Para mucha gente Camboya se limita a esa joya de la arquitectura khmer que son los templos de Angkor. Sin embargo este país asiático es mucho más, destacando las etnias de montaña y paisajes de Ratanakiri, los monasterios budistas, los coloristas mercados y la vida en torno al Mekong y el Tonlé Sap, los dos principales ríos. Por ello he querido rememorar este viaje realizado en octubre de 2007. Phnom Penh es la capital de Camboya y, para nosotros, la puerta de entrada en el país, una entrada que resultó apoteósica, pues nada más comer nos dirigimos al mercado central, comenzando a llover nada más traspasar su puerta. Dos horas más tarde seguía lloviendo con fuerza y el agua inundaba las calles que lo rodean, así que tuvimos que comprar unas chancletas, guardar nuestro calzado en la mochila, arremangarnos el pantalón hasta la rodilla y parar a un tuc-tuc, taxi popular en forma de moto con remolque, que nos llevara hasta el hotel. He padecido el monzón en otras ocasiones pero nunca con tanta fuerza, mientras los habitantes de la capital ni se inmutaban, pese a inundarse los bajos de casas y comercios. Volando de Singapur a Phnom Penh me di cuenta de lo que nos esperaba, pues el sur de Vietnam estaba completamente inundado. Al día siguiente se recuperó la normalidad, como sin nada hubiera sucedido.
Al día siguiente, bajo un sol de justicia y una humedad terrible, recorrimos los lugares de interés de esta ciudad, comenzando por el Museo Nacional de Camboya. En su interior alberga la mayor colección del mundo del arte Khmer de los siglos IV a XIII, principalmente esculturas, entre las que destaca la imagen de Vishnú con 8 brazos (siglo VI o VII). También visitamos el complejo de edificios del Palacio Real, construido en 1866 por el rey Norodom. Si no hay ninguna actividad oficial se puede visitar el edificio más interesante, la Sala del Trono, inaugurada en 1919, sobre la que se alza una torre de 59 metros de altura. Completan el conjunto los edificios de las oficinas reales, la sala de banquetes, el Tesoro Real y la Casa de Hierro o Pabellón de Napoleón III, pues fue un regalo del gobernante francés al rey Norodom.
La siguiente cita fue en la Pagoda de Plata, que recibe este nombre por las 5.329 losetas de plata que cubren el suelo. Sin embargo, su nombre original es Wat Preah Keo o Pagoda del Buda Esmeralda, pues fue construida en 1892 para albergar la pequeña pero valiosa estatua del Buda Esmeralda, del siglo XVII. Guarda también un Buda de tamaño real, de 90 kg de oro macizo, que tiene incrustados 9.584 diamantes. Los Budas son una de las pocas cosas que respetaron los Jemeres Rojos. En el exterior del templo, hay varias estupas. También contemplamos el gran mural de la Coronación.
Una visita obligada, pero que no resulta agradable, es el Museo Tuol Sleng o del Genocidio de los Jemeres Rojos, que en tres años, en la década de los setenta, asesinaron a casi 3 de los 7 millones de habitantes con que contaba el país. Hasta 1975 era un prestigioso instituto, pero los Jemeres Rojos lo convirtieron en la Prisión de Seguridad 21, a la que eran conducidas de forma indiscriminada todas aquellas personas que, en opinión de los guerrilleros, eran contrarios al régimen. Entre 1975 y 1978 fueron detenidas en este lugar unas 17.000 personas que fueron brutalmente torturadas y posteriormente asesinadas. En los dos edificios con que cuenta, pudimos ver objetos de tortura y numerosas fotografías y pinturas hechas por un superviviente. Tras recorrer la zona, para enjugar las penas nos dirigimos a comer al restaurante Pacharán, que no es propiedad de un navarro sino de una multinacional inglesa, cuyo dueño es apodado Mr Pacharán. Degustamos unas ricas judías con jamón y compartimos dos minúsculos solomillos para los cuatro. Con el postre, una botella de rosado extremeño, cafés y un par de copas de patxaran, pagamos 98,50 USD nada que ver con los 12 USD que pagamos por unos ricos noodles el día anterior, sin vino ni copas, pero con cerveza. Este restaurante de cocina española es frecuentado por extranjeros y las clases acomodadas de la ciudad, por lo que los precios van en consonancia.
