la joven camarera del local era Maricrus, tan presente en los cánticos populares de Ruperto.
Ayudaría el hecho
de que el bar de Paloca era en lo político un conocido foro del pensamiento
liberal, coincidente con la del Marqués de Urquijo, lo que facilitaría la
sintonía en el devenir de nuestra historia.
Aquella gran avenida de bilbaínos, se vio además facilitada por otra aportación de los tiempos modernos, el ferrocarril, que había cambiado nuestro mundo desde que 1863 nos uniese con Bilbao. Se fletaban trenes especiales para transportar a los miles de bilbaínos que acudían al reclamo de la fiesta. También, como es bien recordado en el pueblo, prostitutas que arribaban para dar rienda suelta al negocio del fornicio. De ahí que en los ambientes locales de Laudio, de carácter mayoritariamente conservador —carlista— y rural, observasen con mucho recelo aquellas modernidades que atentaban contra la decencia, por lo que disfrutaban más y de un modo más natural y propio el día de San Antonio, dejando los desmanes de la de Santa Lucía para los foráneos. Por eso entre nuestros laudioarras mayores aún se conoce la fiesta de Santa Lucía como «la romería de los vizcaínos«. Pero no adelantemos acontecimientos…
Sea como fuere,
las noticias de prensa de aquella época reflejan a la perfección el ambiente
que se vivía por aquel entonces. Y cómo aquellos jóvenes entusiastas del Paloca organizaban con detalle el
evento. Hasta se ocupaban de señalizar el camino por donde «…subiendo van los romeros, por Bentabarri [Larraskitu] ya se les ve pasar…» que cantase
Ruperto Urquijo. Dice lo siguiente el Noticiero
bilbaíno de 8 de mayo de 1886:
«Se preparan para el día 14 solemnes funciones y fiestas en el santuario de Santa Lucía de Yermo, donde además de las misas de costumbre, habrá romería con tamboril y ciegos, esperándose que este año acudirá aún más gente que en los anteriores, puesto que se han arreglado los caminos y senderos, particularmente el que desde Bilbao se dirige a dicho santuario por San Roque y Pagasarri, poniéndose jalones con señales para que nadie se extravíe».
Cada año se
intenta mejorar la edición anterior y, gracias a aquella aportación foránea, la
fiesta de Santa Lucía va ganando en grandiosidad y suntuosidad. Se dan
entrañables escenas en las que se funden dos mundos antagónicos, el de lo
moderno y lo tradicional, el de lo urbano frente a lo rural. Nos sobrecogen
solamente con imaginarlas:
«Anteayer asistieron a la romería de Santa Lucía de Llodio diecisiete individuos de buen humor todos vecinos de Atxuri y que suelen reunirse en la taberna de Paloca. Los expedicionarios hicieron el viaje en un coche particular que iba adornado con banderas. Entre los romeros figuraban uno vestido de municipal y otro de heraldo. En el trayecto entre Bilbao y Llodio fueron disparando cohetes. Al llegar a Llodio todos los romeros se colocaron en correcta formación, el heraldo que llevaba una corneta se puso a la cabeza y entraron en el pueblo ejecutando una marcha vascongada al estilo antiguo. Todos los aldeanos al paso de la comitiva se descubrían. Llegaron los expedicionarios al punto en donde se celebraba la romería y allí el Ayuntamiento en Comisión salió a recibirles. El alcalde les manifestó que por su antecesor sabía que eran gentes de buen humor y que les daba permiso para que se divirtiesen todo cuanto quisieran. Poco antes de empezar la fiesta fueron retratados con el Ayuntamiento, la Guardia Civil y un asno que conducía un enorme pellejo de vino. Después fueron retratados haciendo el aurresku. Terminada la comida se presentó el Ayuntamientoen la casa en donde se hallaban los expedicionarios para darles las gracias por la visita. Los romeros una vez terminada la romería regresaron a esta Villa a donde llegaron a las 10 de la noche prometiendo volver el año próximo y sumamente reconocidos por el comportamiento del Ayuntamiento de aquella localidad» (Noticiero bilbaíno, 16 de mayo de 1894).
El asunto fue a
más y al año posterior acudió de manos de aquellos entusiastas nada menos que
el Orfeón Bilbaíno, que se sumó a la
banda de música local y los tamborileros locales.
El año siguiente, 1896, aquella «delegación del bilbainismo» quizá alcanzó su punto álgido al organizar con una comisión de nada menos que veintitrés miembros del Paloca, diversos actos, preparados con varios meses de antelación para que nada pudiese fallar. Ellos mismos buscaban la financiación de aquello que «regalaban» a la fiesta de Laudio. Nos lo cuenta así el Noticiero bilbaíno de 29 de enero de 1896:
«La romería de Santa Lucía que en Llodio se verificará este año promete verse más concurrida que en años anteriores. Veintitrés individuos de esta villa, algunos de ellos muy conocidos por su jovialidad, han dispuesto reunir fondos para celebrar con la debida pompa el día de la festividad citada. Al efecto uno de los expedicionarios ha redactado un reglamento cuyamagnífica portada e introducción demuestran las envidiables cualidades caligráficas de su autor. Para fines del próximo mes harán también dichos romeros un cartel a varias tintas que ha de resultar sorprendente si ha de juzgarse por el Reglamento que hemos visto. Este cartel que ha de anunciar los festejos que celebren se expondrá en el establecimiento que en Achuri tiene el concejal señor Vergara», en referencia a Anastasio Bergara, Paloca.
De nuevo acudió para cantar la misa el Orfeón Bilbaíno y hubo diversos actos institucionales de hermanamiento, con intercambio de discursos, agradecimientos y regalos, muy al estilo de la época. El presente más reseñable de ellos es el bello cuadro de Marcelino Gómez que entregaron al alcalde del momento, Luis Plaza, y que desde entonces se exhibe con orgulloso en el salón de plenos de la casa consistorial de Laudio.
De ahí en adelante, la romería fue en aumento de visitantes, con refuerzo del servicio de ferrocarriles, aunque ya con menos relevancia de aquel grupo del Paloca. Probablemente tuvo que ver un acontecimiento político ya que el tal Paloca, un relevante personaje también el lo político, en una votación crucial en diciembre de 1898, traicionó a su grupo en Bilbao y votó a favor de sus adversarios, los carlistas. Aquel transfuguismo fue algo muy denostado por todo su entorno y vilipendiado por la prensa liberal. Un detalle que, desde luego, no iban a dejar pasar por alto el marqués Estanislao Urquijo ni toda su cohorte política local.
En cualquier caso, nuestra romería continuó exitosa hasta la Guerra Civil, sin el impulso de los del Paloca pero viva por su inercia y, dicen, es a partir de los trágicos acontecimientos bélicos cuando todo comenzó a declinar.
También se cree que aquellos promotores bilbaínos hicieron buena amistad con un chaval de Laudio. Y que por eso, alguna década después y en varias ocasiones, bajaron a Bilbao unos laudioarras montados en unas carrozas tiradas por bueyes. Era el músico Ruperto Urquijo (1875-1970), que pretendía devolver el favor con el mismo ánimo de alegrar el espíritu trabajando la convivencia en buena armonía. Si es que el mundo es un pañuelo. A partir de ahí, todo es sabido. Todo salvo el siempre incierto futuro, que tan solo depende de nosotros.
NOTAS: Cuba. No gozó el compositor Ruperto Urquijo de los años más esplendorosos de los expedicionarios del Paloca pues se encontraba en la guerra de Cuba, de donde regresó enfermo en marzo de 1897. Era aquella contienda bélica la preocupación social del momento, lo que pesaba sobre el ambiente. También con gris reflejo en las fiestas del Yermo, tal y como lo recogen las noticias del momento: « Hoy ha tenido lugar la consabida peregrinación a Santa Lucía del Yermo con un tiempo delicioso para implorar por la intersección de tan milagrosa santa la terminación de la guerra de Cuba y librar de las demás calamidades que afligen por el presente a nuestra querida y valerosa patria. Han asistido los 29 pueblos que componen el Arciprestazgo de Ayala que han dado un contingente de 2200 personas y unidos a este número los que han asistido de los demás pueblos circundantes en el Santuario pasaban de 3500. […] Arraigó con entusiasmo y voz potente sobre el objeto de la peregrinación dando valor a muchas desconsoladas y afligidas familias cuyos valerosos hijos, abandonado el hogar paterno, han ido a guerrear con heroísmo por la integridad de la patria. Hubo momentos en que hizo llorar a la gente y sobre todo a muchísimas madres que no dejan de suspirar por sus hijos […]. A expensas del Excmo. Marqués de Urquijo se obsequio a los peregrinos con ración abundante de carne y pescado con su correspondiente pan y vino» (Noticiero bilbaíno, 16 de septiembre de 1896).
Recuerdos de Santa Lucía. Junto a aquellas masas humanas que acudían desde la capital de Bizkaia llegaba también la modernidad a nuestro pueblo y, por ello, todas las costumbres y estética «de antes» parecían desvanecerse.
A eso canta Ruperto Urquijo (1875–1970) en su centenaria canción «Recuerdos de Santa Lucía«. Quedaos especialmente con el mensaje de su letra, cargado de añoranzas con el pasado:
«Ya no se ven las aldeanas bailando junto a la ermita. Ya no se ven las aldeanas, ya son aldeanas artistas. Ya no se ven guapas mozas con sus vistosos pañuelos, delantal, trenzas hermosas a poca altura del suelo. Ya no bailan las aldeanas guapas, con el sello que las distinguía. No tienen las alegres paseras el sello de aquellas porque se perdió. Ya no tienen las alegres pascuas la belleza pura y natural que le daban las aldeanas guapas en día tan bello… bello sin igual»
Segunda obra regalada. Además del cuadro que se exhibe aún en el salón de plenos de Llodio, se hizo entrega de otra obra de arte de la que nada más hemos sabido. La había elaborado con gran esmero Benito Ordeñana, profesor en la Escuela de Artes y Oficios de Bilbao. La describen así las noticias de la época: «El trabajo es un verdadero capricho […] lleva dibujada en el fondo una diligencia con los tamborileros vestidos de casaca roja y tricornio en el testero, dentro los alegres expedicionarios [los muchachos del Paloca de Atxuri] y a la zaga un lacayo de sombrero de copa y levita» (Noticiero bilbaíno, 25 de mayo de 1896).
Fecha de la fiesta. Siempre se celebraba el lunes de Pentecostés que, como su nombre en griego indica, son cincuenta días tras la resurrección de Cristo. Una fiesta cristiana que, una vez más, tiene su origen en los ciclos de la agricultura. Sea como fuere, dicho de un modo más pragmático y sin connotaciones ideológicas, la fecha elegida era el lunes situado cincuenta días después del primer domingo tras la primera luna llena de la primavera. ¡Qué cosas! Pero, desde 2013 y a petición de los vecinos del lugar que organizaban la fiesta, se celebra el último lunes de mayo.