Dado que el restaurante se encuentra frente a la desembocadura del río Tonlé Sap en el Mekong, aprovechamos para contemplar los grandes ríos y ver la curiosidad que se produce durante el monzón, pues el Mekong baja con tanta fuerza que el agua se introduce en el cauce de su afluente, haciendo cambiar el curso del Tonlé Sap hasta las proximidades de Angkor, inundando una buena parte del país. Cerca hay un vistoso mercadillo. Antes de abandonar Phnom Penh nos acercamos hasta la pagoda más antigua y venerada de la ciudad, Wat Phnom, restaurada en numerosas ocasiones, desde que fuera construida en 1372 sobre una pequeña colina de veintiséis metros de altura, a la que se accede por una empinada escalera delimitada por unas balaustradas en forma de serpiente. En su interior existe una imagen de Buda rodeada de ofrendas, que es objeto de peregrinaciones. Por el lado opuesto hay un coqueto parque con un vistoso reloj.
La siguiente semana la pasamos en la Camboya auténtica, el hasta ahora poco conocido medio rural, que cuenta ya con una infraestructura más que decente, pues todos los hoteles en los que estuvimos disponían de aire acondicionado y restaurantes más que decentes, aunque la dieta se basa en la cocina china, a base de arroz frito con verduras o carne, noodles con el mismo acompañamiento y rollitos primavera. El viaje hacia Ratanakiri, zona fronteriza con Laos y Vietnam, fue de lo más entretenido, pudiendo contemplar los más variopintos medios de transporte que utilizan los camboyanos y cómo pescan en las zonas inundadas por el monzón.
Las tres primeras noches las pasamos en Banlung, la capital provincial de Ratanakiri, la provincia más nororiental de Camboya. Con una población de 17.000 habitantes, es más bien es un conjunto de barrios dispersos. El Hotel Chhen Lok nos resultó como una aparición, pues aunque la habitaciones son básicas, cuentan con aire acondicionado y televisión, pudiendo contemplar 70 cadenas de todo el mundo. La ciudad en sí no tiene ningún interés, así que acudimos al mercado Phsar Banlung, que siempre es un buen lugar para ver los productos tradicionales del país: carne, pescados, verduras y hortalizas. Las gentes de las minorías étnicas acuden a él a comprar y vender sus productos, así que la entrada al mercado está repleta de motocicletas aparcadas, ya que las motodop son el único medio público de transporte para la población que no dispone de vehículo propio.
El segundo día en Ratanakiri fue el más entretenido, pues por una embarrada pista nos dirigimos a Veun Sai, pueblo situado en la orilla del río Se San y muy lleno de vida, pues el embarcadero está siempre lleno de gente en espera de las barcas que les trasladen a la otra orilla del río, donde se encuentran los poblados laosiano y chino. Éste último es casi como un enclave de China en Camboya.
Después alquilamos una barca y nos dirigimos hasta la aldea de Ka Choun, en la que tomamos contacto por primera vez con un poblado de las minorías étnicas, en esta caso Tompuon, donde pasamos una agradable jornada con sus moradores, visitando sus casas y el cementerio, en el que los muertos son objeto de frecuentes ceremonias, mediante las que pretender facilitar su tránsito al mundo de los espíritus. El cementerio es por tanto un lugar de vida, pues cuentan con tumbas muy elaboradas y adornadas en sus esquinas con estatuas que representan a los padres del difunto.
En otro poblado, contemplamos las casas tradicionales Kreung, construidas con madera y bambú y elevadas del suelo mediante pilotes. Cuentan con una especie de terraza a la que se accede por una escalera de madera. Tras ella se encuentran las habitaciones privadas. A diferencia de los camboyanos que viven en las grandes planicies del país, muy conservadores en materia sexual, los miembros de la etnia de montaña Kreung cuentan con unas costumbres muy permisivas para el tránsito de la adolescencia a la edad adulta. Así, cuando una joven está en edad de tomar esposo, su padre le construye una pequeña casa frente a la vivienda familiar y, aunque sigue colaborando en las tareas diarias, tiene libertad para recibir en su casa a quien quiera por la tarde-noche. Lo mismo sucede con la población joven masculina, cuya relación prematrimonial la llevan a cabo en unas casas más altas que las de las mujeres (fotos inferiores). El viaje continúa.