La taberna de Paloca. Se trata de un edificio construido en 1848 en el que Anastasio Bergara, alias Paloca, ocupaba tanto la planta baja, donde se halla la taberna-almacén, como el primer piso, de vivienda. Fue uno de los bares modestos en lujos pero emblemático en el chiquiteo bilbaíno. Con el tiempo fue decayendo, convirtiéndose en un bar muy vulgar, en el que en sus últimos años, la clientela solo acudía por las chicas de sexo fácil que allí ofrecían sus encantos y/o miserias. Sabemos que a primeros de 1968 ya estaba definitivamente cerrado, más de un siglo después de su apertura. Quien nos diría que aquel antro iba a ser tan relevante para la historia de Laudio.
Ver para creer: ¡que santa Lucía nos conserve la vista!
Lezeaga —Lesiaga en dicción popular actual— es un
conocido paraje del municipio de Laudio. Pero Lezeaga es también conocido entre
nosotros por ser, según la tradición local, el territorio dominado por una legendaria
bruja. Esa bruja es, asimismo, el personaje icónico de los carnavales actuales.
Pero en todo
ello hay tal mezcla de conceptos, tal revoltijo de verdades y de falsedades,
que se hacen necesarias unas líneas para ordenar un poco los datos.
PERSONAJE DE CARNAVAL. Si buscamos en Internet informaciones sobre la bruja de Lezeaga, encontraremos infinidad de referencias que hablan de una tradición ancestral del carnaval, cuyo origen se pierde en los tiempos y según la cual el pueblo de Laudio ajusticia ese personaje, descargando las iras sobre él y quemándolo como rito de purificación pagano. Basta con visitar la sacrosanta Wikipedia para encontrar referencias de este calado: «El Carnaval de Llodio tiene caracteres de carnaval urbano, aunque ha conservado alguna tradición del pasado rural de la localidad. Es el caso del personaje de la Bruja de Leziaga (sic), que recuerda la leyenda de la mujer que habitaba en la cueva de Letziaga (sic), se mesaba los cabellos con peines de oro y atraía con sus hermosas canciones a los pastores llodianos que se acercaban a la cueva».
Es algo rotundamente falso pero que, una vez en la red, se copia y difunde como se inflama un reguero de pólvora. Sin embargo, curiosamente no encontraremos en ella ni una sola reseña a su realidad histórica. Y, a falta de otras referencias, también se está transmitiendo erróneamente en nuestros centros de enseñanza. Así es que, como hemos adelantado, vamos a esbozar unas líneas que pongan un poco de orden en ello, aunque quizá ya el daño sea irreparable.
Contrariamente a esas referencias de la Wikipedia y la infinidad de páginas de carnavales rurales, tradiciones vascas, etc. no tenía nada que ver el dichoso personaje con el carnaval, ni es ninguna «tradición del pasado rural de la localidad» ni existe ninguna referencia a que atrajese «con sus hermosas canciones a los pastores llodianos que se acercaban a la cueva«. Es un invento moderno quizá para describirlo de un modo más idealizado. Pero nada de ello es realidad.
El origen. Al final del franquismo, bullían mil
proyectos en la sociedad y los jóvenes que en ello participábamos, intentábamos
recuperar todo aquello que sentíamos como muy nuestro y que, por su connotación
de vasco, había prohibido el franquismo décadas atrás. También los Carnavales,
inicialmente vetados en plena contienda, en 1937 y ratificada su prohibición en
forma de ley en 1940, hace ahora 60 años. Eran tiempos en los que tocaba
reconstruir lo arruinado por el dictador y su genocidio cultural.
Cuando muchos de nosotros, ilusionados, intentábamos recuperar «nuestra identidad» hicimos varias reuniones para ver cómo plantear los nuevos carnavales. Yo contaba con 16 años y nos reuníamos en el instituto, donde estudiaba. Por mi juventud, participé en alguna de las reuniones si bien el peso lo llevaban los que eran algo más mayores. Se acordó que había que hacer un carnaval como en los pueblos más referenciales y recrear un personaje icónico al que ajusticiar como acto de purificación del mal acumulado y así dar paso a una nueva época de prosperidad y felicidad. Se trataba de copiar o imitar lo mejor que se conocía en Euskal Herria.
Esa figura del mal se encarnaba ya de modo tradicional en los carnavales populares de Laudio y todo el Alto Nervión con la figura de un gallo que se paseaba en una cesta por todas las casas mientras los jóvenes pedían para hacer una merienda. Al final era ajusticiado y muerto. Pero por aquel entonces la costumbre local nos parecía muy desvalida, pusilánime, y necesitábamos algo más potente y emblemático: lo de fuera siempre era mejor que lo nuestro.
J. C. Navarro. En aquellas reuniones, como representante municipal y secretario —la implicación municipal en este tipo de iniciativas era muy grande, con el novedoso gobierno de Herri Batasuna, liderado por el alcalde Pablo Gorostiaga— actuaba el funcionario Juan Carlos Navarro Ullés que, a su vez, era y es un reputado historiador local. Entre tanta divagación desnortada, él mismo, que tenía voz pero no voto, sugirió que por lo que escuchaba y por lo que parecía que se buscaba, tan solo existía un ser de leyenda con el mínimo renombre para poder adecuarse y convertirse en personaje identitario. Y, tras las oportunas explicaciones, convenció a todos, más que nada porque no se vislumbraba otra opción posible. Es más, la comisión le encargó a él mismo que se hiciese cargo de la elaboración física del personaje. Algo de calidad porque iba a salir año tras año y había que quedar a la altura que las circunstancias merecían.
Era el año 1981 y para el año siguiente, 1982, ya salió por primera vez la bruja de Lezeaga como personaje carnavalesco de Laudio. Por cierto, unos carnavales que, siguiendo la tradición, tenían su día fuerte en el martes y no en el sábado previo actual. Como hemos adelantado, fue el mismo J. C. Navarro el responsable de encargar una máscara que, en el instante previo a ser quemada, se sustituía rápidamente por una más basta y sin calidad. La figura la realizó un artesano apodado Txekun que formaba parte del grupo de teatro de calle Akelarre, de Bilbao, con sede y taller en el muelle de Marzana, tal y como en su día me refirió el mismo Navarro.
Pero en 1984 algún gamberro quemó la máscara original
y hubo que construir otra, con menos pretensiones por si sucedía lo mismo y
tirando de jóvenes artesanos locales: Fontso Isasi, Javi Ramírez y César
Fombellida. A partir de ahí, todo es rodar en el tiempo hasta este año que
nuestro personaje ha desfilado en 2020 por trigésimo novena (39ª) vez.
EL MITO. Son bastantes las referencias populares
de brujas —en euskera sorgin— en Laudio
pero es cierto que existe una cuyo renombre alcanza a todo el pueblo: el de la
bruja de Lezeaga.
En teoría, según creencias aún bien
conocidas entre los de más edad, habitaba en la parte baja del barranco de
Iñarrondo —pegante a Lezeaga— y por allí hacía sus fechorías, aunque se la recuerda siempre como
un personaje no maligno. E, insistimos, nada de «engatusar a los
pastores» como en tantas referencias de Internet encontramos.
Las únicas y exiguas referencias que disponemos hablan
de una bruja que hace el papel similar al de las lamias, a tenor de lo
escuchado en cierta ocasión por J. C. Navarro (el que dio la idea del personaje
para nuestro carnaval) a Eugenio Perea quien, acompañando de niño a su padre,
se estremecía al pensar que debía pasar junto a las rocas del barranco de
Iñarrondo donde, según se decía, solía peinarse la conocida bruja. Aunque él
nunca la llegó a ver, aseguraba haber presenciado púas de peine y cabellos en
el lugar.
También al hacer el Marqués de Urquijo las obras para la
primera conducción de aguas potables al municipio en 1879, las muchas de
averías y fugas iniciales fueron atribuidas en los ámbitos populares a la bruja
de Lezeaga, que al parecer no estaba muy conforme con que perturbasen su
territorio y tomaba la venganza a su manera, rompiendo y desajustando las
tuberías. No sería de extrañar que fueran actos de sabotaje, pues la toma de
esas «aguas de todos» para uso del nuevo palacio del marqués, fue muy
contestada popularmente. No conocemos más testimonios que aporten novedades:
tan solo reseñas que no hacen más que dar más difusión y amplificar la leyenda.
Que conozcamos, la primera referencia documental de nuestras brujas la da Becerro de Bengoa en su libro Descripciones de Álava (1880) en donde, al describir las canteras de los montes que rodean el municipio de Laudio, dice: «…y las deLeshéaga (sitio de las cuevas) con sus tradiciones sobre las brujas». No conocemos nada anterior. Pero nos habla de brujas y no de una concreta como hoy nos es incuestionable.
REVISIÓN HISTÓRICA. Es llamativo que alguien tan versado en el tema como lo fue José Miguel de Barandiaran, al estudiar e intercambiar muchas informaciones sobre ese lugar a principios de XX, nos hablase de que, sobre el santuario en la zona superior de Lezeaga, «es tradición en Santa María del Yermo que antiguamente aparecían lamias peinando sus cabellos«. Lamias pero nada de «la bruja».
Al igual que cuando nos habló de una muchacha que, por encantamiento de las brujas que habitaban en la cavidad de Sorginzulo en Lezeaga, se convirtió en una de ellas por conseguir un puente. Recogió el sacerdote de Ataun en sus notas manuscritas que «a la cueva donde se metieron, la teme la gente, pues dicen que suele presentarse en ella la chica convertida en bruja» tal y como lo publicamos en su día: La maldición de Lezeaga. Sin embargo no llegó a publicar en sus trabajos esta leyenda que le habían referido. Era consciente de que era una fábula clonada en infinidad de lugares y debió detectar que era algo de novedosa creación.
Y es que, en la actualidad, se está dando una visión revisionista a lo que conocemos como mitología vasca. Y sabemos que infinidad, muchísimas de esas leyendas, fueron creadas a fines del XIX como fábulas propias del ambiente de romanticismo de la época. Hay que hilar fino por tanto para discernir entre lo tradicional y popular y lo modrrno y cultista.
Yo, a la vista de los datos, creo que nuestra Bruja de Lezeaga, la que hoy nos parece tan irrefutable, es un personaje recreado en aquellas épocas por vía culta y no popular, para añadir una atmósfera misteriosa al entorno. Lo mismo y de la misma época que esa otra creencia tan extendida que atribuye la edificación del santuario del Yermo a los templarios.
No sería de extrañar que esas leyendas, y en especial la de «la bruja de Lezeaga», presentada como un personaje único, surgiesen del entorno del palacio del primer marqués de Urquijo apoyándose en la verdadera tradición popular de la presencia de lamias en el entorno. En una época en la que era habitual hacerlo. Quizá hasta con el fin práctico de disipar o desviar la atención popular sobre aquellas «sobrenaturales rupturas de tuberías» —probablemente sabotajes— en su conducción de aguas.
O
de mano de aquellas afamadas romerías que muchachos de Bilbao organizaban en
ese entorno en las décadas a caballo entre el XIX y el XX, quizá para añadir
más encanto a aquellos urbanitas que acudían sedientos de cultura rural.
Que
alguien tan versado en mitología y leyendas vascas como José Miguel Barandiaran
no recoja nada de nuestro personaje concreto e incluso desprecie lo más próximo
a ello es una prueba, a mi entender, irrefutable. Nada menos que en fechas tan
tardías como 1935.
Eso sí, en todas nuestras encuestas etnográficas los mayores nos han hablado de la archiconocida «bruja de Lezeaga«. Pero todos esos informantes son hijos ya de muy avanzado el siglo veinte, varias décadas después del nacimiento del mito. Al parecer, todo es cuestión de tiempos. Que la bruja de Lezeaga me perdone. Y el mismo pueblo de Laudio, porque soy consciente de que no va a gustar: el mito siempre es más cómodo que la realidad.
Con las primeras luces del día de hoy, el cielo ha comenzado a mostrar sus iras, tronando con fuerza y exhibiendo fulgurantes relámpagos en el amanecer. Quizá en honor y gloria de San Miguel, el arcángel de la guerra y protección, del que hoy —8 de mayo— celebramos su día.
Fuera de leyendas, poco esfuerzo tenemos
que hacer para imaginarnos con qué pavor vivirían nuestros antepasados situaciones
similares que, aún hoy en día sabiendo su porqué, sigue estremeciéndonos.
De ahí que, desde el principio de los tiempos, se hayan experimentado mil y una artimañas para protegerse ante tal muestra de destrucción de la naturaleza. Muchas y muy variadas.
ELORRIA. Nos llama la atención que sea el espino blanco (crataegus monogyna, «elorri zuria» en euskera) el árbol sobre el que reposaban las esperanzas populares, suponiéndosele una infalibilidad protectora frente a los mortíferos rayos. Quizá por sobreentenderse que era de espino la corona de Cristo, aunque en realidad subyacen bajo todo ello creencias más antiguas, de poderes sobrenaturales atribuidos a árboles de hoja perenne, a simple vista, inmortales.
Sea como fuere, bien sabían los carboneros, pastores, arrieros o quien se viese sorprendido por una tormenta en un páramo, lo más efectivo era cobijarse bajo un espino. Porque, como si de un enclave sacro se tratase, allí jamás podría sacudir el rayo. Aún hoy en día nos insistirán que eso es así, argumentando su experiencia de años de observación. Justo lo contrario a resguardarse bajo un castaño o, mucho peor, bajo un haya pues son los árboles preferidos por las centelladas.
Pero lo bueno del espino es que, por suerte para aquella pobre gente, creían que era tan versátil que podía convertir en portátil su poder mágico: se llevaba a donde se necesitase. La perfección.
No es de extrañar por tanto que, como recuerdan aún muchos de nuestros mayores, se pusiesen cruces de madera de espino en heredades, barreras o en las puertas de las viviendas, para hacer inalcanzable al mal aquella porción de mundo humanizada.
Más arriesgado era quien osaba a caminar en plena tormenta, completamente convencido de que era indestructible frente al rayo por el simple hecho de llevar una flor de espino introducida en el ropaje del pecho. O por encerrar en la palma de su mano un ramillete de hojas cuando más atronaba el firmamento. O… por haber sido precavidos al insertar una espina de espino dentro de la mata de pelo o en el interior de la txapela. Si es que podíamos haber empezado por ahí. ¿O alguien duda de que la txapela vasca tenga superpoderes?
Post scriptum: nada más meterse el sol, justo después de publicar estas notas al atardecer, volvió a hacer presencia la tormenta, con un despliegue de aterradores rayos que hicieron retumbar los cimientos de la tierra y el corazón del más sereno de los seres. Así parecía cerrar el círculo el día, pavoneándose ante los humanos, acabando como empezó.
Hay situaciones en las que parece que la magia existe. No puede ser una simple coincidencia el hecho de que cada tema ande con su loco. Porque a mí… a mí siempre me encuentran esos temas y sucesos.
Dentro de la maraña de costumbres tradicionales que se practicaban en el hogar vasco, hay una superstición relacionada a algo tan humilde y cotidiano como es el barrer la cocina. Y llama la atención por ser capaz de atribuirle una función simbólica protectora.
Barrer la cocina, sí, pero no en cualquier momento sino justo antes de acostarse: es ahí cuando la magia del acto adquiría su máximo poder.
Desdichadamente, no creo que exista nadie hoy en día que conozca o practique esa costumbre protectora. Pero sí es común entre la gente mayor —sin ir más lejos mis padre y madre— el recuerdo del acto diario de barrer la cocina como última labor antes de acostarse, quizá como vestigio de aquel curioso ritual.
Es R. Mª Azkue (1864-1951) quien una vez más nos aporta en Euskalerriaren Yakintza sus referencias, que juegan con la ventaja de haber sido escuchadas hace prácticamente un siglo. Pero, incluso así, ya para aquel entonces le contestaban en Arratia que «Nuestros antepasados nos enseñaron a barrer la cocina al ir a la cama. No sé para qué era». No se sabía el porqué.
Más suerte tuvo en su Lekeitio natal en donde le aseguraban los más mayores que «A la noche, al acostarse, si se deja bien barrida la cocina, bailan después en ella los ángeles; en caso contrario, las brujas».
No sabemos qué extrañas creencias —o simples miedos— subyacen bajo esas referencias. O si se debe, sin más, para algo tan pragmático como el evitar la presencia de los roedores. Pero gracias al dicho investigador sabemos que pronto se recurrió a la religiosidad para enmascarar aquellas más supersticiones populares: «La noche del sábado, la Madre Virgen suele venir a la cocina a dar un vistazo» recogió en Barkoxe (Zuberoa).
Pero, a su vez, nuestra intrincada geografía ha posibilitado otras variantes de esas creencias, incluso discordantes entre sí. Por eso hay quien afirma que no puede barrerse la cocina al anochecer, pues eliminaríamos también la buena suerte que, invisible, impregna el hogar. O, de barrerse, dejar apilado lo recogido, sin tirarlo, hasta la mañana siguiente. Pero quedémonos con la primera de las versiones, la de barrer.
Porque cierto es que la escoba se usaba como símbolo de la purificación ya desde la Romanización, bien como tal, —scopa, escoba— bien con ramilletes de ramas de diversas plantas o arbustos, utilizadas para la limpieza ritual doméstica. Por ejemplo, en caso de un funeral. También en el ámbito público, como parte de la pureza ceremonial (La escoba y el barrido ritual en la religión romana, de Santiago Montero Herrero, 2017).
En realidad no sabemos si tiene que ver con aquello tan lejano o no. Así es que, una vez más, nos asomamos al vacío del tiempo, al del desconocimiento de lo que fuimos. Por eso reflotamos hasta aquí la vieja costumbre, para insuflarle vida de nuevo, con la esperanza que que alguien algún día consiga aportar un rayo de luz.
El 3 de mayo y el 14 de septiembre son las dos fiestas que el cristianismo dedica al culto de la cruz como símbolo de fe. Pero en las creencias populares son asimismo las fechas que acotan el período de tormentas, es decir, la mayor amenaza para las cosechas y, en consecuencia, el peligro de la aparición de hambrunas.
Estando a su merced la mismísima supervivencia de las comunidades humanas en las que convivieron nuestros antepasados, no es extrañar que entre esas dos fechas se repitiesen en el mundo rural multitud de rituales populares dedicados a ahuyentar las tormentas, a desviar su capacidad de destrucción hacia otros lugares ignotos.
TRES DE MAYO. Todo empezaba el 3 de mayo, día del supuesto descubrimiento de la cruz en la que ejecutaron a Jesucristo (podéis leer el relato de los hechos en tono de humor e informal en Helena, cada día más buena). Y aquellos trozos de árbol, de madera, se convierten a partir de entonces en un símbolo de adoración, atribuyéndoseles virtudes mágicas, sobrenaturales.
En realidad, no dista nada del ritual pagano previo de los mayos, árboles totémicos que en esta misma fecha se hincaban —e hincan— en las plazas de los pueblos u otros lugares específicos, costumbre precristiana extendida por toda Europa y bien estudiada.
BENDICIONES DEL CAMPO. Marca esta fecha además el arranque del período de máxima producción de la naturaleza y, en su versión doméstica, de la agricultura. Es por ello por lo que este 3 de mayo se multiplican los rituales protectores de los campos, con bendiciones, exhibiciones de imágenes santos, colocación de cruces o cera bendecida en fincas, colocación de mayos, etc. en una serie de costumbres en las que es muchas veces difícil discernir entre lo que es de origen cristiano y lo profano o pagano.
RITOS CONTRA LAS TORMENTAS. Salvo alguna muy ocasional plaga, la gran amenaza de pérdida de las cosechas eran las tormentas de pedrisco, algo que en un instante podía arruinar el trabajo de todo un año. De ahí que abundasen los rituales para protegerse frente a ellas: tañido de campanas en ermitas, conjuros, ramos o velas bendecidas, colocación de hachas con el filo hacia arriba, toques campaniles de tentenublo —»¡detente, nublo!»— rogativas a Santa Bárbara, uso de hachas o puntas de flecha neolíticas o piedrecillas, fósiles, espinas de espino blanco… como amuletos protectores, etc.
Era asimismo una temporada de gran agitación para sacerdotes y
sacristanes ya que, a diario, tras la misa, solían salir al pórtico para
bendecir los cielos contra la amenaza de las tormentas. Debían acudir raudos
también a tocar las campanas si se intuía la tempestad, fuese la hora que
fuese. Era tal el esfuerzo que los feligreses solían hacer un pago
extraordinario por el servicio.
ZAPATO ARROJADO CONTRA LA NUBE. Pero, dentro de este maremágnum de liturgias dirigidas a modificar el discurrir natural de los acontecimientos meteorológicos, quisiera centrarme en la costumbre popular de arrojar los sacerdotes un zapato contra el nublado, para asustarlo y desviarlo hacia otro destino. Probablemente sería el último recurso usado, el de máxima urgencia, cuando todas las medidas protectoras previas habían fracasado y el desastre era inminente.
LAUDIO. La referencia de esta costumbre la recogí en su día de Txomin Lili (1930-2019) el laudioarra que mejor supo atesorar todas las costumbres (Ver Txomin Lili, la última leyenda). Me contaba en 2005 que «…la gente decía que los curas que salían en sandalias cuando había una tormenta grande, al pórtico y dicen que tiraba la zapatilla para el monte para que vaya para allá, pero allí si pilla un caserío… ¡aquello que jode! Salía el cura para mandar la tormenta para el monte y salía al pórtico y algunos rezos y algunas cosas y, con las zapatillas, enchancletado, tiraba para el lado que quería echar la tormenta» Finalizó el relato con un expresivo «¡Qué cojones va a ir! Iría para donde tocaría, como siempre…» que le devolvió del añorado pasado a la actualidad.
OROZKO. También recordaba haber visto realizar esa operación Sofia Etxebarria (Egurrigartu, 1926-2010) en la iglesia de Olarte (Ibarra, Orozko), con un asustado sacerdote que, mostrándose en chancletas frente al nublado de pedrisco, le arrojó su zapato. Relataba, quizá con ciertas dosis de humor popular, que aquel zapato lo encontraron después los pastores en un muy alejado lugar de Gorbeia, en las faldas del monte Oderiaga, en el enclave llamado Algorta. Cuando se lo devolvieron, el sacerdote negaba que fuese suyo, avergonzado quizá por haber recurrido a artes tan poco canónicas. Sé de esta referencia gracias a la amiga luiaondoarra Anuntxi Arana que la recogió en su recopilación y estudio de los relatos míticos del valle de Orozko (Orozko haraneko kondaira mitikoak, 1996).
OTROS. Como siempre, es inconmensurable la aportación de relatos similares recogidos durante toda su vida por el prolífico sacerdote R. Mª Azkue (1864-1951), y cuyos breves apuntes publicó en su obra Euskalerriaren Yakintza. Contaba Azkue que «El sacerdote que en los días de truenos salía al pórtico a hacer los conjuros, solía ponerse un calzado en chancletas para que el diablo no le llevase al mismo sacerdote» o que «Un párroco a quien yo conocí en una de esas villas, en la cuarta, creyéndolo así, solía ponerse sus zapatos en chancletas las veces que había de conjurar la tempestad». Así también que «En Elorrio (B), si ha de creerse a mi colaboradora, vio ella a un sacerdote en un día de truenos hacer los conjuros sudando copiosamente, y no pudiendo vencer al demonio le arrojó un zapato, y el tal calzado no apareció nunca más».
Para finalizar, relataba los recuerdos de infancia en su Lekeitio natal: «En Lekeitio (B), muchachitos que me precedieron cuatro o cinco años, solían ir al pórtico los días de conjuro, creyendo que allí verían al aire un zapato del sacerdote. Se decía en esta villa que en cierta ocasión un sacerdote, no pudiendo de otra manera vencer al diablo, diciéndole «¡toma!», le arrojó uno de sus zapatos».
DEL MÁS ALLÁ. Ahondando un poco más en esta última referencia, es de resaltar que en sentir popular, las tormentas de pedrisco no son meras perturbaciones atmosféricas sino que se interpretan como un ataque del mal frente al bien, con un origen en el más allá, en la parte infernal de nuestra existencia.
Conocí en cierta ocasión a la orozkoarra Ángela Bilbao (1924-2012), madre de un buen amigo, José Ángel, muy activo en la recuperación de elementos de interés etnográfico (ericeras, tejeras…). Era Ángela asimismo la hija del sacristán de Urigoiti (Orozko), el encargado de tañer las campanas cuando se avistaban las tormentas, una labor que tras su fallecimiento, asumió la misma Ángela hasta que dejó de practicarse en los años 50 del siglo pasado. Es curiosa la visión, alejada de la actual, que aquella mujer tenía de los nublados que surgían del cielo amenazando las cosechas. Traducido de su euskera original decía que «desde el tres de mayo hasta la otra Santa Cruz bendecía la tormenta. Y tenían a la tormenta… el llegar la tormenta era «del lado malo» [«parte txarrekoa»]. Con el «del otro lado» querían decir que eran cosas del infierno o que surgían de allí». Continuaba relatando que «...acudían mi padre [sacristán] y el sacerdote al pórtico y bendecían el nublado. Y tengo escuchado en cierta ocasión que, igual estando allí el sacerdote, la tormenta le arrebató el zapato. Quitarle la tormenta el zapato de su lado y cosas así».
También esa idea de interactuación de las tormentas con la vertiente malvada de los seres del más allá, nos la refuerza el también orozkoarra Moisés Larraondo, (1926-2020) buena persona y mejor conocedor de nuestras leyendas. Contaba que (traducido del original en euskera recogido por Anutxi Arana, 1996) «llegó la tormenta y su piedra, dispuesta a arrasar todo. Y [allí el sacerdote] bendiciendo y bendiciendo con el hisopo, haciendo cruces y oraciones y más oraciones. Y la lamia y la tormenta cada vez más briosas. Allí tenía a las lamias al lado, observando, lamias en tropel, vestidas con calzas rojas y con aspecto de abejas. Y, en una de esas… ¡el sacerdote arrojó el zapato! Y con el despiste de aquel revuelo, se llevaron el zapato por ahí las lamias. Y en aquel preciso instante dejaron ya de sonar los truenos…».
Moisés es una persona que afortunadamente aún vive entre nosotros. Ahora en Laudio, al cuidado de su hija Zorione [PS: fallecido en diciembre de 2020]. Quizá sea la última persona que sepas explicarnos esa extraña relación entre el mal, los seres del más allá y los zapatos de los sacerdotes, confluyendo todo ello a través de las tormentas, símbolo del mal y la destrucción. Desde luego que será de los pocos humanos que percibirá el día de mañana, 3 de mayo, con una intensidad tan mágica y especial que el resto de los mortales seremos ya incapaces de sentir. Descarguen su furia pues los rayos, truenos y centellas contra la desmemoria de nuestras costumbres, tradiciones y modos de sentir populares. No seré yo quien les arroje el zapato…
NOTA: No sé a ciencia cierta cómo interpretar esta costumbre tan extraña. Pero la intuición me lleva a otra realidad que, al menos en lo que conozco, no parece que se haya investigado aún. Se trata de unas siluetas que suelen aparecen dibujadas en tejas concretas de nuestros caseríos y que seguramente habrán tenido una función protectora para la casa y que hoy desconocemos. Son una especie de chinelas, antiguo calzado que a modo de babuchas se usaba en chancletas.
Tampoco podemos obviar que arrojar un zapato a alguien o mostrarle su suela es una gran ofensa en el mundo islámico, pues el calzado es considerado impuro, al ser la parte del cuerpo más baja y por lo tanto más sucia al estar en contacto con el suelo. De ahí que no se permita su presencia en mezquitas, etc. En realidad, es una creencia generalizada en todo Oriente. Tiene su reflejo en la Biblia cuando Dios le dijo a Moisés (Antiguo Testamento, Éxodo 3:5) «No te acerques aquí. Quita el calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es».
Quizá arrojando lo más inmundo, lo más despreciable, a la tormenta, se pretendía influir en su voluntad. Pero son hipótesis, meras elucubraciones, a las que les falta algún paso para que podamos imbricarlas definitivamente con esas historias populares nuestras, tan bonitas, relatadas más arriba.
Hasta hace un siglo todavía era habitual escuchar conversaciones en el euskera local de Laudio. Es entonces, cuando el sacerdote, etnógrafo y lingüista R. Mª Azkue recogió una expresión con la que se calmaba a la gente, especialmente a los niños, tras haber sufrido una pesadilla.
Decía así: Andra Santa Ines, bart egin dot ame(t)s: ona bada, berorren partez; txarra bada, bat bere ez. (‘Señora Santa Inés, anoche he tenido un sueño: si es bueno, gracias a su merced, si es malo, nada de nada’).
Era la fórmula popular que usaban nuestros laudioarras para
depurar aquel cuerpo incomodado mientras dormía, el remedio para calmar a los
asustados paisanos que habían pasado el mal trago de una pesadilla. En otras
poblaciones frases casi idénticas se repetían tres veces al acostarse, a modo
de protección contra los malos sueños.
Azkue da esta jaculatoria más arriba citada como propia de
Laudio pero no deja de ser una de las muchas variantes que, añadiendo unas
palabras o fragmentos del texto protector, circulaban por toda Euskal Herria.
Daños colaterales de la transmisión oral…
LAS PESADILLAS. Los sueños y especialmente los malos, las pesadillas, eran interpretadas por aquel entonces como una intromisión de entes malignos en nuestras conciencias, una especie de ocupación corpórea, siempre aprovechando la falta de atención al dormir y el ambiente nocturno, el hábitat por excelencia de los entes diabólicos y malhechores.
SANTA INÉS. Se da por hecho que el recurso específico a Santa Inés, se debe sin más a lo adecuado de su nombre para rimar con amets ‘sueño’, ya que en otras tantas versiones frases similares se recitaban en alusión a San Andrés. O incluso a la Virgen de Codés en la zona navarra. Pero es Santa Inés la que se impone sobre todas las demás en ese uso popular contra las pesadillas.
Asimismo, lo cierto es que la figura de Santa Inés fue muy venerada en el País Vasco de otras épocas.
Inés Ruiz de Otalora era viuda de Rodrigo de Ocáriz, también
mondragonés y grefier —una especie de secretario— de la Casa Real de Felipe II
en Valladolid.
Los hijos que habían tenido Inés y Rodrigo fallecieron siendo
niños, por lo que no tuvieron herederos.
Sabemos además que el cuerpo de Inés recibió sepultura en el convento de San Francisco de Valladolid pero, sabiendo que su última voluntad había sido la de descansar eternamente en su villa natal de Mondragón, se exhumó el cadáver para proceder a su complejo traslado hasta la villa guipuzcoana. Desde entonces, allí reposa junto a su esposo, en la capilla que la adinerada familia construyó en el interior de la iglesia parroquial de San Juan. La conocen allí como Amandre Santa Ines.
Pero ¿de dónde su santidad? Fue al desenterrarla para el transporte, cuando observaron que su cuerpo se mantenía incorrupto, momificado, algo que se interpretó como milagroso. Pronto el rumor se extendió como la pólvora y su leyenda de santidad fue creciendo, más cuanto más alejados en el espacio y el tiempo.
CUERPO INCORRUPTO. En la mentalidad de aquella época, un cuerpo incorrupto se interpretaba como un designio celestial que, por la razón que fuese, había decidido que aquel cuerpo debía permanecer y eternizarse en la Tierra a pesar de estar su alma en el Cielo de los justos. Porque aquel resto humano había sido elegido para repartir bondad entre los humanos, para hacer de interlocutor entre la tierra y el cielo, para ser el transmisor directo del mensaje del dios cristiano.
Son las reliquias de los santos, aquellos elementos especialmente codiciados a partir de la Edad Media porque hacían «portátil» la intercesión milagrosa de Dios allí donde lo necesitásemos. Y, no lo olvidemos, porque generaban grandes riquezas a las iglesias que las custodiaban.
En el caso de Inés, suponemos que el haberse tratado de un
personaje distinguido, acaudalado y especialmente bien relaccionado con la
Iglesia —también
en lo económico—, habría tenido mucho que ver con
la leyenda de su supuesta santidad.
CORONAVIRUS. En cualquier caso, y aunque no crea en esas historias he de reconocer que, en estos días, me gustaría vivir en el Laudio de un siglo atrás para poder interpelar a Santa Inés y que nos sacase ella de esta dura pesadilla que nos ha tocado vivir. Andra Santa Ines, bart egin dot ame(t)s…
NOTAS: son casi ilimitadas las variantes de la frase para tratar las pesadillas de un modo sobrenatural a través de nuestra geografía. Probablemente la mejor recopilación sea la de «Sueños y pesadillas en el devocionario popular vasco» del sacerdote José Mª Satrústegi y publicada en Cuadernos de Etnología y Etnografía de Navarra, nº 47 (1969). También es bastante completa la recopilación de Resurrección María Azkue en Euskalerriaren Yakintza, tomo I, en el apartado dedicado al mundo de los sueños, capítulo sexto de la obra.
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